Prefacio

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Armando Mendoza se sintió sobrecogido por el repentino cambio que había dado su vida. De un momento a otro su presente devastado y su futuro incierto comenzaron a tomar el rumbo deseado, el que desde hacía varios meses su corazón anhelaba tanto, pero que empezaba a resignarse de no poderlo conseguir: pasar el resto de su vida junto a Beatriz Pinzón.

La noche anterior no había podido pegar el ojo. Había ido tras de Betty y el francés y les había arruinado la salida, y de paso, en último instante, había arruinado la magnífica serenata de Ricardo Montaner, que de casualidad estaba ahí, como milagro de la vida. "¿Cómo pudiste Armando? ¿Cómo pudiste ser tan imbécil? –Se reprochaba a sí mismo-- ¡Los ojos de Beatriz brillaban, volvieron a brillar! Estaba conmovida, lo sé. Se puso nerviosa y suspiraba a cada momento. Tal vez, al menos, había logrado por un momento breve que dudara de todo lo que lleva creyendo desde hace meses sobre mí y sobre lo que siento por ella ¡Arg! ¿Por qué tuve que decirle que yo había tomado su diario? ¿Qué esperanza me queda ahora después de haber profanado su intimidad por última vez, como ella misma me lo gritó?"

Armando no podía sacarse de la cabeza el contenido del diario, pues el leerlo no solo había revivido el tormento de sus pecados y hecho sentir más miserable que nunca, sino también le había revelado que a pesar de todo el mal que había hecho, Betty le seguía amando y le seguía haciendo protagonista de sus pensamientos y de su vida. Armando podía enumerar las virtudes y cualidades de su Betty porque, precisamente, estas le tenía vuelto loco, incapaz de pensar y sentir por otra mujer el mismo deseo y necesidad de cercanía. El tiempo compartido junto a ella, en la oficina, hombro a hombro, y en la clandestinidad de su romance, había sido el tiempo mejor invertido y el más feliz que recordaba haber pasado junto a una mujer. Sus ojos nunca vieron con más claridad y amor la belleza de Betty, ni su consciencia estuvo más acosada por la culpa de haberla casi destruido, que esa tarde cuando, por desesperación y miedo de perderla para siempre, tomó su diario íntimo. Los celos de nuevo hicieron trizas su calma y lo pusieron frente a sus demonios, esos que le habían hecho cometer tantas locuras, y que en ese momento parecían demasiado grandes y dispuestos a hundir sus intentos de sentirse merecedor y con derecho de luchar por ella. El caos que él había desatado nunca le pareció tan grande como cuando leyó su historia a través de los ojos de Betty. Que ella todavía le amara y le deseara el bien, le pareció una prueba más de lo maravillosa que ella era, y otro motivo más por el cual no podía perderla.

"Mi corazón se niega aceptar la lógica de mi derrota. Es como si fuera inmune a todo lo que don Armando me hizo...es un traidor que aún late cuando lo ve", repetía Armando en voz alta, entre aliviado y sorprendido, esas palabras mágicas capaces de darle sosiego y esperanza a su consciencia que ardía por la culpa y los celos; Aquellas palabras fueron como lluvia milagrosa que diezma el incendio incontrolable y lo rescata de la completa destrucción.

Armando era consciente de que sus probabilidades de recuperar a Betty eran escasas. Era consciente de que no tenía testigos confiables que hablaran en su favor, y a los cuales Betty al menos escucharía con el beneficio de la duda. Armando veía, contemplaba a esta nueva Betty, sintiéndose poseído por unos deseos feroces de poder tocarla, de poder besarla y, aunque al inicio se lamentaba de encontrarla diferente e indiferente para con él, con el paso de los días fue distinguiendo a su Betty debajo de toda esa coraza que, ahora entendía, se había construido para protegerse de sus propios sentimientos.

Armando era consciente de que la transformación física de Beatriz le haría llover, para su desgracia, muchos admiradores, además de jugosas ofertas de trabajo, si no es que ya estaba sucediendo. Tarde o temprano éstas la alejarían de él definitivamente, y tan solo pensarlo le ponía de mal humor y con deseos de perderse en la bebida, como hacía varios meses no hacía por voluntad propia. "No, Dios mío, no puede ser que ella pueda rehacer su vida, estar con otro hombre, mientras yo no puedo estar con nadie más. ¿Qué voy hacer, Betty, si usted no regresa a mí? Yo ya no funciono sin usted... --decía Armando en voz queda, mientras se le derramaba una lágrima por el rabillo del ojo. Estaba echado en su cama, medio vestido, con los ojos cerrados, trayendo a su memoria el recuerdo de Betty mientras Montaner le cantaba. Aquellos minutos tan preciosos para él, se repetían en su cabeza con sentimiento de gratitud y regocijo, porque tenía la certeza de que la mirada de su Betty, antes de transmitir indignación, había transmitido sorpresa, amor y duda, sentimientos que prefería quedarse para no caer en los pensamientos depresivos, que solo lo empujaban a ir en busca del consuelo que le daba el licor, que ya demasiados estragos había hecho en su vida.

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