siete.

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El coche de mi madre estaba allí. Fue lo primero que me llamó la atención al detener el mío junto a la cabaña, después de clase. Nunca llegaba a casa tan temprano, para ella era una especie de pecado mortal salir de la oficina antes de las cinco. Y, por supuesto, había escogido mi peor día en años para saltarse aquella norma.

Habría metido la marcha atrás del Mazda al instante si ella no hubiera estado observándome por la ventana de la cocina. A la espera.
Justo cuando creía que ya había tocado fondo y que solo me quedaba remontar.

Me desabroché el cinturón, cogí la mochila y me dispuse a enfrentarme a lo inevitable. Abrí la mosquitera, respiré hondo y entré.

Lo único que quería era coger una manzana, correr al piso de arriba y acurrucarme junto a Rambo, porque esa noche sería la última que lo tendría. Los Darcy habían acabado por enamorarse de la bolita peluda mientras me hacían el favor de cuidarla, y los niños no los habían dejado en paz hasta que habían accedido a adoptarlo. Iba a resultar muy doloroso volver al día siguiente y encontrar mi puf vacío. Rambo era el primer perro que mis padres habían dejado entrar en casa, seguramente porque se sentían culpables de haberse pasado la noche durmiendo a pierna suelta mientras su caseta ardía; sin embargo, era muy consciente de que haría falta un milagro para colarles otro perro.

Mi madre estaba sentada a la mesa, con dos tazas de té humeantes delante de ella. La mayor sonrisa que la mujer era capaz de esbozar tomó posición.

—¿Qué tal te ha ido el primer día?

«Un desastre de dimensiones épicas. El peor primer día de clase de la historia del mundo. Humillante.»

—Bastante bien —contesté, aceptando la taza de té que me alargó.

—¿No ha ocurrido nada especial? —preguntó, como si le interesara.

«Antes de que acabara la primera case, ya me habían nominado para la guarrilla del instituto.»

—La verdad es que no —dije, y me encogí de hombros.

—¿Has hecho algún amigo?

Tomó un sorbo de té, sin dejar de mirarme con ese atisbo de sonrisa.

«He hecho un montón de enemigos.»

—Unos cuantos.

Mentir no debería ser tan fácil.

—¿Has visto alguna cara conocida?

Mis padres no eran precisamente fans incondicionales de Jungkook. Si se enteraban, se plantearían muy en serio sacarme de Smartlight y hacerme ir en autobús al instituto de otro distrito o vender sus órganos en el mercado negro para enviarme de nuevo a la escuela privada, solo para asegurarse de que no me lo cruzara por el pasillo.

Aunque todo lo demás relacionado con Smartlight era una mierda, una parte muy importante no. Vale que no tenía, ni parecía probable que fuera a tener, amigos allí; el temario comprendía trabajos que ya había empezado en primaria, y era tan antiguo que no había sala, aula o pared que no oliera a bolsa vieja de gimnasio. Sin embargo, Jungkook iba allí. Y, por alguna razón, eso era lo único que importaba.

—No —contesté, con voz entrecortada, cosa que alertó a mi madre de inmediato.

De acuerdo, mentir no era tan fácil. Además, tampoco es que me entusiasmara mentir a mis padres. Se trataba más bien de un instinto de supervivencia. Les decía lo que querían oír y, a cambio, ellos no se metían en mis cosas.

—Bueno, el instituto es grande. Estoy seguro de que tarde o temprano veré a alguien conocido.

—Hum… —murmuró ella, con la taza en los labios. Era evidente que se traía algo entre manos, y aunque yo no sabía de qué se trataba, cuando un padre «se traía algo entre manos», nunca era bueno—. Juraría que he visto una parada del autobús del instituto en el centro de acogida Última Esperanza de camino al trabajo.

No iba a permitir que me arruinara mi único rayito de sol en medio de aquel infierno.

—¿Es esta la parte en la que esperas que te tranquilice diciéndote que no me importa, que seguramente es para bien que me sacarán de una escuela privada en el último curso porque estamos arruinados y me metieran en un megainstituto con detectores de metales en todas las puertas? —respondí—. Porque tal vez podríamos saltarnos todo eso y, por una vez, ser sinceros.

Dejó la taza en la mesa y se llevó las manos a las sienes. Era la primera vez en años que veía a mi madre bajar sus defensas; no supe cómo reaccionar.

—¿Has tenido noticias de las escuelas de danza en las que solicitaste? —preguntó, con voz cansada.

Suspiré, arrepentido de haber enviado las dichosas solicitudes. Un nuevo rechazo era lo último que necesitaba mi autoestima.

—No —contesté, tratando de dar la impresión de que no me importaba, aunque vaya si lo hacía.

Soñaba con entrar en una escuela de danza de primerísima categoría desde que tenía uso de razón. Era bailarín, aquello había definido mi vida desde la primera vez que me había puesto un tutú. Era incapaz de imaginar algo mejor que bailar en un escenario hasta que me hiciera viejo o hasta que mis piernas me lo permitieran, y entrar en una de las mejores escuelas del país me ofrecería esa oportunidad.

—Todavía es pronto, Taehyung —dijo para tranquilizarme, sin dejarse engañar por mi supuesta indiferencia.

Me encogí de hombros.

—Ya veremos.

Ya me había sincerado lo suficiente por un día, así que me dirigí a la escalera.

—¿Taehyung? —Me detuve en el primer escalón. Mi madre me miraba como si fuera la criatura más frágil del mundo. No iba muy desencaminada—. ¿Cómo estás?

El lado explosivo de Jeon |  KookV #1Where stories live. Discover now