6-RACHEL

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Aún no se había acostumbrado al silencio de su hogar.
Subió las escaleras y se detuvo frente a la puerta de Sam. Su madre decía que mantenía la puerta siempre cerrada por Gemma, su perra, quien estaba empeñada en dormir allí desde la desaparición del niño, pero Rachel sabía que aquello era solo una excusa.
A pesar de que estar sola en la casa, se deslizó sigilosamente hacia la habitación de sus padres. Unas píldoras para dormir descansaban sobre la mesita de luz de Abbie, mientras que en la de Shin asomaba un libro de autoayuda. Aquella imagen reflejaba perfectamente el estado en el que se encontraban inmersos. Su madre luchaba contra la depresión, mientras que su padre buscaba, entre los consejos de algún extraño, cómo poder reconstruir lo que quedaba de su familia.
Ninguno de sus padres había considerado en voz alta la opción de que Sam pudiese estar muerto. En ocasiones, Abbie parecía olvidar siquiera que ya no se encontraba allí y ponía otro plato sobre la mesa. Rachel sabía que aquello era parte del trauma, del dolor de tener que vivir en una agonía constante, de tener que adormecerse con pastillas, y de la terrible presencia de aquella puerta cerrada, a la que Abbie trataba como si fuese una tumba. Ninguno de sus padres creía que Sam estuviese muerto, pero en ocasiones, había algo en sus miradas, en sus silencios que parecía querer dejarlo ir y tan solo... encontrar algo de paz. Rachel temía que se dieran por vencidos, que dejasen de buscarlo, y aunque la incertidumbre de no saber qué le había sucedido a su hijo era peor que encontrar su cadáver, todo se remitía a cuánto podía aguantar una persona.
Cada día lejos de su hermano era una tortura lenta que parecía crecer y querer consumirla por dentro, como todavía lo era en ocasiones, la muerte de Maddie, su difunta mejor amiga. Pero Maddie estaba muerta y Sam no, y eso significaba que todavía había esperanza para su hermano, y más ahora que ella sabía la verdad.
Todo había comenzado con el collar que su abuela le regaló cuando era niña, un objeto pasado de generación en generación, y que formaba parte de una extraña leyenda que su familia desconocía. La leyenda hablaba de La Oscuridad y su hermana, La Luna, quienes luchaban en la tierra convertidas en lobos. El Lobo Blanco era el protector de los animales, mientras que el Lobo Negro buscaba esclavizarlos. Tras una batalla entre ambos, el Lobo Negro logró robarle un ojo a su hermana, y con él creó a los humanos para ser venerado por ellos. Pero tras aquel último enfrentamiento, ambos seres habían sido despojados de su cuerpo material y devueltos al más allá, aunque no antes de que la Oscuridad convirtiera el ojo en una hermosa piedra que actuaría como portal para su reencarnación en el cuerpo humano que la llevase.
La leyenda contaba que la piedra había sido convertida en dos collares. Uno de ellos había terminado en la familia de Rachel y el otro, en manos de la abuela de Bonnie. Al estar dividida, la piedra funcionaba como dos portales, permitiendo que ambos seres, el Lobo Blanco y el Lobo Negro, reencarnasen. Sin embargo, se requerían ciertas condiciones: dos hermanos descendientes de la primera niña que usó la piedra debían llevar los collares al mismo tiempo durante un eclipse.
Aquella extraña coincidencia había sucedido el año pasado, y ahora ambos Lobos habían reencarnado.
Tomó el cuaderno de tapa azul y se dirigió a su habitación.
El "libro de Sam", como lo llamaba su madre, era el último de una serie de diarios anuales donde Abbie anotaba los avances de su hijo y los métodos más efectivos para adoptar nuevas rutinas. Rachel lo había releído unas miles de veces, posiblemente como manera de autocastigarse por no haber notado los extraños cambios que su hermano había comenzado a presentar.
Sus ojos iban saltando sobre las anotaciones de su madre: disminución de conductas autoagresivas, mayor contacto visual, episodios de curiosidad e imitación... La lista continuaba incrementándose de manera cronológica a medida que pasaban los meses. Aquello, aunque podía sonar como actitudes normales de cualquier niño, eran casi imposibles para el grado de autismo severo que llevaba su hermanito.
Lo había leído y releído hasta que los bordes de las hojas se habían gastado, y aun así continuaba aferrada a la misma idea. Samuel había comenzado a disminuir su autismo, parecía estar aprendiendo. De alguna manera El Lobo Negro en su interior estaba disminuyendo características que le impedían desenvolverse de manera independiente.
Los cambios habían sido graduales desde aquella noche del eclipse. Y luego de casi un año desde su desaparición, se preguntó qué otros tipos de alteraciones podrían haberle sucedido ¿Podría acaso hablar? Pero los cambios no se limitaban solo a Sam, ella misma también había experimentado fenómenos inexplicables, aunque sus episodios habían sido esporádicos e incontrolables. En ocasiones, su sentido del olfato y del oído se habían vuelto desmedidos, pero aquello no había sido lo más asombroso, ya que había experimentado sucesos aún más extraños que desafiaban las leyes de la realidad. Como aquella noche en que "soñó" correr en cuatro patas persiguiendo el aroma de su difunta mejor amiga, o cuando desmayada presenció un evento pasado donde vio a Leda resurgir del bosque, a pesar de que todos la creían muerta. Sin embargo, todos esos episodios cesaron después de unos meses. Había intentado hablar con sus padres al respecto, pero fue en vano, ya que solo recibio una serie interminable de análisis, pruebas y medicamentos que no lograron proporcionar un diagnóstico certero. Sus padres, agotados por la situación, se aferraron a la hipótesis de que el ataque que había sufrido el año anterior le había provocado secuelas, una especie de actividad cruzada en diferentes áreas de su cerebro, según afirmaba el doctor Miller, su médico actual.
Pero Rachel sabía que se equivocaba. Todos sus extraños episodios se debían a la presencia del Lobo blanco en su interior.
<<¿Sam... puedes oírme?>> preguntó en su mente. <<Si me oyes, dame una señal>>
Nada sucedió.
Había intentado comunicarse telepáticamente con su hermano, pero nunca lo había logrado. Cada intento infructuoso dejaba en su interior una fuerte sensación de vacío y la certeza de ser una completa idiota. Aún así, creía que ambos debían estar conectados de alguna manera. Estaba segura de que si Sam hubiese muerto, o si algo grave le hubiese sucedido, ella lo sabría. Podría sentirlo.
Inconscientemente se llevó una mano a su pecho vacío.
Ya no llevaba consigo la piedra y extrañaba su tacto, pero se consoló pensando que estaba más segura en la caja fuerte de los Shaw.
En ese momento escuchó movimiento en la planta baja y salió a ver.
–¿Qué haces tan temprano en casa? –preguntó asomándose por la escalera.
–Se me ocurrió que podría cocinarles comida japonesa –contestó su padre. Llevaba consigo varias bolsas de papel repletas de cosas.
–Oh.
–¿Estás sola? –preguntó Shin, probablemente sorprendido de que Gemma no se acercase a saludar.
Ella asintió.
–Mucho mejor, así la cena será sorpresa –dijo él, y desapareció en la cocina.
Shin siempre había sido un hombre reservado y distante, pero luego de la desaparición de Sam, intentaba estar más presente en la casa. A pesar de que haber sido él quien recibió el e-mail que revelaba la verdadera leyenda de los lobos, parecía no haberla tomado enserio. Su padre era un hombre de ciencia y su pensamiento siempre había sido demasiado rígido, lo cual lo había terminado distanciando de su propia madre, Yoko, a quien siempre consideró que padecía problemas mentales.
Al cabo de media hora, Rachel estaba colocando los platos en la mesa cuando su madre apareció.
–¿Rachel...? ¿Shin...?
La oyó pronunciar.
–¡Estamos la cocina!
Unos segundos después Abbie se unió a ellos. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
–¿Estás bien? –preguntó Rachel, aunque sabía que la respuesta era negativa.
–Sí, solo salí a dar un paseo.
Shin la observó con preocupación.
–¿Han preparado la cena? –inquirió Abbie–. No me había dado cuenta de la hora...
–No te preocupes –apresuró a decir su marido–. Tenemos todo listo. ¿Por qué no te sientas?
Ella se dejó caer en una de las sillas.
–¿Dónde está Gemma? –preguntó Rachel–. ¿No estaba contigo?
La mujer la miró confundida, y un momento de silencio llenó la habitación.
–¡Maldita sea! –exclamó Shin bruscamente.
–¿Escapó otra vez? –preguntó Abbie.
–Iré a buscarla... –dijo su hija con pesadez.
Chequeó primero el jardín trasero. Se encontraba descuidado, con las plantas arruinadas y agujeros por doquier. Gemma solía ser una perra ejemplar, pero en los meses venideros a la desaparición había comenzado a desarrollar comportamientos extraños. Se había vuelto más dominante y con un exceso de energía, además de empezar a tener la costumbre de trepar la cerca del patio trasero y escaparse.
Rachel caminaba apresurada por la calle, sabía dónde encontrarla. Se frenó a unas cuantas casas de distancia y tocó el timbre.
Una mujer de cabello regocido y tez morena abrió la puerta.
–Hola, soy Rachel, vivo a unas casas de distancia –comenzó a explicarle a la desconocida–. Quería saber si el señor Shepard había visto a mi...
–¡Ya era hora! – interrumpió una voz masculina que provenía del interior de la casa–. ¡El maldito animal lleva una hora excavando en mi jardín! ¡Esto es inaceptable! ¡Deberían ponerlo a dormir!
Ambrose Shepard, un anciano de unos noventa y tantos, se acercaba lentamente por la sala con su andador.
–¿El perro es tuyo? –preguntó la mujer–. He intentado atraparlo pero no lo he logrado, y no podía dejarlo demasiado tiempo solo –explicó refiriéndose al hombre.
Comprendió que ella era alguna clase de enfermera o cuidadora.
–Sí, lo siento... –se disculpó con rapidez–. La llevaré de vuelta enseguida.
Cruzó la casa en dirección al patio trasero. La luz en el lugar era tenue y amarillenta, y toda la casa olía a una mezcla de algo rancio y medicamentos. Había estado allí antes, ya que, por alguna razón extraña, Gemma tenía la obsesión de meterse en esa propiedad.
La divisó a través del mosquitero de la puerta trasera.
–¡Gemma!
El animal de pelaje negro movió sus orejas hacia atrás.
–¡¿Qué demonios estás haciendo?!
El jardín parecía un campo minado.
Cuando finalmente logró agarrarla, la arrastró hacia la casa, pero la mujer que había visto antes le bloqueó el paso.
–El señor Shepard dice que salgas por el costado del jardín –le explicó amablemente.
Refunfuñó para sus adentros pero comenzó a alejar a Gemma de la puerta.
–Ah, y Rachel...
Se volteó con dificultad.
–Si fuese tú, tendría más cuidado –le advirtió bajando el tono de voz–. Ha estado a punto de llamar a la perrera, y si esta no es la primera vez que tu perra hace algo así...
Aquella insinuación le causó escalofríos.
–Será la última –prometió. 

La risa de la Bruja (borrador)Where stories live. Discover now