22. Thranduil

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Bilbo acabó perdiendo la cuenta de todas las veces que entró, se arrastró y salió por ese agujero. Apenas podía cargar con unos cuantos alimentos por aquel estrecho conducto, por lo que tuvo que repetir la acción muchas veces hasta conseguir víveres suficientes para alimentar a todos los hambrientos enanos.

Nori y Bombur seguían dormidos, pero no parecían encontrarse en las garras de ninguna pesadilla, pues los dos sonreían con respiraciones acompasadas. Por lo menos aquel sueño encantado les había hecho olvidar las penurias en las que se encontraban.

Aquella noche, con el estómago medio lleno y sin ninguna pista del paradero de sus dos compañeros, decidieron descansar bajo el cobijo de los árboles, a una distancia prudente del palacio de los elfos, ocultos para que ningún vigilante de esta raza los encontrara. Al día siguiente, con energías renovadas, comenzarían la búsqueda, pues ahora poco podían hacer con el lamentable estado en el que se encontraban sus, apenas, recuperados cuerpos. Bilbo rezó para que ni Thorin ni Iriel se encontraran en peligro, sin sospechar que se encontraban más cerca de lo imaginado.

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Los guardias del rey elfo recorrían cada pasillo de aquel esbelto palacio. Sus fugitivos no podían haber ido muy lejos, era imposible que hubieran burlado la seguridad de sus puertas, por lo que debían de permanecer en su interior, escondidos en algún lugar insospechado.

Thranduil paseaba por el salón del baile, intranquilo. La música se había detenido y todos sus fieles súbditos le observaban sin mediar palabra. Al elfo pronto le incomodó ser el centro de todas las miradas, así que ordenó continuar con la celebración y decidió retirarse a sus aposentos. Caminaba herido en su orgullo, aquellos dos arrogantes seres habían descubierto su plan de utilizarlos y habían conseguido escapar ilesos. Habían burlado sus intenciones y ahora se encontraban en Eru sabe dónde, riéndose de su fracaso. Atravesó las alfombras doradas de su territorio, caminó bajo los tapices y los estandartes que exhibían exultantes los emblemas de su linaje. Pronto llegó a sus lujosos aposentos. Se acercó a sus amplios ventanales y abrió las hojas de par en par, dejando que el frío aire de la noche despejara su frustración y su rabia.

Se perdió entre la fecunda belleza de su jardín, disfrutando de la delicada textura de una sinfonía de aromas procedente de la mimada vegetación que allí crecía con armonía. Allí, sumido en sus pensamientos, se entregó a la sabiduría de Ilúvatar con la esperanza de que su creador le iluminara con alguna solución para conseguir lo que quería. Tenía que retener a sus prisioneros y averiguar sus verdaderas intenciones, algo le decía que ambos andaban envueltos en algún oscuro propósito que perturbaría la paz de aquellas tierras. Aquella pareja no había caído en sus dominios por casualidad. Además aquel príncipe altivo que ya se había ganado el privilegio de rey, siempre le había llamado la atención. Incluso cuando visitó por primera vez la Montaña Solitaria, tantos años atrás, sintió que los penetrantes ojos azules de aquel joven enano podían franquear la serenidad que los años le habían concedido a su cuerpo inmortal. Siempre había deseado que aquel enano que le miraba desafiante, sin que su título ni su nombre parecieran importarle lo más mínimo, se acabara doblegando ante él, reconociendo su superioridad.

Además ahora había otra cosa más. Aquella mujer...

En su larga vida había conocido todo tipo de mujeres: valientes, sumisas, tranquilas, tímidas, dulces, respetables, luchadoras, familiares... Mujeres con todo tipo de oficios, que se habían entregado a sus votos y a su familia. Pero nunca había conocido a nadie como ella, ella tenía fuego en su mirada, bajo la claridad de sus ojos cristalinos, ella tenía coraje en su corazón, determinación en su interior, un férreo espíritu de lucha y desde luego, nadie podía negar que también poseía una magna belleza.

Una identidad inesperada - HobbitDonde viven las historias. Descúbrelo ahora