Capítulo I

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«La del problema»

Al inicio de la relación, creía haber encontrado la felicidad. Él, con sus veintinueve años, y yo, apenas una jovencita de dieciocho, me veía envuelta en la aureola de su encanto. Desconocía por completo su verdadera personalidad, y mi vida orbitaba en torno a la suya, enternecida por la ilusión que me ofrecía. Sin lugar a dudas, la fantasía se reveló como una de las adicciones más fuertes que existen.

              En mi mente reposaban aquellas noches que aparentaban ser mágicas, en las cuales hacíamos el amor y sus palabras fluían como dulces melodías que acariciaban mis oídos. Sentía que trascendían lo físico, en un plano suave y espiritual. Era el tipo de hombre que entregaba cartas impregnadas de caricias, besos y versos entrelazados, tan vívidos y tangibles que se fundían con mi realidad. Pero con el paso del tiempo, esas declaraciones se desvanecieron y se convirtieron en meros recuerdos.

              Ello aconteció en el preciso instante en que se percató de mis imperfecciones, dado que, de forma inesperada, su trato hacia mí sufrió una transformación radical. De pronto, comenzó a criticarme por cualquier nimiedad que hacía, como si un gélido y arrollador viento hubiera hibernado en su pecho. Parecía ansiar utilizarme como a una de sus víctimas dóciles y fácilmente manipulables, en las cuales buscaba satisfacer sus retorcidos propósitos.

              Al final del día, quedaba inerte y lloraba en silencio en el suelo de mi habitación, iluminada por una tenue luz. El silencio solo era interrumpido por el canto de los grillos, que armonizaba con mi lúgubre situación. El intenso frío se filtraba en lo más profundo de mis sentimientos, mientras mis manos se convertían en mi única fuente de calor. Mantenía las puertas y ventanas cerradas, para que nadie pudiera ver cómo mi alma era devorada por el dolor, que se manifestaba en desmesurados gritos internos que me desbordaban. Tomaba cada carta que me había escrito, leyéndola una y otra vez, y trataba de entender qué había hecho mal y por qué él había cambiado. Mis ojos estaban teñidos de tonos rojizos, apenas entreabiertos, y mis lágrimas recorrían las mejillas a centímetros por segundo. En pocas palabras, mi inocencia se había quebrado. Sabía que otras personas me habían extinguido y burlado, pero darme cuenta de que él había planeado condenarme a la muerte fue saberme desahuciada. Él ganaba, y yo me hundía en la oscuridad.

              La escasa confianza que albergaba hacia mí misma resultaba tan desoladora que, incluso, él tenía el poder de drenar todas mis energías y martillar despiadadamente mi pecho si era posible. A pesar de eso, seguía aferrada a la esperanza de que regresara a ser aquel ser que añoraba, aunque nuestra historia hubiese sido efímera y fugaz.

              ¿Y cómo iba a dejar de consumir mis días con el llanto, si creía que no podía vivir sin él? Por desgracia, estaba atrapada en sus juegos de manipulación. Cada vez que prometía no regresar a ese ataúd de candidata a esclava, volvía a buscarlo y, por supuesto, retomábamos nuestra destructiva relación.

              Recuerdo que los momentos en los que discutíamos eran una interminable espiral; donde yo siempre era «la del problema». Ya no hacíamos el amor y no había vuelto a escuchar un "te deseo" de su boca.

              Bajo el manto de la noche, cuando ya había cumplido mis veintisiete años, una lluvia se acercó sigilosamente desde lejos. Los tejados, cual testigos mudos, soltaron gotas que bailoteaban como lágrimas en la penumbra. El aroma a tierra húmeda y esencia de monte se elevó de las gramas en la acera de la calle e impregnó el aire con su fragancia salvaje. Las nubes se vistieron de grises sutiles, como lienzos desvanecidos por el paso del tiempo, y los truenos retumbaron en un concierto ensordecedor. El clima, frío como un bosque envuelto en neblina, se apoderó de mí mientras me apresuraba por el camino con el cabello despeinado por el viento. En ese instante, ante la imponente tormenta, las sombras de sus indirectas, las falacias que sus labios expresaron y los tesoros que me arrebató resurgieron en mi mente, como pesadillas que se niegan a ser olvidadas.

              Consciente del tiempo que se desvanecía rápidamente, me apresuré hacia la parada de autobuses que me llevaría al nuevo departamento de él. Me empapé por el aguacero que caía sin cesar, pero al menos me sentí aliviada de haber llegado a tiempo para tomar el autobús. Durante un breve instante, me invadió la idea de que tal vez él había elegido vernos en ese lugar para entregarnos a la intimidad. Sin embargo, en aquel momento, no deseaba esa conexión íntima. Recordar que revisé su teléfono en secreto y descubrí conversaciones amorosas con otras mujeres me generó mucha incomodidad. Este hecho contribuía a que me sintiera aturdida la mayor parte del tiempo.

              Con gran alivio, crucé la puerta de su departamento y me adentré en su mundo. Allí, avanzando decididamente, me acerqué a él y le dediqué un cálido saludo. A medida que mis ojos exploraban el espacio, quedé maravillada por la elegancia de su cristalería, meticulosamente dispuesta en su magnífico esplendor. Sin embargo, algo más se deslizaba en el aire, un sutil perfume de hierba seca impregnado con matices enigmáticos. Seguí mi intuición, y mis pasos me condujeron a la sala, donde lo encontré en su trono de descanso, entregado al deleite de un sorbo de vino tinto y al humo embriagador de la marihuana. Su figura se erguía solitaria, cubierta apenas por una toalla que escasamente velaba su intimidad.

              Su presencia era comparable a una astilla de madera enterrada, que corta profundamente tu piel; con su oscura existencia de tormentas y nubarrones, te clavaba sin previo aviso hasta hacerte sangrar. A menudo, me hablaba en un tono grave y monótono, salvo cuando buscaba aprovecharse de mí en busca de algún beneficio.

              Mientras lo contemplaba deleitarse con la boina que atesoraba con esmero, mi mente evocó su estatura, comparable a la de un centroeuropeo. Su tez morena y sus ojos marrones irradiaban un resplandor juguetón y capturaban la luz de la sala en un baile mágico. Su cabello corto, ondeado y de un café oscuro, parecía acariciar su frente como si fuese moldeado por una suave crema de peinar. En ese instante, me percaté de que había dejado de lado prendas que me recordaban al estilo de los Peaky Blinders y las guardó en lo más recóndito de su armario.

              Caminé cautelosamente a su lado y examiné con atención cada gesto y detalle de su rostro. Llena de preocupación, intenté abordar de nuevo el tema de las conversaciones que había descubierto, pero su mirada reflejó una mueca de repugnancia.

              —Maldita sea, Laila, ¿otra vez con lo mismo? —preguntó con desgano, mientras peinaba su larga barba al momento de entrelazarla con los dedos; yo observaba cómo se la enredaba frente al espejo sin siquiera mirarme.

              De cualquier modo, sentía que no era validada. Necesitaba que me entendiera, así que me posicioné delante de él.

              —Yo necesito hablarlo. No puedo hacer el amor contigo si sigo recordando aquellas conversaciones que tuviste con esas mujeres —reproché, y un suspiro lleno de dolor escapó de mis labios—. Me ha dolido mucho que me hayas sido infiel. Siendo así, quiero que resolvamos esto como dos personas adultas.

              Mi sinceridad le provocó un bufido de frustración que silenció cualquier respuesta, incluso la más mínima verdad. Su mirada parecía arrojarme dardos, como si mis palabras fueran una afrenta para él.

              —Es que, de verdad, ni siquiera sé de qué mujeres me hablas y sigues insistiendo en el mismo tema. Eres demasiado obsesiva, o tal vez seas paranoica, ¿no crees? Te quiero mucho, de verdad. Pero tus constantes problemas mentales se vuelven cansinos para mí. —Apartó su copa de vino y la depositó con suavidad a un costado. Luego, con su ropa en mano, se encaminó hacia el dormitorio.

              Cerró la puerta de golpe, la cual hizo un eco en el silencio del ambiente. Su actitud me impulsó a actuar de inmediato; sin titubear, la abrí de un tirón y me adentré en la habitación, dispuesta a enfrentar la situación sin rodeos.

              —¡Yo misma las vi! —sentí su descaro frente a mis narices—. ¡Deja de negarlo, Roberto!

              —Dices que a ti te duele que te sea infiel, pero a mí me duele cuando me acusas de cosas que no son ciertas. Habíamos quedado de vernos aquí para tener sexo y reaccionas con tanta exageración. Me decepcionas, Laila Nora —dijo en un tono engorroso e indiscutible al escucharme con valentía.

              Nunca faltaba que Roberto Fausto me hiciera sentir como si tuviera defectos por los cuales nunca iba a serle suficiente. En mis ratos de soledad, me sumergía en pensamientos turbulentos: «¿qué hice mal? ¿Y si hubiera sido más complaciente, como siempre quiso que fuera?». Sin embargo, en esa ocasión, no estaba dispuesta a dejarme manipular. Quería dejarle claro que no podía volver a mentirme.

              —¡Estoy harta de tus mentiras! —exclamé, con un desasosiego que me invadía por completo—. ¡Eres muy hipócrita!

              —¿Ves? —Alzó el humo del cigarrillo en el aire—. Por esas actitudes suelo alejarme de ti. No me sorprende que ningún hombre te ame.

              —Te estás incluyendo. —Lo señalé—. ¿Ya no me amas? ¿Es eso lo que estás insinuando?

              —Por Dios, ¿tengo que repetirte una vez más que te amo? Si realmente me vieras con la otra —expresó con una ceja alzada y desafiante—, no puedo imaginar cómo reaccionarías.

              —¿Tienes otra mujer? —inquirí con sobresalto.

              —¡La paranoica te dicen! —replicó con brusquedad, al mismo tiempo que erguía las manos y los brazos con un gesto insolente.

              —Ahora resulta que soy «la paranoica». Roberto, ¿no te das cuenta del daño que me estás causando?

              —Siempre tan intensa. —Frotó las sienes—. Lamento que te sientas así, es solo que a veces me recuerdas a las locas de mis ex.

              —¿Crees que estoy loca por preguntarte si tienes otra mujer? —interrogué con desazón.

              No sabía si concederle la razón, pero siempre dejé las puertas abiertas a mis dudas, ya que anhelaba conocer la verdad. Con un nudo en la garganta del tamaño de una isla, sentía cómo mi voz destilaba tristeza, cada vez más quebrada por culpa de sus palabras. Era evidente que Roberto tenía el poder absoluto en la conversación.

              —Pienso que eres insegura y controladora —afirmó, manteniendo su rostro inalterable como una máscara.

              En esos momentos, me encontraba hipnotizada por el vacío que veía reflejado en sus ojos, como si fueran tinieblas. A pesar del miedo que me invadía al enfrentarlo, era incapaz de detenerme, pues sentía una fuerte corriente de impulsos que fluía en mi interior.

              —Claro, incluso después de ver que coqueteabas con otras mujeres, especialmente con esa tal Sofía —respondí con sarcasmo, hilando mis palabras con una ironía punzante.

              Estresado, se golpeó la frente con la palma de la mano.

              —Eres tan celosa, solo es una amiga. Deberías considerar hablar con un psicólogo acerca de tus problemas de confianza. En serio, creo que podría serte útil. Incluso podrían recomendarte medicamentos —expresó, soltando un suspiro cargado de hastío.

              La rabia y la tristeza se enroscaban en mi ser mientras mordía mis labios para contener el nudo en mi garganta. Aquella conversación la manipuló a su antojo, pero dentro de mí creó conflictos negativos e innecesarios, de esos que oscurecen los días y los vuelven ásperos. No existía ninguna fórmula mágica que pudiera hacer que Roberto aceptara la verdad.

              Pude darme cuenta de que el mundo entero podría darte la espalda, pero el ser a quien más crees que amas, no. Todos, menos esa persona. Es un sentimiento desgarrador, como si se hubiera muerto alguien a quien quisieras, aunque la única diferencia es que con la muerte vas asimilando la pérdida, y con la traición, el olvido se hace eterno mientras te desgastas cada día.

              —Dime, ¿acaso no tengo el derecho de defender mi percepción, de afirmar con certeza lo que mis ojos vieron que hiciste? —cuestioné, con mi ceño fruncido que revelaba una determinación inquisitiva.

              —Tú misma me instaste a resolver esto como "dos personas adultas". Sin embargo, lo único que logro comprender después de esta estúpida discusión es que estás viendo la situación solamente desde tu propia perspectiva, y lo peor de todo es que exageras e inventas tonterías. Dime, ¿quién es la que invalida la percepción entre los dos? —emitió esas palabras con la misma maestría con la que solía arrojarme la culpa, como si fuera un malabarista que lanzaba sus acusaciones en el aire—. Ah, ni más faltaba, resulta que tú puedes defender tu punto de vista, pero yo no. Eso es egoísta.

              —Ya veo que te cuesta trabajo comprenderlo. Espero que vuelvas a ser el mismo de antes.

              —La que no lo comprendes eres tú; de hecho, estás a años luz de hacerlo. Es sencillo pensar que fueron conversaciones normales las que tuve con ella, nada que ver con lo que imaginas. —Comenzó a meter su ropa en el armario con desdén, como si mi presencia ya no tuviera ninguna relevancia para él.

              Sus artimañas ya me habían hostigado y dejado sin aliento.

              —Respóndeme algo, Roberto, ¿por qué has cambiado tanto? —inquirí, anhelando emanciparme de las turbias corrientes de la incertidumbre de una vez por todas.

              Frunció ligeramente el ceño y su rostro manifestó una expresión de perplejidad, como si no entendiera la razón detrás de mi pregunta.

              —¿De qué hablas? Siempre he sido el mismo, Laila. ¿Ves? A veces mencionas cosas que no tienen nada que ver con nuestra conversación —dijo, al tiempo que su semblante mostraba una mueca de indignación.

              —Desde hace tiempo he querido que me respondas esa pregunta con sinceridad, pero siempre me respondes lo mismo. No, Roberto, tú no eras así. Antes te sentías alegre e incluso decías que yo animaba tus días... Y ahora, ¿dónde está el hombre que conocí? —expresé con tristeza, buscando respuestas en su mirada.

               —Ya dijiste, eso era antes; sin embargo, siempre he sido alguien vacío. No he cambiado, Laila, esas son tus ideas. Que seas tan posesiva y no entiendas algo tan básico como que manejo una empresa grande que me genera estrés, es asunto tuyo —concluyó y terminó de ordenar su ropa con peor humor.

              —Tú solías decirme cosas bonitas, eras atento, cariñoso y abierto. Pero ahora, cuando trato de que compartas algo importante de tu vida, pones excusas y te vuelves hiriente. Nada de lo que hago parece ser suficiente para ti. Antes, no me dejabas de hablar por días como si nada hubiera pasado. Todo esto me duele enormemente. ¿Jugabas conmigo, verdad?

              —¡Ay, mira, ya! —Resopló con un ademán malhumorado—. Sabes qué, veo que con esa actitud de niñita berrinchuda no vas a llegar a ninguna parte. Yo te tomé en serio y sigo haciéndolo; de hecho, eres la mujer a la que más he amado, pero ¡solo piensas en ti misma! Tu mundo es solo tú, tú y tú.

              »Por nuestro bien, creo que deberías reflexionar más antes de hablar; debes aprender a actuar de la manera más correcta posible, te lo digo por tu bienestar, de verdad. Juro que no quiero fastidiarte con todo lo que te he dicho, pero eres tú quien ha cambiado. —Giró sus ojos en señal de mal humor y soltó un refunfuño.

              Había ocasiones en las que me cuestionaba si poco a poco perdía la razón, si tenía fundamentos para creer que mi comportamiento era bastante inmaduro.

              «Quizás soy yo quien está formulando suposiciones sin tener un conocimiento real de lo que está sucediendo», pensé, envuelta en una profunda incertidumbre.

              Aunque otra vez percibí que algo no marchaba bien, no pude fingir como si nada sucedía. ¿Cómo era posible que él siempre fuera perfecto y yo era la única que parecía tener problemas mentales?

              «Puede que al expresarle claramente mis pensamientos, él pueda comprender por qué veo las cosas de esta manera», pensé una vez más, y consideré que era necesario confrontarlo de nuevo.

              —Lo que más me sorprende de esta discusión es que te hayas desenamorado tan rápido al ver que tengo defectos, como si yo hubiera cambiado completamente. —Me senté en la cama y con mis manos enjugué las lágrimas que surcaron mis mejillas—. Pero ¿sabes qué más? —Fijé mi mirada directamente en sus ojos—. Yo nunca dejé de amarte, a pesar de que tú sí lo hiciste conmigo.

              Porque, si hubiera estado en su lugar en vez de haber experimentado tantos cambios al notar mis imperfecciones, habría sentido aún más deseos de reconectar con el ser humano del que me enamoré. Sin embargo, era evidente que no éramos los mismos, y esa misma diversidad acentuaba nuestras diferencias de manera significativa.

              —Esas son solo ideas tuyas. Nunca he coqueteado con ninguna de ellas. Las únicas pruebas que tienes son tus creencias extremistas, nada más —afirmó, sin dejar de insistir en que estaba loca.

              —¿¡Acaso necesito tener las pruebas en mis manos!? ¡Todas esas conversaciones las tienes en ese celular! —exclamé y señalé su dispositivo con irritación.

              —Me da vértigo cada vez que te pones en ese plan de gritarme. ¿Lo sabes, cierto? Pregunto porque últimamente parece que no me conoces en absoluto. Si estuviera en tu lugar, mantendría la impasibilidad. Por si no lo entiendes, me refiero a que te calmes. Eso te ayudaría a cuestionar mejor tus conflictos de inestabilidad.

              —¡Mi novio me ha sido infiel y me pide que me calme! —exclamé entre carcajadas histéricas—. ¿Hay algo más que desees? Es increíble tu cobardía.

              Haberle dicho eso desencadenó un embrollo de difícil manejo en el control de sus emociones. Su semblante reflejaba una sensación de amenaza, como si hubiera caminado en un campo minado.

              —Mentirosa, mentirosa y mentirosa, ¡ya cállate! —vociferó con furia desbordante.

              En un arrebato de ira, apretó mis brazos con fuerza y dejó marcas rojizas en mi piel. Me empujó con violencia hacia la cama, disfrutando con deleite la crueldad de verme derrumbada.

               —¡Cierra esa boca que vamos a tener sexo! —exigió con una autoridad implacable; desabrochándose el cinturón.

              Se bajó los pantalones y comenzó a tocarme sin mi consentimiento; cada roce era una agresión que sentía como una herida en mi cuerpo. Llamarlo cruel sería quedarse corta.

              —¡No quiero, Roberto! Déjame ir. —Forcejeaba desesperadamente, mis brazos luchaban por apartarlo de mí, y sollozaba sin consuelo en la fría y desolada cama.

              —Tranquila, Laila, todo estará bien. Sé que te duele, pero a mí me gusta.

              Estaba perturbada y no se detenía en penetrarme, hasta que extraje la última gota de lágrima de mi rostro. Sentí como si mi alma se hubiera secado.

              —Te juro que no te reconozco. —Me despojó de su cama con sus brazos después de arrojarme al peor abismo que jamás había experimentado—. Vete de mi departamento.

              Hundí mi rostro y me sumergí en la oscuridad que proyectaba su mirada retadora y cargada de burla. En sus ojos, encontré la ausencia de empatía, como si fueran dos pozos vacíos que absorbían cualquier rastro de humanidad. Mi piel, erizada y pálida como el mármol, revelaba el frío gélido que se había apoderado de mí. Mi corazón, en un frenético compás, latía con la angustia de una melodía triste y desgarradora. No sabía cómo procesar lo que acababa de suceder ni qué sentir hacia Roberto Fausto, pero, sobre todo, hacia mí misma. ¿Qué había quedado de aquella mujer llena de vida y sueños? ¿En qué ser sombrío y roto me había convertido después de ese acto brutal de violencia?

              Con el corazón hecho añicos y la fragilidad en cada latido, obedecí su mandato y abandoné su departamento. Caminaba por las calles en soledad, envuelta en un manto de temor y desamparo. La sombra de aquel acto degradante se cernía sobre mí, y sentía el peso abrumador de enfrentar a la justicia con una herida tan profunda. Aquella experiencia se grabó en lo más oscuro de mis recuerdos y dejó una marca indeleble en mi alma. Juro que fue el episodio más traumático que viví, una pesadilla que parecía no tener fin.

              Al llegar a casa, mi madre me recibió con preocupación en su rostro y me interrogó sobre qué me había sucedido y por qué llegaba tan tarde. No pude articular palabra alguna y, sin responderle, me dirigí directamente a mi habitación en busca de refugio en el silencio de mi propio espacio. Allí, dejé que las lágrimas brotaran sin control y bañaran mi rostro en un torrente de dolor y angustia. No podía contarle la verdad, pues temía enfrentar su juicio y el bulto de su mirada repleta de decepción. Solo yo conocía verdaderamente la oscuridad que habitaba en el corazón de Roberto, y prefería mantener ese secreto en solitario.

              Sin ningún motivo aparente, él arreció mis días con su absoluto silencio y los convirtió en una rutina que me hizo perder paulatinamente el vigor. Decidí visitarlo en su lugar de trabajo, pero pasaba de largo como si fuera invisible. Siempre estuvo inmerso en llamadas, reuniones y problemas con sus empleados, yo me sentía más insignificante que una vieja escoba en una casa abandonada. Cada vez que él me mostraba indiferencia, sentía un vacío inmenso que me arrollaba, como si el frío de un iceberg hubiera congelado la boca de mi estómago. La desesperación por saber de él se acrecentaba y deseaba tenerlo de vuelta lo más pronto posible.

 La desesperación por saber de él se acrecentaba y deseaba tenerlo de vuelta lo más pronto posible

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El arrebato de mi inocencia [COMPLETA]Where stories live. Discover now