Capítulo XVII: Despedida

164 26 9
                                    

16 de julio de 1789

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

16 de julio de 1789

Al despertar había creído que se encontraba en su casa, pero luego recordó. En ese momento yacía tumbado de costado en una gran cama y no dejaba de mirar el espejo de cuerpo entero frente a él. Su marco era de madera, lacado en blanco con las molduras doradas, en él estaba su reflejo, uno que no le pertenecía.

—Sé que estás despierto. —De nuevo era ella. Su voz sonó suave, tanto que le pareció una caricia—. Puedes quedarte el tiempo que quieras, pero debes comer algo, Nicolás.

Y lo llamaba Nicolás. Apretó los ojos y volvió a pensar en Eugène. Si tan solo él, al igual que ella, lo aceptara. Giró en la cama y la miró. Charlotte lo contemplaba desde el umbral. Su bonito rostro lucía preocupado.

—Han pasado dos días y no has comido nada. Si sigues así te enfermarás. —Ella caminó hasta sentarse a su lado, sobre las colchas—. Sé lo duro que debe ser esto, pero tú sigues vivo. Me habías dicho que querías hacer algo por ellas, ¿recuerdas?

Y así era. A su mente acudieron recuerdos borrosos en donde él se veía llorando en sus brazos, jurando que sería una mejor persona. Charlotte le había dicho que lo ayudaría, lo había consolado, le había dado cobijo. En su casa se encontró tranquilo y se durmió, y durmió y ya no quería despertar. No podía ser una mejor persona, no podía enfrentarse a la realidad.

—¿Qué les diré? —Su voz le sonó como la de un niño desamparado que pregunta a su madre. Ella sonrió y le acarició el cabello.

—Lo que necesiten saber, no más de eso, Nicolás.

Asintió y dio una largo suspiro. Cerró los ojos y un estremecimiento lo recorrió. Volvió a recordar la cabeza de su tío en la pica, los gritos de los revolucionarios, la sangre manchando los adoquines. La angustia, como una mano helada, le apretó el corazón. Giró hacia Charlotte buscando su ayuda.

—¡No voy a poder!

—Me tienes a mí para ayudarte.

El joven asintió, todavía, temblando. Tenía que hacerlo, tenía que levantarse, se lo debía al verdadero Samir.

***

Cuando llegó al barrio se paró frente a la que había sido su casa las últimas semanas y contempló la fachada ruinosa. Tomó mucho aire en su pecho y elevó una plegaria.

—Samir, ayúdame.

Tocó a la puerta y por un momento quiso que nadie abriera, pero no fue así. El rostro moreno de Samira apareció frente a él, tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Lo contempló en silencio con los labios entreabiertos un breve momento, después se abrazó a su cuello y se abandonó al llanto. Nicolás la apretó fuerte y también lloró. Ambos lo hacían, aunque por razones diferentes.

—Samira, yo...

La muchacha se separó de él y lo interrumpió:

—¿Dónde has estado? ¿Sabes lo que he tenido qué pasar? He caminado entre los muertos de la Bastilla buscándote, rogando por no encontrarte entre ellos. —Samira comenzó a golpearlo en el pecho mientras su llanto se volvía furioso—. ¡Creí que estabas muerto! ¡Que nos habías abandonado!

Nicolás no supo qué decir. Cuando el dolor de ella se calmó volvió a abrazarla, esta vez, para consolarla.

—Perdóname, no volveré a dejarte nunca más, siempre cuidaré de ti y de la abuela.

Ella asintió y le dedicó una sonrisa pequeña y dulce. Se separó unos pasos y lo inspeccionó.

—Estás diferente —le dijo.

—Es por la ropa fina, las calzas y la levita. Me la prestó una amiga que conocí.

Ella negó y se alejó más para verlo mejor.

No es solo eso, Samir. Tu pelo y tus ojos son distintos.

—Ahora soy distinto, Samira. Soy un nuevo hombre, uno que nunca más permitirá que tengas que cortar tu cabello o hacer lo que no deseas para sobrevivir.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos, de nuevo se abrazó a él. Y Nicolás pensó en Samir. No podía decirles, no aún.

—Hay algo que tienes que saber —le dijo la muchacha al separarse de él—. Se trata de la madre de Eugène.

 Se trata de la madre de Eugène

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


17 de julio de 1789

Nicolás levantó la cara y vio el sol en el cielo, resplandecía con tanta fuerza... Su brillo bañaba París otorgándole un hálito de gloria mientras él se encontraba en un cementerio.

Contempló a Samira y a Sahira acercándose a Eugène y a la pequeña Margot. Lo vio girarse a ellas y apretar los labios, asentir con la cabeza y enlazar sus manos al frente, delante de la tumba de su madre. Después, lo vio levantar el rostro y mirarlo.

Y él quería decirle algo.

Quería explicarle que lo sentía, que con gusto habría muerto ese día para no ocasionarle una nueva pena, para dejarlo con su amigo, que sería mejor compañía.

Pero no pudo decir nada.

Allí, frente al que primero fue su sirviente, después su amigo y más tarde su amante, Nicolás se encontró incapaz. Los ojos castaños lo miraron apenas un segundo y se apartaron. Comprendió que no era a él a quien quería ver. No era a él, Nicolás, a quien Eugène amaba. Él era el usurpador.

El viento sopló con fuerza y agitó la hojarasca, los cabellos se arremolinaron, los pañuelos se levantaron. Por un breve instante tuvo la impresión de que Eugène también quería decir algo. Lo miraba a los ojos, parpadeaba, sus labios se abrieron y cuando creyó que escucharía su voz, él giró el rostro, tomó a su hermana y se marchó.


¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Sueños de Rebelión (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora