Capítulo 8

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La noticia del embarazo de Elizabeth disipó los pensamientos que fueron formándose en la mente de los presentes. Edward, que disfrutaba de una inesperada comodidad ante la compañía de lady Lucille y de la señorita Cavendish, supo que la velada no podría seguir y que sería bastante difícil coincidir con Anne a solas en otra oportunidad. Lo mismo pensaba ella. Deseaba retomar la conversación que su abuela había interrumpido en el invernadero, aunque quizás, —se decía— era mejor no ahondar en sus sentimientos cuando no tenía voluntad alguna de compartirlos con un desconocido. Toda su atención debía centrarse en su querida tía Elizabeth.

A lady Lucille le había parecido muy interesante el encuentro de lord Hay con su nieta, del cual fue testigo. Se alegraba que comenzara a mirar a Anne con otros ojos, algo que ella se había atrevido a pronosticar pese a una primera impresión tan desfavorable entre ambos. Estos pensamientos y esta satisfacción repentina, se vieron opacados ante la noticia del embarazo de Elizabeth. Imaginaba lo feliz que estaría su hija ante la posibilidad de ser madre, una idea que ya debía haber descartado por completo años atrás. Cierto que un embarazo y un parto a su edad podrían conllevar a un buen número de complicaciones; ella misma había experimentado dos embarazos bien difíciles a pesar de haber sido mucho más joven que su querida hija. Por otra parte, Pieter le había comentado que el médico se mostraba optimista; su esposa era sana y no tenía por qué sucederle ninguna eventualidad.

No obstante, Pieter se encontraba muy asustado. Él había perdido a su primera esposa en el parto, y a su hijo le había sucedido lo mismo. Ahora que volvía a tener una esposa después de más de treinta años, se veía en una circunstancia parecida, lo cual le aterraba. La edad de Beth era una desventaja; por mucha salud que rebozara o por muy joven que pudiese parecerle todavía, era un embarazo riesgoso.

Pieter insistió en que lady Lucille se trasladara en un carruaje para ir a ver a Elizabeth. Aunque las casas estaban cercanas, la distancia que las separaba no era despreciable para una anciana. Fue así que los cuatro, incluido Edward, subieron al carruaje; la señorita Norris se quedó en la Casa Sur.

El trayecto se hizo en silencio la mayor parte del tiempo. Todos estaban demasiado preocupados como para hablar; Edward hizo un comentario sin importancia, pero ante el mutismo general optó por callar también. Fue entonces que fijó su atención en Anne, y se preguntó cómo era posible que experimentase tantos sentimientos contradictorios por ella: aquella misma mañana había pasado del disgusto a una sensación de familiaridad que le sorprendió. Tenía carácter, pero también podía verse muy frágil cuando la embargaba la tristeza. Era inteligente, sensible, y le generaba una fascinación que le costaba admitir. En tres días lo había colocado en su sitio: dudó de su honestidad, criticó su falta de caballerosidad, y lo más sorprendente de todo era que él se había equivocado al juzgarla de la manera en que lo hizo. Ella era la mujer más interesante que había conocido en los últimos diez años, pensamiento peligroso, sin duda, pero no tuvo más remedio que aceptarlo.

Cuando Anne levantó la vista, lo descubrió observándola con detenimiento. Él desvió la mirada y no volvió a posarla en ella hasta que llegaron a la Casa Norte. A Anne le parecía un caballero difícil y complejo, pero su abuela había acertado al hablar de sus cualidades. Era demasiado pronto para tener una opinión cabal de su persona, pero estaba convencida de que ya no le generaba desagrado, a pesar de la sospecha que albergaba sobre su misiva. La posibilidad de que la hubiese leído le mortificaba mucho, pero decidió no pensar más en ello pues la verdad la conocía únicamente el propio lord Hay.

Cuando Anne y lady Lucille entraron a la recámara de Prudence, se encontraron a Elizabeth reposando con una expresión de felicidad que las tomó desprevenidas. En su rostro no había rastro de preocupación alguna, y era tan fuerte su confianza, que no pasó mucho tiempo para que se convencieran de que todo saldría bien.

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