Capítulo V

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Un encuentro inesperado

—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! —La desesperación la inundaba y repetía esas palabras una y otra vez, como si con ello pudiera traer de vuelta a su hija.

              La escena era tétrica, donde la sala se sumía en un silencio sepulcral, solo interrumpido por el sonido de los relojes antiguos que colgaban de las paredes y los desgarradores gritos de Teresa. Mi hermana yacía en la mesa, con su cabeza apoyada sobre un mar de jarrones repletos de plantas, inmóvil como una muñeca de porcelana. La luz que se filtraba por las ventanas era opaca y gélida, como si el sol hubiese decidido negar su brillo en aquel lugar y en esa tarde sombría. La figura de Kendall se alzaba en un ángulo extraño, como si un enemigo invisible la hubiera derrotado en combate.

              Teresa, con sorpresa dibujada en su rostro, expresó:

              —¡Y yo que soy la vieja no me desmayé!

              Ella soplaba el viento hacia la inerte figura de Kendall, desesperada por infundirle vida. Con un papel arrancado de sus recibos de compras, intentaba insuflarle más aire, como si la magia pudiera devolver la vida a su cuerpo. Sin embargo, el rostro de Kendall permanecía pálido, sin mostrar señales de respuesta, mientras el silencio opresivo a su alrededor acrecentaba el miedo que nos envolvía a ambas.

              —¡Chu! ¡Revive! ¡Fu-fu! —prosiguió—. ¡Eres la única inteligente en esta casa! ¿¡Quién me va a dar dinero en el futuro!?

              Observé a mi hermana detenidamente y noté que solo presentaba pequeñas heridas en las manos y un abultamiento en la cabeza, lo que atribuimos al golpe que sufrió al desmayarse. Con cuidado, giré su cabeza hacia mí y comencé a sentir alivio al verla abrir los ojos lentamente.

              —¡Madre de Dios! ¡Yo sabía que Diosito no me defraudaría! —exclamó mi genitora, realizando un gesto con las manos, como si estuviera agradeciendo a un ser divino—. ¡Bendito seas!

              —¿Qué pasó? —preguntó Kendall, curiosa por la situación.

              —Te desmayaste —le dije—. ¿Te sientes bastante mal? ¿Te llevo al médico?

              —No, no quiero. Me estoy sintiendo bien. —Con delicadeza, llevó sus dedos a la frente y comenzó a masajearla suavemente, como si quisiera aliviar alguna molestia o tensión que allí se alojara.

              Después del susto, nos tranquilizamos y llegamos a la conclusión de que no era necesario llamar a un médico. Le recomendamos a Kendall que bebiera mucha agua y le aseguramos que estaríamos allí para ella si necesitaba algo más.

              Con pesar, tomé el celular entre mis manos para responderle a Eduardo. Mis ánimos no estaban en su mejor momento y la idea de corregir la ortografía de mi mensaje parecía trivial en comparación con las preocupaciones que me atormentaban.

Eduardo envió un mensaje a las 06:32 PM

Holaaa

Tienes una sonrisa muy hermosa 🤭 me va a dar un ataque al corazón si sigues mostrándomela, preciosa.

¿Cómo estás, linda? 😍✨

Enviaste un mensaje a las 06:40 PM

Jujm,. Pero qué tanta puntualidad tienes , eh amigo. Debe ser porque..... eres bien leal                    con tus amig@s , yo que se, quizá también soy así y por eso crea lo mismo en ti....

Estoy bien gracias

Eduardo envió un mensaje a las 06:41 PM

Ansio hablar contigo por webcam, ¿podríamos? ❤️🤔

Enviaste un mensaje a las 06:50 PM

y eso amigo?

Eduardo envió un mensaje a las 06:50 PM

Por favor, acepta 🥺💕 quiero que nos veamos y sigamos hablando.

Enviaste un mensaje a las 07:00 PM

Deja que me desocupe de algunas cosas y la hacemos jehe

Eduardo envió un mensaje a las 07:01 PM

😍😍😍😍💖💖💖💖

Te espero, hermosa 🙈 sdkgasjnjvk

(Sticker de un gato sonrojado)

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              Con naturalidad, accedí a la videollamada con Eduardo. El nerviosismo se apoderó de mí al ver su rostro, tan sonrojado y sonriente, a través de la pantalla. Su mirada me envolvía como si fuera la única persona en el mundo que le importaba en ese momento. Sus pausas eran prolongadas, pero al fin y al cabo, era evidente que su atención estaba centrada en mí. Me encantó su forma de hablar sobre sus gustos, su manera de expresarse, y me sentí afortunada de tenerlo tan cerca a pesar de la distancia.

              Transcurrieron quince días en los que nos deleitamos compartiendo nuestras historias de vida a través de videollamadas y chats. Incluso en la universidad, nuestra amiga Desirée era cómplice de nuestras charlas. Eduardo quedaba extasiado al escuchar mis conocimientos y opiniones, como si hubiera encontrado en mí una fuente inagotable de fascinación y admiración. Sus atenciones hacia mí eran delicadas, desde sus chistes que arrancaban mi risa hasta los pequeños detalles como regalarme dulces o invitarme a comer en restaurantes cercanos al campus. Yo, por mi parte, no podía evitar confiar en él y contarle mis secretos más profundos, aunque siempre mantenía cierta cautela. Después de todo, no podía descartar la posibilidad de que todo fuera solo una artimaña para jugar con mis sentimientos. Los demás pretendientes, alejados por culpa de Roberto, no hacían más que acosarme con mensajes vulgares y sexuales, salvo Eduardo, quien me hablaba con emoción y sin segundas intenciones. Era un oasis de tranquilidad en medio de un mar de inquietud.

              A través de la aplicación de mensajería, confié a Desirée el final de mi relación con Roberto, sin ahondar en los pormenores. Ella, aunque vislumbró una pizca de buena nueva, se empeñó en brindarme su apoyo y confort.

              Por otro lado, Roberto pareció desaparecer del mapa tras el término de nuestra historia. A través de las redes sociales, se dejaba ver con Sofía, donde sonreía y aparentaba una vida de ensueño. Yo, por mi parte, evité toda tentación de contactarlo, prefiriendo nutrirme de información sobre relaciones tóxicas y manipuladoras.

              Leer acerca de personas abusivas fue como adentrarme en un laberinto oscuro, en el que cada página se sentía como una pared que me cerraba el paso. Sin embargo, aunque el camino era difícil, no pude evitar seguirlo con determinación. Cada página era una revelación, una nueva luz que iluminaba mi camino. Aprendí a reconocer las señales de un abusador, a detectar las mentiras, a protegerme a mí misma.

              El día era espléndido, con un sol radiante que iluminaba el ambiente y una brisa fresca que mecía las ramas de los árboles y producía un suave crujido en ellas. Entre todas las salidas a las que Eduardo nos había invitado, Desirée y yo aceptamos su propuesta de ir a un centro comercial. Él había hecho un esfuerzo considerable para llevarnos allí, ya que su hogar estaba lejos del lugar. Era un espacio de dimensiones enormes, repleto de tiendas y puestos que ofrecían helados, calzado y accesorios a precios accesibles.

              Mientras compartía mi tiempo con Eduardo y Desirée, me percaté de que cada día el dolor se desvanecía gradualmente. Incluso comencé a mejorar un poco en mis calificaciones, resultado de haber superado las penas que me aquejaban. Sin embargo, aún había momentos en los que mi corazón y mi estómago seguían sintiéndose pesados, como si cargaran un peso insuperable. En definitiva, lograba un equilibrio imperfecto, una mezcla de dolor y alivio.

              —¡En serio, chicas, soy muy inexperto! —exclamó Eduardo con entusiasmo, tratando de convencernos de algo que aparentemente era importante para él.

              Desirée, con su curiosidad innata, desafió los límites de la conversación al sacar el tema de la sexualidad. Eduardo, a pesar de su expresión incómoda al inicio, intentó mantener el equilibrio en la conversación para no herir susceptibilidades.

              —Pues ten cuidado, Laila, porque un hombre que no sepa cómo complacer a una mujer en la cama es un hombre que, o tiene el pene pequeño, o es de bajo valor. —Encogió sus hombros—. O sea, equis, ¿a poco no notas cómo trata de seducirte de una manera tan inexperta?

              —¿Crees que me importa el tamaño de su aparato reproductor? ¿Crees que me importa si es un experto? Qué poco me conoce mi mejor amiga. Como si mi cerebro estuviera colgando de mis órganos genitales —la confesión brotó de mi boca con un tono de indignación que no pude contener.

              —Yo solo te estaba dando un consejo muy realista, Laila. A mí los hombres todavía me buscan porque saben que, como yo, ninguna otra se los hace, además de que mi belleza nunca falla. Tú no lo entiendes porque en tu vida solo has estado con uno.

              Eduardo arrugó el ceño y desvió su mirada hacia el costado, manifestando su descontento con una mueca de insatisfacción y desaprobación. Podía comprender su reacción; Desirée se había excedido en sus comentarios acerca de él y debería haberse contenido un poco más.

              —¡Mira ese vestido, me encanta! ¡Allá! —Boquiabierta, me pellizco y señaló con el dedo uno de sus vestidos favoritos en la tienda del almacén.

              La indiferencia de Desirée hacia mis sentimientos en relación a mi sexualidad y la de Eduardo me provocó una profunda irritación.

              —No trates de cambiarme el tema cuando sabes que tus comentarios estuvieron fuera de lugar —manifesté mi descontento.

              —¿Y qué quieres que te diga? ¿Que el hombre de tus sueños es aquel que viste túnica blanca y se entrega con devoción a Dios? No mames, busca a otra amiga en ese caso. —Se llevó la mano a la frente en un gesto de frustración, moviendo la cabeza de un lado a otro, dejando en evidencia su profunda decepción.

              —No, pero tampoco se trata de...

              —Sí, sí. —Me interrumpió apresurada y salió corriendo hacia la tienda.

              En aquel instante, se fue tan absorta en sus pensamientos que la perdí de vista en un abrir y cerrar de ojos.

              Él dejó escapar un suspiro que parecía desgarrarle las energías. Me miró con una mirada sombría y me habló con una voz ronca y apagada:

              —Desirée a veces habla mucho, ¿no?

              Y se adelantó unos pasos con el semblante ligeramente perturbado, como si los vientos de la incomodidad hubieran soplado en su dirección.

              —Comprende que ella dice las cosas tal cual las piensa, sin detenerse a analizarlas —aclaré—. Si en estos momentos no prefieres tener relaciones sexuales, estás en todo tu derecho. Nadie puede obligarte a tenerlas, así que no le des importancia a lo que diga.

              Después de lo que le expliqué, su mirada firme y segura denotaba una fuerza interior que se negaba a flaquear ante los comentarios de mi amiga. A pesar de todo, mantuvo su compostura y tragó saliva antes de hablar.

              —Es cierto. No debo darle importancia a lo que la sociedad piense respecto a mi sexualidad. No soy más ni menos hombre con o sin una larga trayectoria de experiencias. —Su actitud demostraba que no permitiría que nadie lo hiciera sentir menos.

              En tanto me invitó a un gran helado en plato, Teresa pasó por nuestro lado en compañía de sus amigas. Luego, en una esquina cercana a la parada de taxis, se despidió de ellas y nos dirigió una mirada nociva. Eduardo y yo permanecimos allí de pie mientras ella nos observaba con ojos llenos de rencor durante unos cinco minutos, hasta que finalmente tomó un carro público y se fue a la casa. Yo intenté ignorarla, pero Eduardo no dejaba de mirarla de vez en cuando. Era una molestia para mí tener que estar siempre pendiente de ella.

              —¿Observaste cómo esa mujer nos ha mirado? No me da buena espina —dijo Eduardo, con cierto recelo en su voz.

              —Sí, es mi madre. Es bastante complicada y prefiero evitar contacto con ella —mencioné simultáneamente mientras degustaba cada bocado de mi exquisito helado dulce.

              De repente, Desirée regresó a nosotros cargando dos bolsas llenas de ropa.

              —¡Chavos, miren! ¡He conseguido los vestidos perfectos para mis fotos edgy con los hombres que me gustan! —exclamó con entusiasmo.

              —Me alegro mucho por ti, Desirée —respondí, mientras la veía revisar sus nuevas adquisiciones.

              Ella continuó hablando, emocionada:

              —De verdad, si volviera a tener una relación con un sugar daddy, le pediría que me comprara toda la ropa del almacén.

              Prosiguió a seguir examinando con pasión las prendas que había comprado, mientras Eduardo carraspeaba con disimulo y se acercaba lentamente a mí.

              —Y dime, ¿a dónde te gustaría que fuéramos en nuestra próxima cita? —preguntó él, con una chispa de emoción en sus ojos.

              Pero yo tenía otra idea en mente.

              —No, Eduardo. Ahora te toca a ti recibir una invitación de mi parte. Quiero que sea justo para ambos y tomarlo como un gesto de agradecimiento por haberme hecho reír tanto estos días —dije con decisión, mientras él parecía sorprendido.

              Vi cómo su sonrisa se expandía de inmediato.

              —¡Claro que sí! —exclamó con entusiasmo, tapándose la boca con las manos por la alegría de ser invitado.

              Desirée lo miró con una expresión excéntrica.

              —Ay, Eduardo, se nota que hace mucho que no tienes novia —soltó, y sopló su mechón de pelo—. Vámonos ya, chavos.

              Pero Eduardo decidió no quedarse callado.

              —Y tú se nota que no has conocido a un buen hombre —respondió con seriedad, clavando su mirada en ella.

              Desirée bajó la cabeza enfadada.

              —Ya, Eduardo, no le hagas caso —le dije, logrando así apaciguar la situación.

              Caminamos juntos hacia la parada de buses, mientras el sol se ocultaba lentamente detrás de los edificios. Eduardo tomó mi mano, con dulzura depositó un beso en ella, y me elogió con suavidad: «fue linda tu compañía». Un escalofrío recorrió mi cuerpo al sentir la ternura de sus palabras y su gesto de despedida.

              Después de despedirnos, cada uno tomó su camino: Desirée en un taxi, Eduardo en el coche de su hermana y yo en un bus. A través de la ventana, atisbé las luces de la ciudad parpadeando en la oscuridad, mientras reflexionaba sobre todo lo que había sucedido durante el día.

              El ambiente en la sala era tenso y opresivo, como si una tormenta se hubiera desatado en aquel espacio. Los ojos de mi madre ardían con una furia incontrolable, y su mandíbula apretada dejaba entrever su frustración contenida. Me acerqué a ella sintiendo un dejo de estremecimiento perceptible en mi actitud.

              —¿Quién es ese chico y qué se supone que hacían en un centro comercial? —me preguntó con voz ronca.

              Tragué saliva y respondí con voz temblorosa:

              —Un amigo.

             Pero su rostro se contrajo en una mueca de esquivez, como si no creyera ni una palabra de lo que decía.

              —Ridícula. Por lo menos deberías responderme un poco más, si no me quieres decir ya es tu problema —contestó, mostrando su disgusto en la voz.

              —Ridícula usted. Parece enferma yendo a vigilarme —respondí con un atisbo de valentía.

              Entonces, su expresión se tornó amenazante y un grito ahogado salió de sus labios.

              —¿¡Cómo me dijiste, idiota!?

              La tensión en sus agresiones se podía cortar con un cuchillo, y temí lo peor.

              Su mano se cerró como una garra sobre mi cabello, tirando de él con fuerza y sin piedad. Un dolor agudo recorrió mi cabeza cuando mi cráneo chocó contra la fría pared, y sentí cómo mi cuerpo temblaba de miedo e impotencia ante la violencia que estaba sufriendo. El sonido del golpe retumbó en la sala, como una melodía disonante que rompía la calma y dejaba en su lugar el eco de la brutalidad.

              —Te voy a matar si no me respondes, bazofia —amenazó mientras sentía como si mi cráneo fuera a estallar en cualquier momento—. No tienes idea de hasta dónde puedo llegar... ¡Respóndeme! ¡Ah, deberás que eres una puta cobarde!

 ¡Respóndeme! ¡Ah, deberás que eres una puta cobarde!

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El arrebato de mi inocencia [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora