4. Los mangos son deliciosos

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Los siguientes dos días fueron aburridos, y fue peor teniendo en cuenta que no había alcohol con el que emborracharse. La sobriedad solo hacía a Yeji aún más consciente de la horrible situación en que se hallaba envuelta. La comida de las alforjas no tardó en acabarse, con lo que Ryujin y ella subsistieron a base de cocos, mangos, uvas de mar y alguna que otra ave —los loros no sabían muy bien— a la que lograban acertarle una roca.

Por lo menos no hubo peleas. Ryujin y ella no coincidieron mucho —Yeji mataba el tiempo paseando por la selva o durmiendo—, pero cuando lo hacían no había animadversión. O no tanta: solo cruzaron insultos y pullas, algo que llevaban haciendo desde que el mundo es mundo.

El día siguiente, el sexto, amaneció nublado. El descenso en la temperatura fue notable, al igual que la agitación del viento. Los árboles se agitaron, sus hojas y ramas creando susurros ominosos. Yeji se calzó sus botas, se caló su tricornio y cojeó hasta la playa no bien se desperezó.

El horizonte estaba cuajado de nubes oscuras y el mar estaba agitado. Oh, Yeji conocía bien las señales: se acercaba un aguacero. De vuelta en el campamento, Ryujin seguía dormida, pero se despertó con un respingo cuando Yeji pisó unas ramas.

—Va a llover —informó Yeji.

—Tengo ojos, Perdición de Mercantes —replicó secamente Ryujin.

Qué ganas tenía Yeji de darle patadas, pero ensalzarse en una pelea no le pareció lo más sensato teniendo en cuenta sus estados: una debilitada por la enfermedad, la otra cojeando y haciendo muecas. Qué dúo tan terrorífico.

Yeji comió rápidamente lo que quedaba de los cocos que Ryujin y ella habían juntado. Ryujin hizo lo propio, lanzando miradas a la costa, aunque sentada como estaba no podía ver nada.

Yeji metió en su alforja cuantas ramas secas y hierbas muertas pudo, para usarlo de leña seca más adelante. Miró en rededor, sin saber qué más hacer. Vio a Ryujin salir del cuadrado despejado que era el campamento para dirigirse a la playa.

Yeji frunció el ceño al tiempo que ladeaba la cabeza. Iba a mojarse más allá afuera que dentro del bosque, que tenía un techo natural. Rezongando para sí misma que la desquiciada iba a enfermarse otra vez, Yeji la siguió, cojeando. Su herida sanaba, pero lentamente.

Se encontró a Ryujin sentada en la arena, contemplando las olas que rompían a pocos metros.

—Sé que soy la mujer más hermosa que has visto en tu vida —dijo—, pero deja de mirarme.

—Tienes percebes en la sesera —replicó Yeji, puesta en jarras. Un músculo de la mejilla se le contrajo un par de veces. Ryujin era peor que meterse un cazón en los pantalones.

Ryujin esbozó una sonrisita burlona por toda respuesta. Yeji se sentó a unos metros de ella. «No hay nada mejor que hacer», se dijo.

La claridad menguó, y a Yeji no le cupo duda de que el Sol, en algún lugar tras su espalda, había sido tragado por densas nubes tan oscuras como las que veía delante. Escudriñó el horizonte. Ninguna embarcación. Tampoco esperaba ver nada.

—¿Por qué una isla —preguntó Ryujin de repente, alzando la voz para hacerse oír por encima del romper de las olas y el viento— tan grande y virgen como esta sigue intacta?

—Creo que porque nadie se ha atrevido a reclamarla —respondió Yeji, alzando también la voz.

Vio por el rabillo del ojo cómo Ryujin la miró, ceñuda. Yeji suspiró.

—Es... —Un trueno la interrumpió. El viento arreció—. ¡Es...! —Se calló de nuevo, esta vez porque no quería gritar. Que se abrasen Ryujin y la explicación.

Entre la sal del mar || RyeJiWhere stories live. Discover now