Capítulo 4

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Lo primero que percibí al despertarme fue el intenso olor del humo de un fuego recién apagado . Me pasé las manos por la frente sudada, las bajé y me sorprendí con el tacto de los párpados. No entendía qué había ocurrido, no sabía por qué ya no tenía un par de cuencas casi vacías.

—¿Qué está pasando? —pronuncié en voz baja.

Al tratar de abrir los ojos, un dolor punzante me obligó a gemir. Era como si tuviera alfileres clavados en los párpados, como si al intentar abrirlos se calentaran y quemaran las córneas.

—Vamos, tenemos un pacto que sellar. —La voz ronca y algo desgastada me puso nervioso. Bordeé el tronco en el que estaba apoyado para apartarme—. Deja de comportarte como un crío. ¿Quieres salvar a esa humana? Pues espabila.

El temor me llevó de nuevo a intentar abrir los ojos. Aguanté el dolor, apreté los dientes, sollocé, desistí un par de veces, pero al final logré abrirlos.

—¿Quién eres? —pregunté, confundido, cuando se me aclaró la vista y vi a un ser muy delgado, casi en los huesos, que tenía la piel de un tono naranja oscuro—. ¿Qué eres?

—¿Quién soy? —Fijó sus ojos granates en mi rostro, se sacudió la prenda de tejido negro deshilachado que caía hasta alcanzarle las rodillas y un montón de ceniza se esparció pot el aire—. Soy el que te ha salvado.

Su cara plagada de pliegues y pequeñas escamas, junto con sus labios cosidos, avivó mi miedo. Tragué saliva y busqué dentro de mí el poco valor que pude encontrar.

—¿Qué quieres? —Su melena desaliñada y su barba canosa se le recubrieron con un vaho que brilló con debilidad—. No tengo nada...

El ser empujó con su lengua rojiza los hilos cosidos a los labios.

—Nunca pensé que cuando diera con un humano en el Pozo, con uno que aún no hubiera sido devorado, me encontraría con alguien tan inútil. —Se acercó a mí y se puso de cuclillas—. Quiero que lleguemos a un trato. —Me pasó las finas puntas de las garras por la cara—. Mi sangre te ha devuelto el control de tus sentidos, pero aún hay trabajo que hacer. —Separó la mano de mi mejilla, chasqueó los dedos y sentí como si cientos de puñales se me clavaran en el estómago—. Debes aprender a caminar por el Pozo.

Me toqué la barriga, me tumbé de lado y solté un chillido.

—¡Basta!—grité.

Me cogió del pelo, tiró y me levantó la cabeza para que contemplara dónde estábamos.

—¿Qué ves? —preguntó.

Me fue difícil distinguir lo que nos rodeaba; una nebulosa que contenía imágenes de diferentes entornos y criaturas se fundía con varias capas de niebla resplandeciente.

—No sé... —tartamudeé.

—¡Esfuérzate más! —Acercó sus labios a mi oído—. ¡Vamos, maldito humano! ¡Tenemos que salir de aquí!

Parpadeé, forcé la visión y distinguí un paisaje por encima de los demás.

—Es... —Callé durante unos segundos—. Es un desierto de ceniza...

Me soltó.

—Algo así —contestó, antes de tender la mano para ayudarme a que me pusiera de pie—. El Pozo es confuso, su esencia se basa en el más absoluto caos, pero, en parte, no nos es imposible comprender sus reglas. —Le cogí la mano y me levanté—. Me costó siglos adaptarme a percibir lo que me rodeaba y entender que mis pensamientos moldean el entorno.

Detrás de mí, el árbol en el que estuve apoyado vibró. Me giré y comprobé que lo que creí un tronco eran decenas de personas con centenares de fragmentos de madera hundidos en la carne; la agonía de los rostros me llevó a taparme la boca.

La sangre que derramasteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora