18. Santa Catalina

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Treinta barcos zarparon de la isla de Vaca a finales de noviembre, con destino a cabo Tiburón. En medio de la travesía, siete navíos más, provenientes de Jamaica, se unieron a la flota. Yeji, subida en un flechaste de la Wannabe, contempló aquel despliegue de navíos de dispares banderas, si es que tenían alguna. Sabía con certeza que entre todos los tripulantes había ingleses, españoles, africanos, coreanos, italianos, portugueses, franceses, árabes y gente de países que desconocía.

Yeji estaba impresionada. Cuando un capitán pirata decidía que necesitaba ayuda para la toma de una villa o de un navío mercante, llamaba a uno o dos más, y ya entre todos tenían hombres más que suficientes. Uno de los objetivos más grandes de Yeji consistió en atacar un navío cargado de oro indígena que iba a ser transportado a España, escoltado por siete naves fragatas. Yeji reunió bajo su mando a cinco navíos más, y lograron capturar cuatro fragatas. Se les escapó el barco cargado de oro, pero igualmente sacaron ganancias con las fragatas.

En esta oportunidad, había treinta siete navíos y más de un millar de hombres y mujeres. «¿Cuál es nuestro poderío? —caviló, sentándose como buenamente pudo en el flechaste—. La Habana, Cartagena de Indias... ¡Buda, quizás podríamos arrasar Madrid! O quizás no —se rectificó cuando lo pensó bien—, pero sí La Habana». Sentía una retorcida curiosidad por ver qué tan lejos podían llegar, pero se apagó como lumbre a la que le echan un balde agua a los pocos minutos. Haría lo que tuviera que hacer, y rezaría para que no la mataran.

Lo que no se apagó dentro de ella fueron las ganas de estar allí, sí, pero capitaneando un navío propio. Frunció el ceño al darse cuenta de ello. ¡Dioses, no! Lo que seguiría sería la vuelta de la avaricia desmedida, y eso sería su perdición. No era tanto que una podía morir en medio de un asalto, sino que el juego, las deudas, el apuñalamiento de una amante enfadada también eran riesgos a tener en cuenta. Y todo podía evitarse llevando una vida normal.

—¿Qué haces allá, Yeji? —le habló alguien desde abajo.

Yeji bajó la vista. Jisu estaba allí, puesta en jarras; la blancuzca cicatriz de su mejilla resaltaba en su piel bronceada.

—Escapar de tu hedor a cerda, Jisu —respondió Yeji con una grosera sonrisa.

—Sabes bien que nosotras no apestamos como el resto —replicó Jisu con una sonrisa torcida.

—Pero si te la pasas entre ellos, se te pega el hedor, así que mi punto se mantiene —repuso Yeji.

Jisu soltó una risotada y escaló hasta situarse a su lado. Si no fuera por la cicatriz, su rostro daría la impresión de ser delicado. Nada más lejos de la realidad. Manejaba un alfanje que, a primera vista, parecía demasiado grande para ella, pero que en cuanto salía de su vaina demostraba no ser nada en las manos de su portadora. Qué carnicerías era capaz de desatar, y cuántas veces le había salvado el trasero a Yeji. No por nada había sido lugarteniente de Yeji.

Era una de las pocas personas a las que Yeji se había permitido tenerle aprecio. Y eso era un honor; un compañero podía morir en cualquier momento, así que no había que agarrarles cariño. Pero a veces el corazón, terco, desobedecía al cerebro y se permitía formar amistad con algunas personas. Jisu era una de ellas, y había estado con Yeji desde casi el mismo principio, tantos años atrás.

—¿Qué tanto me ves?

—¿Ah? Tú también me estás viendo. Y estás muy cerca.

—Era para comprobar que hueles tan mal como yo. —Jisu arrugó la cara, y la cicatriz se le contrajo.

A pesar de que Yeji le había rajado la mejilla, ahí estaban, insultándose y hablando como siempre. Sin rencores. ¿Por esa tontería? No valía la pena.

Entre la sal del mar || RyeJiWhere stories live. Discover now