5. Al descubierto

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—Pensé que estabas borracho. —Se defendió Hannah, porque fue el primer pensamiento que le vino a la mente. Los pensamientos que logró mantener para sí misma fueron algo como: Mierda. ¡Cojones! Malditos sus ojos topacio. ¿Por qué, por qué, por qué?

Se quitó las gafas y las guardó en su bolsillo.

—Tu bigote está torcido —observó Fawler.

Su mano voló a su bigote. Maldita sea, tenía razón. Sostuvo la cosa lamentable en su lugar con un dedo, manteniendo el mapa detrás de su espalda con la otra mano.

«Todavía hay esperanza de que no te denuncie. Mantenlo hablando. Trátalo como una broma. Sobre todo, no dejes que te incite a perder los estribos. No lo dejes entrar debajo de tu piel».

—¿Por qué ya no estás borracho? —preguntó.

—Porque verte con bigotes es inmediata e irreparablemente aleccionador. No te da un buen aspecto, por cierto.

—Es un aspecto muy bueno. Las chicas estaban coqueteando conmigo en la calle, para que lo sepas. Incluso podríamos ir a un burdel y sé que conseguiría más cortesanas en mis brazos que tú —contestó, sabía que se estaba comportando peor que marinero en en los muelles, pero las costumbres eran difíciles de olvidar.

Él arqueó una ceja hacia ella.

¿Cómo hacía eso? Lo había probado en el espejo antes de salir de casa, sin suerte, claro está. Tal como él había dicho antes, habría dado un aire extra de veracidad a su disfraz. Todos los pícaros al parecer, sabían cómo levantar una ceja sardónica.

—Sin embargo, esos pantalones —continuó él, con un gruñido bajo—. Dejan poco a la imaginación. Lo apruebo.

La tela de sus pantalones se convirtió en una segunda piel mientras su ardiente mirada acariciaba sus muslos. Su cercanía la golpeó donde siempre lo hacía, debajo del ombligo, en las áreas más erógenas, y más arriba, acelerando su corazón y oscureciendo su mente.

Observó la tensa extensión de sus pantalones sobre sus musculosos muslos. —Eso hace que seamos dos, entonces. ¿Tu ayuda de cámara tuvo que ayudarte a ponerte esos pantalones? Parecen estar pintados. Bordea lo indecente, en serio.

—Debo aclarar que no estás en posición de sermonearme sobre la decencia. Por lo que puedo ver; podría hacer que te arrestaran por tantos cargos que aturde la mente: hacerte pasar por el género opuesto, representación falsa con el propósito de allanamiento de morada y todo tipo de bajeza moral. Es posible que tengan que crear una nueva sociedad reformada exclusivamente para ti.

—Pobre Fawler —susurró—. ¿Necesitas que me encierren para que deje de ofender tu sensibilidad de doncella?

Él solamente sonrió.

¡Agh! No mordió el anzuelo. Siempre había sido mejor en guardar la calma y mantener esa sonrisa burlona en sus labios durante sus frecuentes altercados. Él casi nunca perdía los estribos, mientras que ella inevitablemente terminaba echando espuma por la boca de furia insana.

Limpiar esa sonrisa de suficiencia de sus labios era un objetivo que rara vez lograba. La vida era una gran broma para él. Él siempre tenía una petaca en la mano y una broma lacónica lista que invariablemente le decía nada de lo que realmente quería saber.

—Necesito que me digas ¿qué estás haciendo aquí? —repitió.

—Ganando una apuesta —respondió, lo primero que se le vino a la cabeza—. Una amiga y yo hicimos una apuesta sobre infiltrarnos en sociedades exclusivamente masculinas.

Fawler metió el pulgar en el bolsillo de su chaleco. —No, ¿por qué estás aquí? ¿En la biblioteca examinando el diamante Hope?

—Decidí hacer un recorrido porque la reunión fue muy aburrida. ¿Llaman a esto una sociedad exclusiva? Lamentable, si me lo preguntas, carente de ritos secretos. ¿Dónde están los intrincados apretones de manos y los divertidos sombreros? Ni siquiera he oído hablar de míticas Fraternitatis, o complots para conquistar el mundo.

La Misión del BarónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora