Capítulo 39 parte 2

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Las antorchas iluminaban el estrecho y solitario pasillo, no había nadie más, salvo nosotros, lo que me hizo preguntarme por la persona que afirmó que no estaba mintiendo hacía unos pocos momentos, ¿Por qué no querían que lo viera? Tal vez fuera al revés, no querían que él me viera, que conociera mi rostro, pero qué sentido tenía, una cuarta parte de la jauría ya sabía mi secreto, estaba segura de que a estas alturas el resto saberlo ya.

¿Qué pensarían de mí? ¿Y de Conrad? ¿Creerían que los estaba traicionando?

No, eso no es posible. No después de lo que pasó. La mirada de confusión en su rostro cuando su comandante me enfrentó, la palidez de su piel, el sonido de su jadeo minutos antes de que me desmayara. Necesitaba verlo otra vez, tener unos minutos, aunque sea para decirle que lo sentía, pero tenía el presentimiento de que eso no sucedería, no en mucho, mucho tiempo.

Me estremecí.

—¿Por qué vamos a tu despacho? —pregunté. Me dolían los pies y no podía dejar de tropezar gracias a las sacudidas de mi cuerpo por el frío.

—Es más cálido, pensé que lo agradecerías —masculló el comandante, iba al frente, guiándonos. Bajo la luz de las antorchas podía ver las cicatrices de su cráneo corriendo por su nuca.

—Quiero ver a Conrad —solté.

El hombre que me sujetaba bufó.

—No estás en posición de exigir nada, mucho menos en acercarte a mis cazadores. Te cortarían la garganta, ¿sabes? Después de todo lo que le has provocado a tu gente, después de haberte escondido entre los míos y gozado de su protección cuando es lo último que mereces.

Me paré en secó y mis pies rasparon contra la superficie dura del suelo, el guardia quiso forzarme a continuar, pero no cedí.

—¿Por qué no solo me cortas la cabeza y la ofreces en la frontera como premio? —enfurecí. El comandante se detuvo, pero no se dio la vuelta—. ¿No es eso lo que quieres? ¿No es eso lo que merezco? Porque según tú he destruido la vida de tu gente y de los mágicos, ¿por qué no me dices desde cuándo hago esto? ¿Hace treinta años o más? Cuando yo ni siquiera había nacido. Pero sigue siendo mi culpa, ¿no es así? —jadeé—. Sigue siendo mi maldita culpa porque cuando llegué a la mayoría de edad debí casarme con Tressal y convencerlo de alguna forma de que terminara con la absurda guerra que existe desde antes de que yo naciera —me sacudí entre los brazos del guardia—. ¿Qué querías que hiciera?

Estaba cansada. Agotada. No podía más con sus acusaciones.

El comandante se dio la vuelta con lentitud y me miró con la rabia del mundo ardiendo en sus ojos.

—Eso no importa, ¿sabes por qué? Lo que pueda decir ahora no salvará a tu gente, no borrara el dolor y las heridas que los soldados de Angard han causado. Lo que yo podría haber querido no desaparecerá las violaciones o los asesinatos —siseó, su saliva salpicando hacia afuera—. Lo único que me importa ahora es la justicia, aunque sea un poco, porque creo que lo merecen, porque los he escuchado y les he abierto las puertas. Sin embargo, la mayoría de ellos no puede escapar, la mayoría de ellos quedaron atrapados en una nación que tus padres condenaron. Pero tú escapaste, ¿No crees que ellos también quisieron correr? ¿Crees que tuvieron la oportunidad? ¿Qué los hombres de tu difunto marido lo permitieron? —se enderezó y resopló—. Tú te fuiste. Tus padres son títeres. Y tu pueblo apenas puede respirar. Pero ellos no importan, ¿no? Solo tú y tu incapacidad para cumplir con tu deber.

¿No se escuchaba a sí mismo? ¿Qué podría haber hecho yo?

—¿Cuál deber? —bramé—, ¿Abrir las piernas?

Había tenido esta conversación tantas veces conmigo misma, me había hecho miserable, comprendía mis errores, pero...él no lo entendía.

El comandante bufó una risa.

—Por supuesto, qué otro propósito iba a tener la reina.

Me dolió en el alma que creyera para sí mismo que estaba bromeando.

Mi voluntad flaqueó.

—Tú no lo entiendes —mascullé, mi voz vaciló—. Soy una mujer como cualquier otra. A mí no me enseñaron a dar órdenes, me enseñaron a obedecerlas. Entiendo que en tu mundo perfecto tus mujeres son tratadas de otra forma, pero allá afuera no. Y eso no es mi maldita culpa —dije—. Vine aquí creyendo que encontraría un aliado, alguien que ayudaría a los que seguían atrapados, pensé que eras diferente, pero solo eres otro más. Otro bastardo arrogante...

Su mano me calló con una bofetada que me hizo trastabillar y caer. El rostro me picó donde me toqué, apenas me moví un par de centímetros para reincorporarme cuando fui sujetada por mi brazo y obligada a ponerme de pie de un tirón.

—Si te atreves a compararme con tus malditos padres, bien, me comportaré contigo de la forma en la que ellos lo hacen con mi gente —espetó, soltándome de golpe contra su guardia—. Llévala al calabozo. No le des agua ni comida hasta que suplique por eso.

Cuando el guardia comenzó a llevarme sentí que mi alma se rompía en pedazos.

—¿Crees que torturándome los estás salvando? —mascullé.

El comandante no flaqueó.

Miré hacia Kasper, quien se había quedado en absoluto silencio.

—Pude haberme quedado escondida —grité—. Pude darles la espalda para siempre...

Y no lo hice.

El guardia reafirmó su agarre, me rodeaba con sus brazos y me levantó del suelo cuando intenté patearlo.

—Si no dejas de moverte me aseguraré de que no pases un solo día con la ropa seca —amenazó en un gruñido, arrastrándome con él hacia la oscuridad.

No me estaba llevando a la habitación donde había estado.

Era otro lugar, entonces.

Me quedé quieta en los brazos del guardia, no era tan estúpida, si no moría en manos del comandante, no quería hacerlo por una enfermedad. La impotencia se sintió como rocas en mi garganta, las lágrimas corrieron por mis mejillas sin que las pudiera detener.

La oscuridad nos tragó hasta que las antorchas volvieron y los pasillos se dividieron.

—¿Qué haces allí? ¡El comandante te ordenó que te fueras! —demandó el guardia.

Me tensé sin comprender.

Volteé el rostro para protestar, pero él no estaba mirando en mi dirección, sus ojos iban hacia uno de los pasillos poco iluminados. Había una figura alta y delgada que por un momento vaciló hacia afuera de la sombra.

Y entonces vi a Conrad.

—Conrad —sollocé—. ¡Conrad!

Me retorcí con tanta fuerza que el guardia fue incapaz de contenerme, corrí hacia él, pero retrocedió y tropezó con la pared, no podía ver su cara, pero lo sentí. Sentí su rechazo. Sentí su absoluta aberración. Él había escuchado lo que me hicieron. Y no los detuvo.

Me detuve.

Conrad —jadeé, asfixiada por la certeza.

Oh, dios.

Golpearon mi rostro. Era una mano con un pañuelo. Reconocí el olor y aunque el golpe pudo haberme roto la nariz, no me dolió tanto como el que Conrad no me quisiera.

Recibí la oscuridad con los brazos abiertos. 

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