Una gran apuesta

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Minerva llenó la copa y dio  un gran sorbo, luego llamó a la tabernera. La mujer lánguida y arrugada la observaba con desdén; ese desdén que produce la pena y la envidia. La lástima por un individuo que no acaba de dilucidar los hilos del destino, y la envidia incomprensible por aquella falta de conocimiento, de aquella belleza, de aquella vida. Minerva vislumbró una mujer cohibida bajo aquella piel ajada, sonrió ante el evidente desconcierto de la anciana por su expresión y se dispuso a pedir la orden sin miramientos, sin embargo fue interrumpida por el chirrido de una silla al ser arrastrada. Se giró y allí estaba Zarakiel.

—¿¡Qué haces aquí!? —vociferó Minerva.

El hombre la ignoró. Se giró a la tabernera, quien esperaba, y le manifestó su orden.

—Carne, pan y queso para mí y otra botella de vino para ella —le entregó algunas monedas de cobre. Una vez la tabernera se marchó, Zarakiel prosiguió —. Las cosas han cambiado mucho en el tiempo en el que no has estado —su voz se bañó de pena—. ¡Debes volver! —tomó sus manos con desesperación—. Solo tú puedes hacer que los clanes se reúnan.

Minerva volvió a llenar su copa y lo miró con desdén.

—No tengo nada por lo que volver.

—¡No hagas como si no te importara, por Dios! —dio un golpe a la mesa percatándose de que la atención de todos se había posado en ellos.

—¡Dejó de importarme cuando el concejo me traicionó! —su voz se quebró. Apuró su copa para llenarla nuevamente—. Márchate por dónde has venido, Zarakiel.

La tabernera apareció con una bandeja en sus manos, la descargó en la mesa y colocó el plato junto a Zarakiel. Se disponía a entregar la botella de vino pero Minerva fue más rápida, tomó la botella y en su lugar dejó algunas monedas. Sacó una moneda de oro y la hizo girar en el aire, levitando. Despachó a la tabernera y Miró a Zarakiel quién estaba absorto en su belleza.

—Todo es cuestión de azar, amigo mío.

Iba rumbo a la puerta cuando dos hombres robustos le impidieron la salida.

—¿Cuánto cobras por calentar mi cama? —preguntó el de la derecha observándola de pies a cabeza con mirada lasciva.

Minerva sintió como el cólera la invadió. Estaba a punto de arrojarlos contra la puerta pero entonces vio que uno de los hombres tenía algunas fichas de domino en su mano.

—¿Qué tal si apostamos? —espetó, aún consciente de que jamás había ganado una partida.

Las fichas de hueso se mezclaban bajo las manos manchadas de aquel hombre y a Minerva la invadía una extraña excitación que precedía a la calma, al éxtasis que le proporcionaba el juego. Pese a que casi nunca ganaba era una apostadora empedernida.

Repartió las fichas con magia vislumbrando un atisbo de sorpresa en el rostro del hombre. Una a una las organizo y esperó que su contrincante hiciera lo mismo.

Tomó una ficha al azar y la colocó en el centro de la mesa. Uno y tres, los números que más detestaba. El primero porque le recordaba su constante soledad, y el segundo porque para ella representaba la familia que no pudo tener: ella, su pareja y su hija. ¡Dos endemoniados números que necesitaba erradicar!

Una a una las fichas del hombre disminuían, mientras que el número de Minerva crecía cada vez más. No quería acostarse con aquel hombre mugriento así que pensó en la flaquezas de su acuerdo y en que no tenía poder como para doblegarla a su voluntad. Era un humano. Se relajó. Era una completa idiota. Impulsiva, alcohólica y torpe pero tenía magia, y contra eso no tenía cabida aquel desagradable individuo.

El hombre comenzó a perder turnos, Minerva comenzaba a acercarce a la victoria de manera inesperada. Aquellos números de los que tanto renegaba habían marcado el final del juego. Primero el uno, luego el tres.

El hombre intentó convencerla con una copa fracasando de manera estrepitosa. Minerva sacó su moneda, la lanzó con escepticismo y la atrapó de manera brusca, guardándola de nuevo en el bolsillo de su vestido.

Ella, la legendaria perdedora había ganado una apuesta.

Definitivamente nada bueno se avecinaba.

Agatha se adentró a la plaza. Caminó con parsimonia por el callejón, fingiendo que escogía el mejor producto.

—¡El hijo del panadero fue elegido para servir a La Trinidad! —exclamó una mujer regordeta mientras ataba el cilantro con una pita.

—¡Qué bendición! —le respondió la que parecía ser su clienta.

Agatha sintió repulsión. Viejas chismosas atiborradas de lo que ellas llamaban fe. Nada más deprimente que la ceguera. «¡¿Cómo es que nadie se percata de que jamás regresan!?», pensó.

Las mujeres siguieron hablando descuidadas, momento que Agatha aprovechó para tomar un pequeño costalillo de arroz.

¡Por fin tendrían una comida decente!

Atravesó la plaza a grandes zancadas hasta alcanzar el umbral del bosque, se adentró con prisa observando de vez en cuando hacia atrás para comprobar que nadie la seguía. Caminó varios metros hasta llegar al arrollo, y cuando se disponía a llenar la botella que tenía en la mochila, vio a una mujer de cabellos claros recostada bajo la sombra de un gran árbol. Parecía dormida, sin embargo, el vaivén de su mano mientras acariciaba una gran iguana verde indicaba lo contrario. La mujer llevaba un vestido beige que resaltaba sobre el verde prado.

Agatha llenó la botella sin dejar de observar a la mujer, quien levantó su mano para permitir que su gran mascota se bajara de su regazo.

—Midori, volveré por la noche, tengo asuntos pendientes.

Cuestión de azar (Borrador) - EN AMAZONWhere stories live. Discover now