caravana de sentimientos.

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El sonido de los coches cruzando la autopista era lo único audible en el lugar. El rubio ceniza mordió el taiyaki en mano, pasando sus ojos obsidiana por los innumerables automóviles que desaparecían de su vista una vez que pasaban más allá de sus pies. Estaba apoyado en el barandal del puente que surcaba la carretera, la noche caía inevitablemente y un leve tono anaranjado marchaba lentamente. Poco le podía importar, si era sincero. Resopló molesto mientras erguía el cuello y miraba al suelo, observando las botas y túnica blanca que portaba.

Entrecerró los ojos, no queriendo volver a sucumbir su mente en la fosa de lo que era su inconsciencia, tambaleándose en un delgado y fino hilo que amenazaba con romperse en cualquier momento. Temía caer al abismo que estaba bajo sus talones y que ni él sabía que tan profundo era. Arrugó el ceño, notando como la capa que lo protegía del mundo vacilaba con dañarse; la escarcha de la despreocupación se estaba desmoronando, quebrando y sabía perfectamente que, si seguía siendo así de débil, la máscara con la que jugaba a ser intocable terminaría por hacerse añicos. Terminaría por romperse en pequeños trozos que él no se dignaría a recoger ni nadie a reparar, porque, tal como él quiso y provocó, estaba solo.

O eso pensaba él, pues, gracias a los miles de entrenamientos que agudizaron sus sentidos, pudo escuchar, y notar, las pisadas apresuradas de una persona que corría y subía cada escalón del puente como si de aquello dependiera su vida. Al principio no le dio importancia, pensando que se trataba de un sujeto normal y corriente que llegaba tarde a saber dónde y que daba todo de sí para llegar lo más mínimamente temprano. Pero no fue así, ya que el desconocido detuvo sus pasos cuando llegó a la parte más alta, así que, luego de que se detuviera, Manjiro se dignó a ver quien era el que se atrevía a, por así decirlo, desafiarlo en un momento que él consideraba sagrado.

Elevó la mirada y, con tan solo ver aquel cabello rubio miel desordenado, que antes estaba en punta con ayuda de gomina, y aquellos ojos color mar vidriosos, que antes eran más brillantes que ahora, su corazón dolió en una punzada limpia y firme. Se enderezó de la sorpresa, no creyendo lo que sus ojos veían y sintiendo como sus dedos empezaban a picar de los nervios. 

Se veía más maduro desde la última vez que lo vio, más alto, un par de centímetros, y con menos aspecto de delincuente que cuando lo conoció. El uniforme del instituto no tenía modificaciones, su pelo no postraba tanta rebeldía como en antaño y la camisa estaba por dentro del pantalón. Y, por último, su rostro se veía más pesado, más denso, más... por así decirlo, perturbado.

Estaba jadeando, su camisa sudada delataba cuánto tiempo llevaba corriendo y parecía ser que bastante.

Manjiro titubeó en si acercarse o huir, porque, aunque a lo largo de su vida había sido capaz de enfrentarse a las peores personas de la ciudad, a los delincuentes más temibles; por alguna razón que todavía no llegaba a entender, la sola presencia del rubio canario lo hacía temblar. Quizás fuera el hecho de que, a pesar de haber desaparecido, este lo hubiera encontrado, o quizás era el hecho de que en su mirada le faltaba un ápice de brillo, o quizás simplemente era el hecho de que si Takemichi estaba aquí, eso significaba que había ocurrido algo en el futuro.

Por otro lado, Takemichi se sentía a desfallecer, la adrenalina del momento se estaba desvaneciendo y las consecuencias de haber estado corriendo por una hora completa le estaban empezando a afectar. Pero, dejando todo aquello de lado, todavía no podía recuperarse de la escena que se repetía, en bucle, de su último viaje en el futuro. Una escena donde era disparado tres veces, donde podía hasta ver a la parca tendiendole la mano en sus narices y donde la rechazaba por otra más lejana como lo era la de Mikey. Un sollozo disfrazado de jadeo salió de su boca, observando el rostro de Manjiro y no pudiendo evitar ver al mismo que le disparó tres veces a bocajarro hace apenas, para él, no más de una hora. Quisiera o no, aunque él estuviera dispuesto a perdonarle esto y más cosas, su mente no podía evitar no sentir cierto temor a que aquello se repitiera. 

Inexorable. | TakemikeyWhere stories live. Discover now