Capítulo 5-El sacrificio

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La garganta le ardía más incluso que la herida en su hombro. Tener sed era la peor sensación del mundo, hasta el punto de ser capaz de cortarse las venas para beber una gota siquiera. Por suerte no había tenido que llegar a ese límite, de momento.

—Agua, agua... Dadme agua. —Les rogó implorante aunque imaginaba que no podían entenderle.

Vio que el anciano levantaba la mirada con sorpresa y después le hizo una seña a su hijo quien cuán veloz pudo, le trajo una bota. Perseo no se lo pensó dos veces y vació el contenido. El líquido pasó por su garganta como néctar de dioses[1]. Era agua. Perseo lloró de gozo y miró al cielo.

Gracias, gracias, Atenea, gracias pensó, ya que ella había sido la que le trazó la ruta en el mapa, imaginaba que el hecho de que se encontrase con aquellas personas formaba parte de su plan porque si no, lo habría detenido. Cuando ella creía que se estaba desviando demasiado "amablemente" le indicaba que volviera al sendero.

—¿Eres griego? —Dijo aquel hombre con un acento gracioso.

Lo observó mejor, era mulato con las facciones menos rudas que la mayoría de africanos y tenía la cara redonda. Debía ser mestizo, parecía mestizo.

—Sí. ¿Hablas griego?

¡Estoy salvado! Pues la verdad es que no sabía nada de africano, no había hablado con prácticamente nadie en su camino más que cuando tenía que conseguir provisiones y lo hacía mediante señas y mímica, lo cual era bastante patético y denigrante. Aquel hombre suspiró aliviado.

—Entonces, no eres Shango —Dijo mirándole con suspicacia.

Perseo arqueó una ceja sin entender a qué se refería, estaba pensando en terminar la conversación rápido y preguntar si tenía más agua.

—Pues...No. Me llamo Perseo, encantado.

—¿Perseo? —Repitió él y se volvió hacia el niño. —¡Niño! Tira eso, no es un dios, es un griego.

¿Cómo que Dios? ¿Cómo que "griego"? No me gusta cómo ha sonado eso. Que te acabo de salvar la vida, ¿Eh, viejo? así que bájale dos tonitos a tu mierda o te ensarto como un pollo y te ofrezco a los dioses como sacrificio. Pensó Perseo y se llevó una mano al hombro, dolía, pero no parecía una herida profunda porque sin necesidad de tratarla el flujo de sangre se había detenido, aunque necesitaría desinfectarla o podría volverse un problema.

—Perdona, Perseo, creí que eras un dios y venías a acabar con nosotros —Le sonrió entonces. Le faltaban algunos dientes pero le dio igual porque le ofreció más agua. Y él bebió. —Bebe cuanto quieras. Hay más.

Y eso hizo, incluso su malhumor mejoró un poco porque en el estado en el que estaba perfectamente podría quemar una ciudad entera y no sentir remordimiento alguno. El propio Perseo se asustó de sus pensamientos, sólo eran eso, pero le dio la sensación de que comenzaba a acercarse más a los dioses y alejarse de lo mortal y eso le preocupó. Pasaba demasiado tiempo con ellos, tal vez estaba en su descenso a la locura y eso le hacía sentirse más cerca de su padre lo cual no sabría decir si era bueno o malo.

—Gracias —Les sonrió agradecido y devolvió la bota—. ¿Quiénes sois? —Decidió preguntar pues necesitaba ponerle nombre a sus salvadores.

—Yo soy Aadan y este de aquí —Posó las manos sobre los hombros del jovencito, que parecía reticente en mirar a Perseo, y dijo —, es mi hijo Farid y somos mercaderes.

A Perseo le llamó la atención el niño, estaba muy delgado pero no parecía ser desnutrición porque no lo notaba en los huesos, podía apreciar una suave curva en su cintura que parecía haber tratado de disimular con un grueso cinturón, llevaba un turbante en la cabeza y se negaba a hacer contacto visual. Lo dejó pasar por el momento.

De bronce y oro (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora