Confesiones a la luz de la luna

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—¿Podemos hablar?— Albedo dejó reposar el lápiz entre las páginas de hermosos bocetos monocromáticos para después cerrar el libreto, dar media vuelta y encarar a Kaeya.

—Por supuesto— su voz sonaba calmada, sin embargo, se sentía ansioso por recobrar aquella tranquila soledad que le acababan de arrebatar.

—Klee te estaba buscando, quiere pasar tiempo con su hermano mayor.

—Iré a jugar con ella en cuanto termine de plasmar estas vistas.

—Un paisaje magnífico, sin duda.

Kaeya avanzó hasta detenerse al borde del acantilado. Albedo observó en silencio como se sentaba, agitando las piernas cual niño pequeño en el aire, sin miedo de caer al vacío. Negó con la cabeza, una pequeña sonrisa atisbó en sus labios sin que él se percatara. Procedió a tomar asiento a su lado, abrazando el cuaderno contra su pecho y mirando fijamente el vasto horizonte frente a ellos.

—Lamento mi comportamiento de estas últimas semanas— Kaeya carraspeó, sin atreverse a mirar al otro hombre.

—No tienes que disculparte. Fui insensible contigo, por lo que entiendo que quisieras evitarme. Y tampoco fui muy claro con lo que buscaba, simplemente di por hecho que lo sabías.

Dos meses habían pasado desde que comenzaron a acostarse. Todo empezó una fría noche de invierno con Albedo presentándose en su despacho. Aquella noche había decidido aprovechar el insomnio para adelantar papeleo cuando la presencia del alquimista lo sorprendió. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue la propuesta que este tenía pensado hacerle. De un momento a otro, aquel papeleo que tenía pendiente adoptó una segunda posición en su lista de prioridades.

Ambos cruzaron miradas, cada uno perdiéndose en el azulado tono del contrario. Fue Kaeya quien rompió el contacto tras largos segundos, mirando las aves que se alejaban volando entre las islas con una expresión difícil de interpretar.

—Fui totalmente sincero sobre mis sentimientos— su voz era un susurro apenas audible.

—Lo sé, y siento no poder corresponderte.

Albedo no mentía. Un mes bastó para comprender que él también albergaba sentimientos por el mayor, sin embargo, su situación le impedía establecer relaciones en Mondstadt. Siendo Klee la única excepción y el principal motivo de su confinamiento en Espinadragón. Había estado luchando desde que llegó a aquel páramo helado para encontrar una cura para sí mismo, para impedir el propósito de su existencia. No había tenido éxito hasta el momento y tampoco sabía si lo tendría de cara a futuro.

Aquella era la razón por la que había rechazado a Kaeya.

—¿Te molesta que te acompañe mientras terminas el boceto?— inquirió Kaeya dejándose caer de espaldas sobre el césped.

Se acomodó sin esperar respuesta. Su rostro expresaba serenidad. Su ojo se encontraba cerrado tras largas y oscuras pestañas como la noche. Aquel ojo cuyo iris resplandecía con el brillo de miles de estrellas. Su cabello azabache danzaba guiado por el viento, acariciando sus suaves facciones en un vaivén continuo y rozando sus carnosos labios de vez en cuando. Su respiración acompasada indicaba que se había quedado dormido. Un cristaloptero encontró su camino hasta la nariz del capitán, posándose gracilmente, causando que su rostro se contrajera en una tierna mueca, fruto a las cosquillas que el insecto debía producirle. Era una vista hermosa, pensó Albedo. Una vista que merecía la pena plasmar en papel.

Sin apenas pensarlo, comenzó a trazar el contorno del otro hombre con rápida destreza, temiendo que el cristaloptero emprendiera el vuelo en cualquier momento. Siempre le había gustado dibujar a Kaeya. Las páginas de su libreto eran partícipes de ello.

Confesiones a la luz de la luna (Kaebedo)Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon