Capítulo 2: Con zapatos viejos

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ZACARÍAS


Deslizo la esponja entre los dedos de mis pies después de hacer hincapié en los talones. Todavía tengo el pelo empapado y las gotas se deslizan desde mis mechones oscuros hasta el barreño lleno de agua turbia por la suciedad que me llegaba hasta el tobillo. Oigo cómo papá se queja porque no encuentra la camisa nueva mientras mamá le peina el pelo a Abbey.

—Victoria, ¿estás segura de que la pusiste en la cómoda?

—¡Segurísima, Andrew! —repite ella por tercera vez.

Me estiro para alcanzar la toalla que me permite secarme los pies; por fin me he deshecho de la tierra acumulada. En ese momento, mi hermana vuelve a quejarse porque mamá le ha tirado demasiado del pelo y ella culpa a la dudosa calidad del peine. Como siempre, disfruto en silencio del caos que siempre se genera en casa antes de celebraciones como estas.

Si nuestra madre siempre insiste en que tenemos que estar impolutos antes de cada celebración, para la Noche de la cosecha las advertencias se duplican. Ella suele repetir las trenzas de Abbey hasta cuatro veces con tal de que queden lo más rectas posibles. Papá se pone la camisa con una delicadeza absoluta que solo se manifiesta en momentos como este. Yo me visto en silencio y me peino con los dedos hasta que el pelo se me queda pegado a la cabeza.

—Zacarías, vístete y hazme el favor de ayudar a tu padre a buscar la camisa.

Sacudo las piernas para comprobar que están completamente secas antes de ponerme en pie. A continuación saco el barreño, lo vuelco en la entrada y lo devuelvo a su sitio. Mientras desabrocho los dos botones de la camisa que mamá ha dejado preparada en mi cama, escucho a papá gritar: «¡La encontré!». Cuando salgo de la habitación, ambos vamos vestidos casi iguales y me doy cuenta de que ya uso ropa de un tamaño parecido a la suya. La mayoría de mis amigos todavía no ha pegado el estirón, así que de momento me he adelantado para ser el más alto de todos.

—¡Así están bien! —gruñe mi hermana con su voz chillona de niña de ocho años.

—Sí —responde mamá a la vez que suelta el cepillo.

«¿Lo ha conseguido a la primera?», me pregunto, extrañado, mientras analizo las trenzas de una Abbey que sale corriendo tras haberse librado de la tortura del peine. Me percato de que no están tan rectas como siempre, incluso un mechón parece haberse escapado del lado izquierdo. Mamá tampoco está regañándola por irse corriendo o repitiéndole que va a estropearse el peinado. En realidad parece cansada, más blanca de lo normal, como si no hubiese dormido en toda la noche.

«Seguro que se anima después», pienso mientras regreso al taburete con tal de calzarme. Mamá se acerca a mí con una toalla limpia y me abraza la cabeza con ella para quitarme la humedad del pelo. Aunque sacude las manos de forma rápida, sigo notando delicadeza en cada uno de sus gestos.

—Agh.

Mi pie derecho entra en la apretada bota y entonces recuerdo que papá me trajo unos zapatos nuevos hace un mes. Mamá se había alegrado mucho porque decía que ya no había quien abrillantase los viejos. «Además, podrás estrenarlos el treinta y uno», matizó entonces.

—¿Qué ocurre, hijo? —pregunta mientras separa la toalla de mi cabeza—. ¿Te he hecho daño?

—No, qué va. Son los zapatos, que al ser nuevos me aprietan mucho.

—Quítatelos.

Su reacción me deja tan perplejo que no puedo evitar encogerme de hombros.

—¿Pero no decías que tenía que estrenarlos hoy?

—He cambiado de opinión: quítatelos y ve a por los otros.

Me levanto y regreso con los zapatos viejos en una mano, señalándole con la otra algunas rozaduras visibles en la parte delantera. Papá está encerrado en el baño y Abbey acaba de salir al porche. Regreso al taburete.

—No importa, cariño, si apenas se ven. Lo importante es que hoy estés cómodo.

—¿Hablas en serio? —insisto, preguntándome si quien tengo delante es de verdad mi madre—. ¿Prefieres que esté cómodo?

Mira hacia la puerta antes de arrodillarse delante de mí, consiguiendo que su rostro esté frente al mío. Desliza los dedos desde mi frente hasta mi barbilla justo antes de esbozar una sonrisa amarga.

—Escúchame con atención, cariño. No puedo decirte mucho más, pero esta noche ocurrirá algo horrible y tengo que pedirte un favor—. Mira de nuevo hacia la puerta y baja mucho el tono de voz; yo comienzo a asustarme—. El favor más importante que voy a pedirte nunca. No puedes decirle nada de esto a nadie, es... una cuestión de vida o muerte. Cuando comience el primer juego de la noche, debes encargarte de tu hermana, ¿de acuerdo? Tienes que ir con ella.

Estruja la toalla con las manos y mis pies descalzos golpean el suelo sin parar por la angustia que me genera una situación que no alcanzo a comprender.

—¿Qué pasa, mamá?

—Shh, déjame hablar —sisea mientras me acaricia de nuevo—. Sé que a ti te gusta ir por libre, pero esta vez es muy importante que la ayudes y que lo hagas sin que se note. Tú eres muy listo, confío en ti.

La responsabilidad trepa hasta mis hombros, todavía encogidos.

—¿Cuál es el primer juego?

—El escondite —susurra mientras acerca su frente a la mía—. Pero el castigo que impondrán para el que pierda será mucho, mucho peor del que os cuenten. Por eso debes encargarte de ella. Y recuerda: tú no sabes nada de esto, ¿vale?

—¿Pero por qué es de vida o muerte, mamá?

La mano que antes me acariciaba pasa a cubrirse la boca. Siento que no solo está reprimiéndose suspiros, sino también alguna que otra lágrima detrás de esos ojos brillantes.

—Dejémoslo aquí. Tenéis que ganar esta noche, los dos juntos como hermanos. ¿Me lo prometes?

Abbey entra en mitad de nuestra unión y decide unirse con los brazos bien abiertos. Cuando se separa, me echa la bronca porque todavía no me he puesto los zapatos. Lleva un vestido blanco con un enorme lazo rosa en la cintura, así que me resulta fácil imaginar cómo terminará después de una sola partida de escondite. Si viene conmigo de seguro que tiene que meterse en algún matorral o al menos tumbarse en el suelo, así que tendremos que frotar mucho para quitar todas esas manchas de nuestra ropa.

Papá aparece repeinado y ni siquiera se da cuenta de que llevo los zapatos viejos. Él también me sacude el pelo con la mano justo antes de remarcar lo grande que me estoy haciendo.

—Tienes que venir más a arar conmigo. Ya verás que en unos años eres el terror del huerto.

Abbey es la primera en salir por la puerta; mamá y papá van tras ella. Sostengo el pomo mientras me pierdo en el rincón en el que mi madre acaba de pedirme algo tan extraño. Un escalofrío me brota de la nuca para deslizarse hasta la punta de mis pies.

Tras el portazo y unos cuantos pasos, consigo matar ese cosquilleo gracias a mis zapatos viejos.

Corona de espinasWhere stories live. Discover now