1. El Primer Asesinato

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El niño lloraba. 

Tenía sus ropas manchadas de sangre, e intentaba desesperadamente quitársela con las manos.

Su madre yacía a un solo metro de él, muerta bajo un charco de sangre. Su garganta estaba destrozada, y su pecho había sido apuñalado repetidas veces.

—¡Mami! —lloriqueó.

—¡Es tu culpa! —gritó el hombre que alguna vez fue su padre. Tenía un cuchillo entre sus manos temblorosas, el cuchillo que había visto ser afilado esa misma mañana. El rostro del hombre reflejaba lo aterrado que estaba, y el cuchillo se agitaba entre sus manos de forma nerviosa—. ¡Tú hiciste eso! ¡Tú la mataste! ¡Fuiste tú! ¡Fuiste tú!

Jimin lloró, miró nuevamente a su madre muerta, en el suelo, ensangrentada. Gateó hasta ella y estiró una de sus pequeñas manos tratando de tocar su rostro.

—¡No! —gritó el hombre, furioso, aterrado—. ¡No! ¡No la toques!

Y Jimin soltó un fuerte grito, por la manera en la que su padre le tomó del brazo y lo levantó con una facilidad impresionante. Tenía sentido, él solo tenía unos cuantos años, era pequeño y delgado, lo suficiente como para provocar que su propia madre se preocupara por lo mucho que su columna se veía debido a la falta de grasa en su cuerpo.

—¡Papá! ¡Papá!

Lo soltó sobre unas pequeñas mantas sobre el suelo, ahí mismo donde él solía dormir con su madre. Hasta ahora.

Lloró, con sus diminutas manos, aferrándose a las mantas, simulando su cama. Su padre se volvió, caminando alrededor de su esposa muerta, con su sangre derramándose entre sus manos, con el cuchillo aun sujeto entre sus dedos enroscados sobre el mango negro del cuchillo.

Jimin lloraba, temblaba aún sentado sobre las mantas en donde había visto dormir a su madre esta mañana, mientras su padre había estado en la cocina, afilando el cuchillo que hace un par de horas había atravesado el pecho y el estómago de su madre.

Abrazaba sus piernas y hundía su rostro entre ellas. Estaba exhausto, ya no tenía más lágrimas, se había cansado de hacerlo.

Había escuchado una vez a alguien decir que cuando una persona llora más de ocho minutos, entonces está mintiendo. No me malentiendas, sé que probablemente has llorado horas enteras, porque yo también lo he hecho. Pero sabrás tan bien como yo que existen estos determinados lapsos de tiempos en los que logras tranquilizarte, intentas oprimirte, o simplemente te has cansado de llorar. Aun así cuando ha pasado un solo minuto vuelves a llorar, porque el sentimiento vuelve a ti, te ataca y te clava las garras en el pecho. Cuando una persona llora más de ocho minutos seguidos, sin detenerse en ningún momento a respirar, a intentar tranquilizarse, miente. Miente. Miente.

Jimin tenía sus ojitos hinchados, la sangre en sus manos empezaba a secarse, había logrado acariciar el rostro aterrorizado de su madre por última vez.

Su padre lloró, había envuelto torpemente el cuerpo de su esposa en una sábana, lloró aún más fuerte cuando la sangre se filtró por el algodón blanquecino y volvió a manchar la madera del piso. Tuvo que utilizar otras sábanas más, hasta que finalmente decidió envolver a su esposa en el plástico enrollado que había encontrado en la cocina.

Acomodó el cadáver sobre un sofá, y lo miró con detenimiento. Sus ojos estaban vacíos, rojos y desorbitados. Su piel estaba pálida, casi amarillenta, y tenía la ropa y las manos ensangrentadas, por aquello de haberse ocupado él mismo del cadáver de su esposa.

—Te amo —murmuró apenas, acariciando el bulto de plástico en donde seguramente estaba la cabeza de su esposa—. Te amo. ¿Espérame en el otro lado, si? Te voy a alcanzar. Estaremos mejor ahí. No volverás a tener miedo.

Jimin miró atento, sus manos temblaban ligeramente, sus labios estaban partidos, y el cansancio se le veía en los ojos.

—¿Dijiste que querías ir a comer afuera, lo recuerdas? —prosiguió su padre, acariciando el bulto en donde el rostro de su esposa se escondía— Voy a llevarte a comer, solo tienes que esperar un poco. Espera un poco, estaré contigo, lo haré. Créeme.

Y lo hizo.

Jimin lo miró.

Su padre había tomado una cuerda.

—¡No me mires! —había gritado— ¡No me mires! ¡No lo hagas!

Jimin lo miró. Cómo su padre se había dejado caer de una pequeña silla, en donde su madre solía sentarlo a él para alimentarlo. Lo había visto patalear, lo había visto quejarse y lo había visto tratar, desesperadamente, de quitarse la cuerda del cuello.

Jimin se durmió, porque estaba exhausto. Y porque no quería ver los pies de su padre balancearse de un lado a otro.

El Niño Que Conoció La MuerteWhere stories live. Discover now