MISAEL

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Miércoles, 10 de julio 12pm.

Nuestro silencio desesperante es interrumpido por el hombre que nos tiene hartos. Estuve a punto de raspar lo que sea para consumir un poco de cualquier polvo, pero cuando los ojos de él se posan en mí, mi desesperación termina.

—Tú —dice sonriendo en la puerta—. Afuera está tu familiar.

¿Voy a salir?

Dos hombres más entran en la estancia y me agarran por los brazos. Me levanto inmediatamente y avanzo con ellos. Salimos de la estancia y empiezo a memorizar el camino que voy a seguir. No hay más puertas en estos pasillos largos, pero es extraño porque nuestra celda no es tan grande. Giramos a la izquierda y es impresionante cuán largo es este lugar. Cuento en mi cabeza cerca de cincuenta pasos antes de girar esta vez a la derecha.

Siguen los pasillos largos.

—¿Qué tan grande es esto? —pregunto en voz baja. No hay casi ventanas ni puertas, son solo pasillos. Trato de entender cómo funciona este lugar o para qué fue construido antes, pero nada tiene sentido.

No reconozco a los hombres a mi lado que sujetan mis brazos, ¿serán del suburbio?

—No tenemos por qué explicarte nada, manco.

No veo cómo conseguir drogas aquí. Con cada paso que doy mi tensión aumenta y siento que, en cualquier momento, podría salir corriendo y segundos recibir un disparo. Los creo capaces.

Cuando llegamos al final del pasillo puedo ver que se divide en dos el camino, al final de cada uno hay una puerta, no sé adónde dirigirán.

—De este lado —ordena uno de los hombres. Giramos a la izquierda y tengo la ligera esperanza de que al otro lado se puede conducir hasta la salida.

La puerta negra metálica se abre de un chasquido y contengo la respiración para saber quién está dentro.

Pero no hay nadie.

Miro a los hombres en busca de respuestas y ni siquiera me miran.

—Siéntate —ordena alguien detrás de mí. El hombre al que odiamos rodea la pequeña sala y se sienta el otro lado del escritorio.

Titubeante, aparto la silla de la mesa y me siento. Trato de tranquilizarme, pero no puedo, ¿por qué no está mi familia aquí?

—Misael Andrade, quince años, no estudias. Te atraparon robando en un puesto del mercado el domingo por la tarde mientras los vendedores cerraban sus puestos. No pasó mucho tiempo para que termines aquí.

Aún lo recuerdo. Fue vergonzoso y triste. Necesitaba drogas. No tenía dinero y nadie confía en un flacucho drogadicto que pide limosnas, incluso cuando sí tengo hambre.

En mi camino a casa, desesperado, encontré a los vendedores del mercado ambulante cerrar sus puestos. Vi en un recipiente dinero, no era mucho, pero al menos era el suficiente para comprar un par de gramos. Una mujer vio lo que estaba haciendo y gritó a todo pulmón acusándome. Corrí desesperado por varias cuadras, tratando de huir, y todos se unieron para atraparme.

Llegué a la celda primero que todos los demás, asustado, pensando en que estaría solo por el resto de la semana hasta que me castigaran.

—Los delincuentes como tú no se cansan, ¿verdad? —preguntó el hombre cuando me senté en una esquina de la celda.

—Púdrete —le respondí con odio. Él se rio, como quien ve a un niño malcriado que ha pasado el día molestando y finalmente se cae y se echa a llorar.

Aquello ocurrió hace unos días que parecen meses. Él está frente a mí de nuevo y tiene la misma sonrisa burlona en el rostro.

—Usted dijo que aquí estaba un familiar mío —digo—. ¿Dónde está? ¿Qué le hicieron?

Los tres hombres empiezan a reír a carcajadas. Mi desesperación crece a medida que ellos no se detienen. Entonces estallo.

—¡¿Dónde está?! —rujo—. Díganme qué le hicieron.

—Muchacho tonto —responde el hombre—. No vino nadie. No se tomaron la molestia de venir a saber lo que te depara el destino el domingo. ¿Quieres saber lo que dijeron?

Trago saliva. Algo dentro de mí dice que no, que es mejor así, que ya no tengo familia.

—Te lo diré —continúa sin que lo haya pedido—. Nadie se comunicó con nosotros cuando te capturamos, entonces tuvimos que investigar quién eras, y resultó fácil. Nos encontramos con un vendedor de drogas que nos indicó dónde vivías. Al llegar creímos que tus padres se alegrarían al menos de saber que no estabas perdido, pero no que se alegrarían de que no tendrían que alimentar a uno desde el domingo en adelante. Tienen la fe de que vas a morir en el castigo.

No puedo respirar. Estoy a punto de llorar, y no sé si es rabia o tristeza. ¿Puedo confiar en lo que dice?

Entonces recuerdo lo que he vivido durante estos años con mis padres. Sí, son capaces. Esta es la vida que me han dado, y ahora que están por quitármela, no les importa en lo más mínimo.

—No vinieron hoy porque no les interesas, manco. Nos pidieron que no volviéramos a llamarlos y que se irían de viaje con los niños este fin de semana para no presenciar el castigo. No quieren saber nada de ti, y si sobrevives, debes saber que ya no tienes casa.

—¡Mentira! —replico—. Eres un maldito mentiroso.

Los hombres a mi lado aprietan mis hombros y toman de nuevo mis brazos para que no me mueva.

Me mira con desprecio y lástima. No lo puedo culpar. Fuera de este lugar ya no tengo nada, ni siquiera mis compañeros de celda son una esperanza.

—¿Tienes algo que decir en contra de los cargos? —inquiere con una sonrisa en su rostro.

Cabizbajo, niego con la cabeza. Aunque dijera que no es cierto, ellos no me creerían y me dejarían pudrirme en el destino que me depara.

—Me lo imaginé. Luego del castigo esperamos que no robes, ya sabes, si es que puedes.

Con un nudo en la garganta me pongo de pie movido por los dos hombres que me acompañan. La ira y la tristeza se unen para hervir dentro de mí. No tengo padres, a decir verdad, nunca los tuve. Solo fueron las personas que me tuvieron en casa porque no pudieron abortarme y dejarme en otro lugar hubiera acabado con su conciencia. Lamento la vida que mis hermanos tendrán.

Y sí, después de esto, espero no sobrevivir al castigo. No tengo por qué vivir si no hay nadie allá afuera esperando a que pueda recuperarme de esto.

Mientras camino de regreso a la celda logro escuchar un poco la conversación que detrás de mí mantienen, aunque no llego a nada al final.

—Tendremos que darle espacio, Mario —dice uno de los hombres.

Así se llama. Mario es su nombre. No entiendo a qué se refiere con aquello, pero de algo ha de servir. ¿Podemos escapar? Una vocecita en mi mente me dice que soy un estúpido al creer aquello, puesto que nadie se ha salvo de un castigo, y no creo ser yo el primero.

Minutos después estamos frente a la puerta de la celda. Es jodidamente pesada y tiene tres candados por fuera: imposible salir por nuestra cuenta. Mejor dicho, no vamos a salir. La puerta se abre y entro con todas las ganas del mundo de echarme a llorar y maldecir a todos.

—Nos vemos en el castigo, manco —dicen los hombres mientras se ríen.

Todos adentro fijan su mirada en mí. Saben que no deben preguntar nada porque mi destino está prácticamente escrito. Con dolor, doy unos pasos y me quedo en la esquina del cuarto, en silencio y maldiciendo en mis pensamientos, como hace un par de días.

Solo que ahora sé que mi destino no tiene marcha atrás.

No robarásWhere stories live. Discover now