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En el mismo tiempo que la cerré, mi corazón dio un vuelco. O quizá dos. Me latía más fuerte que nunca, cada latido me retumbaba en el oído.

Bajé las escaleras de dos en dos, de dos en tres, de tres en cuatro, me iba tropezando, pero no podía parar.

Justo cuando llegué al piso uno, mi madre se las había apañado para abrir la puerta de casa lo más rápido posible. Me gritó algo pero ni si quiera la oí. No me paré a prestarle atención, me daba ya igual lo que me dijera, quería huir de esa vida que ella me aportaba.

Abrí sin querer la puerta con tanta intensidad, que esta chocó contra la pared continua. Me asusté debido al ruido y eso hizo que bajase más rápido el último escalón que me separaba de la calle. Al salir, me encontré con una bocanada de aire caliente que me abofeteó la cara. Hacía muchísimo más calor de lo que hacía en casa. Todavía no me acostumbraba a la diferencia de temperatura que había en Lérida comparada con Huesca.

Miré hacia la izquierda, miré hacia la derecha. Volví a repetir este movimiento. No sabía que iba a hacer después de escaparme de casa, pero tenía que pensar rápido porque cada vez se oían más próximas las pisadas de mi madre al bajar los escalones de la escalera.

<El campo>.

Me dirigí corriendo hacia mi lado derecho, que había una calle cuesta abajo, y al final había un pequeño campo recubierto de huertos. No miré hacia atrás, mi mente estaba focalizada en cada zancada que daba para alcanzar la mayor distancia en el menor tiempo posible. Las mochilas pesaban y me dificultaban bastante a la hora de poderme mover con libertad, sobre todo la segunda mochila que estaba en la parte de delante, pero la cogí como si le fuera a dar un abrazo y eso me ayudó.

En apenas un minuto llegué a ese campo, y bajé el estrecho caminito lo suficiente para que no pudiera verme. Me deshice del peso tras la espalda al quitarme la pesada mochila, al igual que hice con la otra. Las dejé con cuidado en un agujero que había, y las tapé con cuatro pajas que me encontré al rededor. Todavía tenía que ir a por el resto de mis cosas.

Una vez de vuelta en el portal, se oía a mi madre con la vecina del primero hablar, sumando ruidos de llaves, golpes de puerta y algunos otros que no sabría diferenciar. No lo sé, yo me centré en subir sigilosamente escalón por escalón. A los once escalones, estaba a la izquierda la ventana del pequeño patio. La abrí muy despacio y fui dejando cada bolsa en el suelo para organizarme cómo llevarlas de manera que no me incomodaran para llegar hasta la recta final.

Pesaban muchísimo, y el calor del ambiente lo único que hacía era aumentar su peso algún kilo más en mi mente. Las cuerdas de las bolsas me cortaban la circulación de los dedos hasta el punto de dejarlos fríos, pero no podía parar a descansar hasta que no llegase al campo.

Una vez allí, tiré las bolsas en el suelo, al lado de las mochilas escondidas, y luego me tiré yo. Dejé descansar allí mi cuerpo sin importar la postura. De repente toda esa adrenalina y energía del momento, se disipó dando lugar a una lluvia interior asomándose por el lagrimal y terminando en una tormenta exterior. Por mucho que quisiera parar de llorar, no podía. No encontraba ese sol que necesitaba.

Mi mente daba vueltas, no me podía creer que hubiera dejado todo atrás. Me sentí libre, me quité de encima todo el peso que conllevaba haber pasado mi infancia con una madre alcohólica, con tendencia a drogas, ninfómana y con un trastorno de personalidad límite, y un padre con trastorno de bipolaridad. Con un solo movimiento, finalizaba esos dieciséis años nefastos, y daba comienzo a una mejor vida. Tenía la oportunidad de encontrar la felicidad, había renacido.

<Pero y ahora... ¿Qué?>.

No tenía nada, no tenía ningún sitio seguro en el que poder pasar la noche.

-¡Eh tu! ¡Noia!- me sorprendió gritando un anciano asomado en un balcón que daba la vista al campo. -¡Que no se llencen les escombraires al camp!- dijo super enfadado. -¡Com no la recullis trucaré als mossos!-.

No era muy buena con el catalán, hablarlo me costaba, pero entenderlo lo entendía, la gran mayoría. El señor se pensaba que estaba tirando basura al ver las bolsas, pero lo que no sabía era que no era basura, eran mis cosas.

-¡Que no es basura gilipollas! ¡Son mis cosas!- le contesté de malas maneras, del mismo modo en que él lo había hecho.

Automáticamente me sentí mal porque no me gustaba perder las formas con la gente.

El hombre se metió hacia su casa con un exagerado movimiento de cabeza, lamentándose, quise entender, la juventud de hoy en día, como todos los señores mayores.

De repente me vinieron a la cabeza mis amigas del barrio. Hacía nueve años que no las veía, pero si no se habían mudado sabía dónde vivían. Prácticamente, había pasado en sus casas más tiempo que en la de mi madre. Agnès, Ainhoa y Nadia se llamaban.

Cogí las bolsas y las mochilas y salí del campo por otra entrada que había, paralela a donde había entrado.

Había un hombre de unos aproximados cuarenta años de edad, descuidado, vestido con una camiseta que en un pasado suponía que era naranja, ya que tenía indicios por las costuras de ese color, pero ahora estaba sumido en la suciedad, tirando la camiseta a gris, y sumando cercos a la altura de las axilas a causa del sudor. Y unos pantalones cortos medio rotos por el roce de los años.

Su mirada me seguía, sus ojos se desplazaban al igual que yo lo hacía al andar, cada uno con una expresión de incógnita dibujada en la cara, quizá él porque le parecía raro ver a una cría salir del campo repleta de bolsas, con los ojos y los labios hinchados gracias a dedicar un buen tiempo a llorar, y yo simplemente por observarle.

Al poco arqueó una ceja.

-¡Nena!- me gritó.

Siete días y medioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora