¡Salve a La Tríada!

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El viento soplaba con fuerza arrastrando hojas y polvo a su paso. Las aves cantaban una melodía que a Minerva se le antojaba insoportable, aún cuando se concebía a si misma como una extensión de la naturaleza. Con cada paso que daba sentía su propio peso aumentar de manera considerable. No podía controlar la tempestad que se desataba en su interior. Llevaba seis días en Otorium observando las reacciones de la gente ante el llamado de La Tríada y, aún después de tantos años, aquello no terminaba de encajar. Faltaban piezas. Demasiadas incógnitas. Las palabras de Zarakiel poco a poco dejaban marca en aquella coraza que con tanto esfuerzo había construido.

—Mi señora —habló Lan haciendo una reverencia.

Minerva observó el temblor casi imperceptible que había invadido su mano izquierda.

—¿Qué has averiguado? —indagó sin girarse a verlo.

—No mucho. De Otorium, un muchacho que apenas superaba la veintena; y de las aldeas vecinas, tres niñas y dos adultos con un entrenamiento básico en combate. —Minerva atrapó sus manos, la una con la otra, tratando con tal desesperación de detener el movimiento involuntario qué se había apoderado por completo de sus dedos, que solo deseó estar caminando por el pasillo de La casa de las flores mientras degustaba el vino más caro. Se quedó pensativa mientras Lan aguardaba—. ¿Desea algo más, mi señora?

—No, Lan. Puedes retirarte.

—Como guste, mi señora. —Se despidió con una reverencia.

Minerva se permitió observar sus manos, sus ropas y su piel. Se preguntó si ya era tiempo de dejar atrás la magia y dejar al descubierto su verdadero rostro.

Caminó preguntándose si valía la pena cada gota de información. Llegó hasta donde se encontraba Midori y deslizó su mano sobre el pecho de la iguana. El animal dormitaba.

—Tu eres la única que está, la única que me cuida y me apoya. —Dibujó leves caricias sobre las finas escamas verde oscuro—. Mi única familia. —Plasmó un besito cerca de uno de sus ojos.

Minerva agitó su mano derecha en el aire, de arriba abajo en un movimiento elegante, fluido, ocasionando que su aspecto cambiara; luego repitió el movimiento a lo largo del cuerpo de Midori. La iguana levitó siguiendo los pasos de su ama hasta la taberna mas cercana.

—¡No se permiten los bichos, bruja! —le grito el hombre tras la barra.

Minerva lo ignoró, siguió avanzando y una vez frente al individuo barbudo, dejó caer cinco monedas de plata sobre la madera corroída que tenía aquella mesa.

—¡Deme una habitación! —El hombre asintió contemplando las monedas con gesto avaro—. ¡Una limpia!

—Por aquí. —Se encaminó hacia el fondo del pasillo indicándole con un gesto de su cabeza que le siguiera. Llegó al fondo y abrió una puerta haciéndole un gesto con la mano para que entrara.

Minerva ingreso a la maltrecha habitación de madera, observó la cama con gesto ausente y se arrojó sin despojarse de los zapatos.

—Sube, Midori. —Dio tres golpecitos al duro colchón justo al lado de su cuerpo—. ¿Crees que debería volver? —indagó mientras con sus manos temblorosas descorchaba una botella de vino dispuesta a beber directamente de la misma. La iguana saltó y se ubicó junto a su ama con la mirada fija en sus manos—. Tal vez sea más prudente esperar noticias de Lan. —Deslizó la punta de los dedos sobre las escamas cercanas a los ojos y se giró dibujando un besito en la zona acariciada—. Descansa, Midori.

Minerva avanzaba a pasos apresurados, la suave brisa arrastraba su cabello hasta casi cubrir su rostro. Lan le había informado sobre la situación de su aldea. Las guerras internas amenazaban con conducir el poblado al colapso. La hambruna generada por las pérdidas de la última cosecha de trigo azotaba la región entera. Los pocos alimentos que quedaban fueron acaparados por los concejeros y ancianos de la comarca. La gente se marchaba a probar suerte en los poblados aledaños. Una vez llegó al arrollo se despojo de sus ropas con magia para adentrarse en el agua. Maldijo lo fría que estaba. Maldijo a Zarakiel por haber perturbado sus días y maldijo tener que volver.

Partió algunas horas más tarde, después de haber realizado la entrega de elixires que le había encargado el alcalde del poblado.

—¡Más rápido, Midori!

Minerva tenía prisa, sentía que algo no andaba bien. Había transformado a su iguana en un animal mucho más grande al cual poder montar y se habían marchado como un huracán en compañía de los últimos rayos del día.

Tan pronto como divisó las afueras del poblado se sintió en paz, todo parecía normal. Minerva juntó unos cuantos trozos de madera y con un gesto de su mano ya se alzaba un fuego abrasador. Midori parecía especialmente encantada con la fogata. La mujer instaló un pequeño domo de protección y se recostó bajo un gran árbol, donde segundos después se acercó su ahora pequeña mascota. Descansaron en compañía la una de la otra hasta que los primeros rayos del alba obligaron a Minerva a levantarse.

—Quédate, Midori, estaré bien. —La iguana paso junto a su pierna dándole un pequeño empujón—. Ve a comer, te veo en la noche.

Minerva avanzaba con prisa por el bosque. Las gotas de rocío poco a poco empapaban su vestido y su capa. Sentía que en frío atravesaba su calzado hasta enterrarse en sus huesos. Una hora más tarde estaba adentrándose en el pequeño poblado. Se extraño por la soledad que emanaba el lugar. Antaño los niños corrían desde temprano con sus padres para instalar los puestos de mercado. Los perros ladraban y s perseguían unos con otros mientras que los gatos saltaban d tejado en tejado. Ahora todo parecía lúgubre. Minerva se preguntó donde estarían todas las personas, las casas parecían vacías.

Avanzó por la estrecha avenida principal y, a media quese adentraba en el sendero, algunos mormullos ininteligibles se oían. Minerva se extrañó. Unos cuantos pasos más y pudo distinguir la fuente del sonido. Al parecer las personas estaban congregadas en la plaza.

—¡Al amaneces y al atardecer a mis señores obedeceré! —oyó Minerva el eco de voces conjuntas— ¡Oh, salve! ¡Señores de las sombras en ustedes pongo mi lealtad y mi fe! —Minerva llegó a la plaza y se sobresaltó al ver a todo el pueblo: hombres, mujeres, ancianos y niños rezando aquella absurda letanía para a figura que yacía en el centro—. ¡Salve a La Trinidad! —la gente se arrodilló mostrando su respeto, luego comenzó a marcharse.

Minerva se acercó y observó la estatua. Tres figuras humanas, cada una dando su espalda a las otras dos, en forma de triángulo. Sus ojos no estaban. Sus capas parecían desgastadas. Su piel parecía que se quemaba. Minerva se preguntó si así luciría la Trinidad. Algo le decía que era mucho más escalofriante delo que se veía.

De repente fue consciente de lo que aquellas plegarias significaban: el pueblo, su pueblo había sido dominado.

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