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Ellos decidieron esperar a los demás y Edmund mandó a una criada a que limpiara mi nuevo cuarto, por mientras dijo que podía ver todo lo que quisiera. Él tenía una misión y se fue. Esto no era muy diferente a Vermell. Supongo que ellos son la causa de tantas misiones para los exorcistas.

Le pregunté varias veces al sirviente que entró a mi cuarto sobre cómo salir pero solo me ignoró con una sonrisa. No saqué nada. Entró vistiendo un traje de mayordomo. Se veía hasta caro... si eso ya era muy raro me perturbaba el como su rostro se veía tan vacío pero conservaba una sonrisa lineal que no se fue. Me alivié cuando salió.

Decidí ver el lugar.

Caminé hasta cansarme y bajar esa escalera de caracol, era como un elevador que te daba una nueva parada, había puertas que la escalera te mostraba pero no tenía fin para poder entrar.

Me refiero a que la puerta estaba ahí en la pared. Pero sola y no en un pasillo, las escaleras continuaban ignorando la existencia de esa puerta. Me preguntaba qué había detrás. Seguí bajando hasta que hubo muy poca luz. Aquí no hay espíritus, debieron exorcizarlos ya que siempre hay en lo profundo, muertos.

Encontré a duras penas un interruptor, luz amarilla iluminó como vela todo.

Me cautivé al ver esa hermosa puerta, parecida al del baño solo que con detalles distintos, es hermoso. Dorada y antigua. Mide lo triple que yo y en el centro hay otra puerta, esa fue la que abrí apoyando mi hombro, es pesada. Las luces ya estaban prendidas pero no vi a nadie ahí.

Es una biblioteca, llena de estantes, aquí tampoco hay ventanas y al estar en el último piso no llega la luz del sol. Y eso que no he bajado lo máximo. Supongo que los criados viven hasta abajo.

Noté como en una de las mesas de madera había libros encima. Me acerqué para verlos bien. Parecen muy viejos, están amarillentos y las hojas están escritas con tinta en cursiva.

—¿Qué haces?

Una voz grave habló detrás de mí, muy cerca. Me giré al instante buscando una excusa pero al ver su rostro no hubo que decir, no cambió su expresión. Yo estaba pegada a la mesa.

—Solo... Edmund me dijo que podía ir a donde quisiera.

Se hizo hacía atrás y caminó hacía un estante, no me respondió.

Que grosero, me quedé viendo su espalda, tenía puesto una camiseta de cuello negro— Oye, ¿Eres..? —pregunté con duda ya que no estaba segura.

—Mi nombre — no supe si era una pregunta, habló bajo pero hay tanto silencio aquí que lo escuché mientras sus manos abrían libros—, te dije que es Félix.

Inhalé hondo y quise atreverme a preguntarle sobre si era Adrián. Si era el chico que conocí de niña.

Pregunté otra cosa como una cobarde, la tensión era incómoda— ¿Qué lees?

Justo caminó hacía mí y mentiré si digo que no me intimidó, su presencia se sentía peligrosa. Era como caminar en un callejón de noche sola— Mira tu misma.

Se sentó justo a mi lado y abrió un gran y enorme libro que soltó polvo, igual de antiguo que el que vi antes. Por suerte sé cursiva. Con cuidado me senté junto a él, con precaución, sentía que el tipo podía pararse y darme un cuchillazo en cualquier momento. Sentí su mirada cuando apenas tocaba la silla.

Se había vuelto alguien muy serio, igual que yo.

Sus manos lucen pálidas y delgadas, largas y con las uñas limpias. Más grandes que cuando las comparábamos en secundaria. Le dio vuelta a otra página.

EfímeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora