Epílogo

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Blanco. Suavidad. El aroma a madera de toda su vida. Cielo contempló con gratitud su habitación limpia y ordenada. Se levantó del cojín en su escritorio sobre el que había aparecido. Todo había terminado finalmente. Miró el reloj que marcaba las 11:11 y sonrió. Se observó en el espejo y confirmó que se encontraba totalmente limpia. «Como si me hubieran metido a una lavadora astral: qué buen servicio». También advirtió que podía ver su aura tenuemente, la cual ahora incluía el color violeta. «Genial».

Escuchó unos pasos apresurados aproximarse.

—Amor, ven, creo que hay alguien en el cuarto de Cielo.

«Guau. ¿Amor? Al parecer ciertas personas han mejorado aquí también».

Cuando la vieron, los ojos de sus padres se llenaron de lágrimas. Habían pasado cuatro meses desde su desaparición. Los contempló envueltos en auras rojas. Al parecer ya le era natural verlas. Abrió sus brazos ampliamente y los dos la abrazaron con fuerza.

—¿Cómo? —preguntó su madre, examinándole el cuerpo—. ¿Dónde? ¿Estás bien? ¿En dónde estuviste todo este tiempo?

—Gracias a Dios que estás de vuelta, hija —expresó su padre.

—Estoy bien. Mejor que nunca, de hecho. —Colocó sus manos sobre los hombros de ambos, los apartó apaciblemente y entre risas bromeó—: Digamos que fui a un campamento reformatorio onírico.

Ellos intercambiaron una mirada de confusión.

—Y ¿eso dónde queda? —cuestionó su madre.

—Es difícil de explicar. Lo más probable es que no me creerían. Pero siempre estuve aquí, encerrada en mí misma, lidiando conmigo misma. Tal vez algún día les explique con mayor claridad. Por el momento me gustaría disfrutar de mi regreso.

—Sí, sí, claro, Cielo —replicó su padre—. ¿Qué te parece si vamos a tu restaurante favorito? ¿Al Mochi?

—¿Cómo vamos a ir al Mochi? —exclamó su madre—. ¡Está justo al lado de donde desapareció!

—Lo sé, pero es su restaurante favorito y la vamos a estar cuidando —aseguró él, posando una mano sobre la cabeza de su hija de forma protectora—. Tranquila.

—Sí me gustaría ir —confesó la chica tiernamente.

Su madre suspiró.

—Bueno, iremos al Mochi —dijo con seriedad—, pero primero iremos a que te hagan unos análisis, por cualquier cosa. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, mamá, entiendo.

—Ay, y ¿si nos dieron otra Cielo? Esta niña no reclama.

—Pues ustedes también parecen otros padres, llamándose «amor».

Los tres se rieron. Hacía mucho que no se reían así; desde que era muy niña, probablemente. Volvieron a abrazarse.

—Te amamos, Cielo. Bienvenida.

—También los amo. Gracias por recibirme. —Le dio gusto por fin sentirse conectada a sus padres y percibirlos como almas puras e inocentes a pesar de todo. Cuánta paz le traía aceptarlos tal y como eran.

Cuando la llevaron al médico, este observó incrédulo la pantalla de su computadora y exclamó:

—Usted está sana, más sana que cualquiera a quien haya revisado antes. ¿Cómo es posible? ¿En dónde estuvo todo este tiempo?

Los tonos del cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora