Rojo

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Cielo sintió como si fuera a desmayarse. Al cerrar los ojos, sus párpados se inundaron de un rojo oscuro. Al abrirlos se percibió completamente lúcida. Miró a su alrededor y se alivió al percatarse de que se encontraba en el callejón, pero se desconcertó porque ya no estaban sus amigos. «No puede ser, ¿en serio se fueron? Qué cobardes, traidores».

De inmediato, una inesperada confusión la invadió con un escalofrío. Se sintió fuera de sí, como si hubiese ingerido una substancia extraña. Perdió la firmeza y cayó sobre sus rodillas. Dudó incluso de sus propios pensamientos: ¿sus decisiones solían ser las correctas? ¿Importaba que lo fueran? Ya no le quedaba claro qué la caracterizaba, qué la había llevado a ese lugar. Le irritó que, en un par de minutos y sin tener en claro por qué, había perdido la noción de quién era realmente.

Desorientada, salió del callejón. Aunque las luces de los locales permanecían encendidas, no había nadie en la zona. Su celular sin señal no le permitió marcarle a sus amigos. Poco a poco el miedo empezó a apoderarse de ella. Temblorosa, caminó hacia donde debían pasar los taxis.

A mitad de la calle vislumbró una gran sombra que se dirigía hacia ella. Al percatarse de que se trataba de una plaga de arañas y cucarachas, corrió horrorizada. Jadeante, le suplicó a su inexistente Dios que no permitiera que aquellos insectos se posaran sobre ella. Sin embargo, enseguida una cucaracha aterrizó en su cuello.

Hacía años que no gritaba ni corría tanto. «¡No, no, no! ¡Qué asco! ¡Esto es horrible! ¿Dónde están esos idiotas? ¡Maldición! ¿Por qué está pasando esto?». Se quitó de encima la mayor cantidad de insectos que pudo, huyendo con frenesí, aunque el cansancio fuera extremo.

La vista se le tornó borrosa. Paso a paso su velocidad disminuyó. Para su sorpresa, se había liberado de los insectos. Antes de que pudiera relajarse, un brillo en el piso llamó su atención: había dejado caer muchas monedas y billetes. Tras cerciorarse de que no quedaba ninguna cucaracha o araña, Cielo volvió rápidamente para recoger su dinero; aunque le temblaba todo el cuerpo y probablemente estaba en peligro, se negó a dejarlo ahí. Pero cada que colocaba el dinero en su bolso, este volvía a aparecer en el suelo. La situación le pareció absurda y le provocó inquietud, pero eso no le impidió intentar recogerlo todo una y otra vez. «Oh, no, no me van a quitar mi dinero, eso no».

Después de un rato de fallar, gritó de frustración y se tumbó en la calle. Cerró los ojos e intentó recuperar el aliento. Cuando los abrió, se sorprendió al hallarse rodeada de personas que la miraban con desprecio.

—Pero qué fea es, ¿ya le viste la cara?

—Y los brazos... y las piernas... ¿Habrá nacido así o habrá tenido un accidente?

—Seguramente tiene alguna enfermedad. Una persona sana no podría ser tan fea.

Los murmullos siguieron hasta que Cielo se dio cuenta de que hablaban de ella. Se miró el cuerpo: su ropa estaba sucia y rota, sus extremidades ahora eran más delgadas y tenía manchas en la piel. Sacó su espejo para mirarse el rostro: parecía que estuviera desnutrida y que la hubieran golpeado, además de encontrarse llena de granos y cicatrices. El poco cabello que no había perdido estaba grasiento y tenía los dientes sucios y chuecos; algunos incluso se le cayeron en ese instante. Al observar los dientes en sus manos, salió de su trance y gritó con horror.

—¡No! ¡No puede ser! ¡Me veo horrible! ¡Esta no soy yo!

Exigiendo respuestas, buscó con la mirada a algún culpable, pero las personas a su alrededor mantuvieron su distancia.

Desesperada, se levantó y se alejó del lugar. Los pies, las piernas y la espalda baja le pulsaron de dolor. La invadió la rabia al no entender nada de lo que estaba sucediendo. Poco después, no tuvo la energía suficiente para estar molesta; la fatiga predominó y vagamente reflexionó:

Los tonos del cieloWhere stories live. Discover now