Saeta de Fuego

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Bella no sabía muy bien cómo se las habían apañado Harry y ella para regresar al sótano de Honeydukes, atravesar el pasadizo y entrar en el castillo. Lo único que sabía era que el viaje de vuelta parecía no haberle costado apenas tiempo y que no se daban muy clara cuenta de lo que hacía, porque en sus cabezas aún resonaban las frases de la conversación que acababan de oír.

¿Por qué nadie les había explicado nada de aquello ni ella ni a Harry? Dumbledore, Hagrid, el señor Weasley, Cornelius Fudge... ¿Por qué nadie les había explicado nunca que sus padres habían muerto porque les había traicionado su mejor amigo?

Ron y Hermione observaron intranquilos a Bella y a Harry durante toda la cena, sin atreverse a decir nada sobre lo que habían oído, porque Percy estaba sentado cerca.

Cuando subieron a la sala común atestada de gente, descubrieron que Fred y George, en un arrebato de alegría motivado por las inminentes vacaciones de Navidad, habían lanzado media docena de bombas fétidas. Bella, que no quería que Fred y George le preguntaran si habían ido o no a Hogsmeade, se fue a hurtadillas hasta los dormitorios vacíos, tal y como hizo Harry, y abrió el armario. Echó todos los libros a un lado y rápidamente encontró lo que buscaba: el álbum de fotos encuadernado en piel que Hagrid le había regalado hacía dos años, que estaba lleno de fotos mágicas de sus padres. Se sentó en su cama, corrió las cortinas y comenzó a pasar las páginas hasta que...

Se detuvo en una foto de la boda de sus padres. Su padre miraba fijamente a la cámara, con una mueca de satisfacción. Era hermoso. El pelo blanco platinado y peinado hacia atrás de forma elegante, y sus ojos rojos brillantes, que Bella había heredado perfectamente. Su madre, radiante de felicidad, estaba cogida del brazo de su padre. Y allí... aquél debía de ser. El padrino. Bella nunca le había prestado atención.

Si no hubiera sabido que era la misma persona, no habría reconocido a Black en aquella vieja fotografía. Su rostro no estaba hundido y amarillento como la cera, sino que era hermoso y estaba lleno de alegría. ¿Trabajaría ya para Voldemort cuando sacaron aquella foto? ¿Planeaba ya la muerte de las dos personas que había a su lado? ¿Se daba cuenta de que tendría que pasar doce años en Azkaban, doce años que lo dejarían irreconocible?

«Pero los dementores no le afectan —pensó Bella, fijándose en aquel rostro agradable y risueño—. No parece mal sujeto, en realidad parecía la mejor persona del mundo...»

Bella cerró de golpe el álbum y volvió a guardarlo en el armario. Se quitó la túnica y se metió en la cama, asegurándose de que las cortinas la ocultaban de la vista.

Se abrió la puerta del dormitorio.

—¿Bella? —preguntó la dubitativa voz de Hermione.

Pero Bella se quedó quieta, simulando que dormía. Oyó a Hermione que salía de nuevo y se dio la vuelta para ponerse boca arriba, con los ojos muy abiertos. No sintió nada, no sintió correr a través de sus venas, como veneno, el odio que debería sentir. Veía, como en una película, a Sirius Black haciendo que Peter Pettigrew (que se parecía a Neville Longbottom) volara en mil pedazos. Oía (aunque no sabía cómo sería la voz de Black) un murmullo bajo y vehemente: «Ya está, Señor, los Potter y los Price me han hecho su guardián secreto...» Y entonces aparecía otra voz que se reía con un timbre muy agudo. Pero, aun así ¿por qué no podía sentir rabia contra él, contra Sirius Black?

—Bella..., tienes un aspecto horrible.

Bella no había podido pegar el ojo hasta el amanecer. Al despertarse, había hallado el dormitorio desierto, se había vestido y bajado la escalera de caracol hasta la sala común, donde no había nadie más que Harry, que tenía el mismo aspecto que ella, Ron, que se comía un sapo de menta y se frotaba el estómago, y Hermione, que había extendido sus deberes por tres mesas.

Bella Price y El Prisionero de Azkaban©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora