Capítulo XVI: Retales rotos

176 28 15
                                    


14 de julio de 1789

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

14 de julio de 1789

Cuando llegó a su casa, aquel aroma que estaba presente desde que su madre enfermara, se había pronunciado. De hecho, la falta de aire corriente lo hacía incluso más pesado. Eugène odiaba ese olor: sabía lo que representaba.

Apenas entró, Margot salió de la estancia con lágrimas en los ojos.

—Quiere hablar contigo. —Se subió al colchón del salón y se tapó hasta las orejas con la manta descosida que había en ella.

Eugène suspiró. Tenía ganas de salir huyendo cuanto antes, no estaba preparado.

En los últimos meses se había esforzado en huir de ese hoyo, escapar de la realidad. La lucha; Nicolás; incluso el trabajo en el puerto... y Samir... le habían ayudado a distraerse. Lo cierto era que había estado perdiendo el tiempo. El pecho le oprimía con fuerza y vaciló antes de llevar la mano al picaporte.

—Hijo —susurró su madre—. Pasa, por favor.

Finalmente, accedió y cerró la puerta tras sí.

Había una vela encendida sobre la mesa y algo de ropa vieja tirada en el suelo. Eugène apartó una rata que intentaba servirse el banquete antes de tiempo y se sentó sobre la cama. Lentamente, su madre extendió la mano, fría, y él la sujetó con fuerza. En ese momento se sintió más débil que nunca. Sintió el miedo a perderla, a no haber logrado ayudarla.

—Mamá, lo siento... —rogó en un hipido—. Yo... debí esforzarme más...

—No es tu culpa, mi niño.

Se tumbó a su lado y la abrazó fuerte. Puso la cabeza en su pecho y se dio cuenta de lo lento que latía su corazón. Se estaba parando.

—No puedes irte, tenemos la medicación.

—Guárdala. —Tosió, lo que ralentizó aún más las palabras que surgían de ella. No solo eran lentas, sino que también pesadas, como si pronunciarlas supusiera un gran esfuerzo—. Tenéis que ir a Canadá, con tu padre.

A Canadá. Eso era lo que ella creía, que su padre había ido en busca de riqueza. Siempre fue una promesa en sus labios, sin embargo —y eso era lo que ella no sabía— su padre nunca salió de París. Fue acusado de robo y lo sentenciaron a la rueda. Él estuvo ahí mientras los niños cantaban canciones y la gente aplaudía. «Un ladrón menos», había dicho alguien. Luego llegó el frío y el Sena se convirtió en un bloque de hielo. Quizá era la venganza de los cielos. Eugène jamás se atrevió a contar lo sucedido. Mentir fue su forma de protegerlas.

—Mamá, la Revolución ha empezado. A partir de ahora...

—Prométeme que irás con tu padre —insistió ella.

Él la acarició. Sentía que los ojos iban a explotarle de un momento a otro y la garganta le ardía como si tuviera veneno en ella. Pero asintió. ¿Qué iba a hacer, si no?

—Cuidaré de Margot —Volvió a abrazarla fuerte, como si al sujetar aquel cuerpo endeble pudiera retener su alma. Ella posó la mano sobre su espalda a modo de consuelo. En aquel lecho Eugène volvía a ser un niño pequeño, asustado, que necesitaba a su madre junto a él. Deseó no haberla evitado los últimos días, haber estado a su lado. No haber sido tan cobarde.

—Lo sé —dijo ella, con un quedo hilo de voz—. Deja que Samir cuide de ti. Me hubiera gustado tanto despedirme de él...

Si le hubieran rajado el pecho y arrancado el corazón, no le hubiera dolido ni la mitad de lo que le dolió aquel golpe. Apenas hacía unas horas que había descubierto la muerte de su buen amigo, la muerte de la que él había sido responsable y que aún estaba asumiendo. De hecho, Eugène todavía estaba encajando todo lo sucedido. Y, ahora, antes de que pudiera reponerse, debía despedirse de la persona a la que más amaba.

Volvió a asentir. Volvió a mentir. En eso se había convertido. En un mentiroso.

Cuando la miró a los ojos, vio que las retinas se le habían secado y que los labios no mostraban el paso del aire.

—¡Enana! —gritó angustiado. Margot entró rauda y se tumbó junto a ellos, llorando desconsolada.

—Mis... Mis niños... —agonizó, una vez más, su madre.

Los dos se abrazaron a ella, derramaron lágrimas sobre su camisón y se impregnaron del hedor que Eugène tanto detestaba. Se quedaron así, sin soltarla, hasta que el cansancio los venció. Durmieron el resto de la noche arropados junto a ella. La mañana les descubrió abrazados a un cadáver.

En una ocasión, su madre le había dicho que el amor era como aquellas mantas que se cosían a base de retales. Cada persona aportaba un trocito de tela. Este podría ser más grande o más pequeño, pero siempre estaba. Y, cuantos más trocitos de tela tenías, más cálida era la manta que te abrigaba. Sin embargo, cada vez que una persona desaparecía, se llevaba ese trocito con ella. Y ahora, Eugène tenía frío, mucho frío. Faltaban demasiados retales.

 Faltaban demasiados retales

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Sueños de Rebelión (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora