Prólogo

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—Minato —La voz de Sarutobi Hiruzen sonaba tan agotada como su aspecto denotaba. Era tipo de cansancio que se acumulaba en las cuerdas vocales con el pasaje de inviernos y primaveras. Poco a poco. Inevitablemente. Las sombras bajo los ojos oscuros, dibujadas por la escasa luz que había dentro de la habitación, no hacían más que acentuar el efecto.

—Hokage-sama —Minato se inclinó ligeramente, respetuoso. Dejó que sus ojos vagasen por la figura del líder de su aldea. El contraste con la imagen del Hokage que llevaba grabada en su mente era abismal. La expresión de su rostro estaba tallada en piedra tal como la que se reflejaba en la montaña pero había algo revoloteando en el fondo de sus ojos—. No estaba seguro si podría encontrarlo a solas.

Afuera, en la villa, las calles estaban amaneciendo, despidiéndose de los vestigios de una noche colorida.

El Hokage exhaló humo a través de su pipa, una costumbre perpetuada. Un vicio. Un hábito. Minato resistió la tentación de apartar la mirada de la cara de Hiruzen.

—Te vi llegar —Fue la réplica que dio, sin elaborar. No podía descartar que se tratase de una prueba, que significase algo más profundo de lo que parecía—. No lo creí al principio, pero... es indudable ahora que te tengo enfrente. Eres Namikaze Minato, en carne y hueso. Lo que no me explico es... cómo es posible que estés aquí.

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A los diez años, Minato llevaba el protector plateado de Konoha sobre su frente, había sido considerado un prodigio con un futuro brillante por todos sus profesores de la Academia Ninja... y estaba aterrado del carácter de su madre.

Māyā, hermosa como flor dorada, era igual de testaruda que una pared de ladrillos, jamás retrocediendo ante nada, y él estaba convencido que podría haber sido una terrorífica kunoichi, de haberlo deseado.

Pero era artesana. Le gustaba trabajar con arcilla porque un material maleable, que le permitía darle la forma que ella deseaba a las cosas en un mundo que no se podía controlar, pero no era frágil como el vidrio. Ni tan transparente. Como ella.

Minato la vio levantarse tras la muerte de su padre, que era bastante mayor que ella, silenciosamente, respetuosa, y continuar con diligencia sus tareas. La vio secarse las lágrimas en su memorial y trabajar duro todos los días para mantenerlos a flote. La vio sonreír con fiereza, firme y segura. Todos decían que Minato había heredado su tenacidad y su actitud de «no renuncies, si crees en lo que haces».

Nadie mencionaba su fortaleza.

(Todos pensaban que Minato se rompería fácilmente. Y tenían razón).

—Ven aquí —le dijo Māyā, una tarde. Se había sentando junto a la ventana que daba al pueblo y estaba sosteniendo una pequeña vasija de cerámica—. ¿Qué ves?

Minato veía sus errores —las manos llenas de sangre porque había fallado— y escuchaba los llamados de sus compañeros —a quienes no había podido salvar. Veía lo inútil que era, lo vacío... Veía...

—Mina-chan.

—Una vasija —dijo. Era pequeña, del tamaño de la palma de una mano. De un color oscuro —el color de la noche— que resaltaba contra las vetas de oro pintadas anormalmente.

La boca de su madre dibujó una sonrisa.

—Fue una de las primeras que hice. Y No siempre se vio así como la ves ahora —le dijo, girando la vasija para que pudiese observarla en distintos ángulos—. Tu padre compró esta vasija en la tienda de mi familia, dijo que era para un regalo. No había cruzado la puerta cuando la rompió.

—¿La rompió?

—Sí. —Māyā sonrió—. Podía ser un poco torpe, a veces. Distraído. Quise decirle unas cuantas cosas... Pero tu abuelo le dijo que no importaba, que volviese a la tienda al día siguiente que ya tendría una nueva, y luego me llevó al taller. Ese día me enseñó sobre el kintsukuroi.

—Kintsukuroi...

Su madre le acarició el cabello.

—Es la manera —le dijo, firme y tranquila, apoyando la vasija diminuta en la mesa que estaba debajo de la ventana—, en la que reparas algo que se rompió.

Minato se congeló.

—¿Cómo lo haces?

—Tomas las piezas que quedaron y lo armas de nuevo.

Kintsukuroi - PreludioDove le storie prendono vita. Scoprilo ora