El comienzo de todo

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«Me está viendo.»Charlie se agachó a cuatro patas. Estaba detrás de una hilera de juegosrecreativos, encajonada en el hueco entre las consolas y la pared, sobre elamasijo de cables y enchufes inservibles que tenía bajo los pies. Se sentíaacorralada; la única salida era pasar junto a esa cosa, y no era lo bastanterápida para lograrlo. La veía acechar de un lado a otro buscando algo que semoviera entre las máquinas. Apenas tenía sitio para desplazarse, pero tratóde gatear hacia detrás. Un pie se le enganchó en un cable, así que se detuvoy se retorció para soltarse.Oyó el ruido de metal contra metal, y la máquina más lejana cayó hacia lapared. La cosa la golpeó de nuevo y rompió la pantalla, para después atacarla siguiente; chocaba contra ellas casi rítmicamente y se abría paso haciaCharlie, cada vez más cerca.«¡Tengo que salir de aquí!» Aquel pensamiento desesperado no ayudaba;no tenía escapatoria. Le dolía el brazo y tenía ganas de llorar. La sangreempapaba el vendaje hecho jirones y tenía la sensación de que estabavaciándose.La máquina que tenía a apenas un par de metros chocó contra la pared yCharlie se estremeció. Se estaba acercando, oía más fuerte que nunca losengranajes y los clics del mecanismo. Con los ojos cerrados seguía viendocómo la miraba, su pelo apelmazado y el metal expuesto bajo la pielartificial.De pronto, la cosa tiró de la máquina que tenía delante, que se desplomócomo si fuera un juguete. Los cables que tenía bajo las manos y las rodillasdesaparecieron de un tirón. Charlie casi se cayó de bruces. Recuperó elequilibrio y miró hacia arriba justo a tiempo para ver un gancho que secernía sobre ella...BIENVENIDOS A HURRICANE, UTAHCharlie dedicó una sonrisa irónica al cartel y siguió conduciendo. Elmundo parecía el mismo a un lado y a otro del letrero, pero sintió unnerviosismo de anticipación al pasar junto a él. No reconocía nada, aunquetampoco lo esperaba, sobre todo estando en las afueras, donde todo eranautopistas y espacios vacíos.Se preguntó qué aspecto tendrían los demás, cómo serían ahora. Hacíadiez años eran sus mejores amigos, pero entonces pasó aquello y todoacabó, al menos para Charlie. No había visto a ninguno de ellos desde quetenía siete años. De niños habían intercambiado cartas sin cesar,especialmente con Marla, que escribía tal como hablaba: de forma rápida einconexa. Pero a medida que crecieron se habían ido distanciando, las cartashabían ido espaciándose en el tiempo y las conversaciones que habíanprecedido a aquel viaje habían sido superficiales y llenas de pausasincómodas. Charlie repetía sus nombres como para asegurarse de que aúnlos recordaba: «Marla. Jessica. Lamar. Carlton. John. Y Michael...». Enrealidad, Michael era el motivo del viaje. Habían pasado diez años desde sumuerte, diez años desde que sucedió aquello, y ahora sus padres queríanreunirlos a todos para la ceremonia de aniversario. Querían que todos susviejos amigos estuvieran presentes cuando anunciaran la beca que habíancreado en su nombre. Charlie sabía que era lo correcto, pero aun así leparecía algo macabro. Sintió un escalofrío y bajó el aire acondicionado, apesar de que sabía que no era por el frío.A medida que se acercaba al centro de la ciudad, comenzó a reconocercosas: varias tiendas y el cine, que ahora anunciaba el taquillazo del verano.Se sorprendió momentáneamente, y después se sonrió. «¿Qué esperabas,que todo siguiera como antes? ¿Un monumento a tu marcha, congeladopara siempre en julio de 1985?» Lo cierto es que eso era exactamente lo queesperaba. Miró el reloj, aún faltaban varias horas para la cita. Pensó en ir aver la película, pero sabía lo que quería hacer en realidad. Giró hacia laizquierda en dirección a la salida de la ciudad.Diez minutos después paró y salió del coche.La casa se alzaba amenazadora sobre ella con su silueta oscura hendidaen el radiante cielo azul. Respiró profundamente para serenarse. Sabía queestaría allí. Un vistazo furtivo a los extractos bancarios de su tía algunosaños atrás le había revelado que la hipoteca estaba pagada y que la tía Jenseguía pagando los impuestos. Solo habían pasado diez años, no habíaninguna razón para que eso hubiera cambiado. Charlie subió los peldañosdespacio, contemplando la pintura desconchada. El tercer escalón tenía unatabla suelta y los rosales se habían adueñado de una parte del porche, dondelas espinas daban furiosas dentelladas a la madera. La puerta estaba cerradacon llave, pero Charlie conservaba la suya. Lo cierto es que nunca la habíausado. Mientras se la quitaba del cuello y la deslizaba en la cerradura,recordó a su padre colgándole la cadena. «Por si la necesitas.» Bueno, habíallegado el momento.La puerta se abrió con facilidad. Charlie echó un vistazo a su alrededor.No recordaba mucho de la primera época allí. Al fin y al cabo solo teníatres años, y todos los recuerdos se habían desdibujado en una únicasensación infantil de luto y pérdida, de no entender por qué su madre teníaque marcharse, de aferrarse a su padre en todo momento, de no confiar en elmundo que la rodeaba a no ser que él estuviera allí, a no ser que lo abrazaracon fuerza, hundiéndose en sus camisas de franela y en su olor a aceite, ametal caliente y a él mismo.La escalera se extendía en línea recta delante de ella, pero no se dirigióhacia allí, sino que entró en el salón, donde todos los muebles seguían en susitio. De pequeña no se había dado cuenta, pero la casa era demasiadogrande para el mobiliario que contenía. Los objetos estaban muydesperdigados para llenar el espacio: la mesita de centro estaba a unadistancia inaccesible, y la butaca se encontraba demasiado lejos paramantener una conversación. Había una mancha oscura en la tarima demadera más o menos en medio de la sala. Charlie la rodeó rápidamente yentró en la cocina, en la que solo había unas pocas cacerolas, un par desartenes y algunos platos. De niña nunca había sentido que le faltara denada, pero ahora tenía la impresión de que la inmensidad innecesaria de lacasa era una especie de disculpa, el intento de un hombre que lo habíaperdido casi todo de darle a su hija lo que podía. Siempre acababaexagerando en todo lo que hacía.La última vez que ella había estado en aquella casa, el ambiente eraoscuro y todo daba la sensación de ir mal. La subieron en brazos a suhabitación, a pesar de que ya tenía siete años y habría llegado antescaminando sola. Pero la tía Jen se detuvo en el porche, la levantó y la llevóprotegiéndole la cara como si fuera un bebé expuesto al sol.Una vez en su cuarto, su tía la dejó en el suelo y cerró la puerta. Le dijoque hiciera la maleta, y la niña se echó a llorar porque era imposible quetodas sus cosas cupieran en aquella bolsa tan pequeña.—Volveremos a por el resto más adelante —dijo la tía Jen, que dejó versu impaciencia mientras Charlie vacilaba ante su cómoda intentando decidirqué camisetas llevarse.Nunca regresarían a por el resto.Subió las escaleras en dirección a su antigua habitación. La puerta estabaentreabierta, y al abrirla tuvo la vertiginosa sensación de que su antiguo yopodría estar sentado allí entre sus juguetes, que levantaría la mirada y lepreguntaría: «¿Y tú quién eres?». Entró.Al igual que el resto de la casa, su cuarto estaba intacto. Las paredes eranrosa pálido, y el techo, que descendía bruscamente en uno de los ladossiguiendo la línea del tejado, estaba pintado a juego. Su vieja cama aúnestaba pegada a la pared bajo una gran ventana; el colchón seguía allí, perolas sábanas no. La ventana estaba entornada y las gastadas cortinas deencaje ondeaban a la suave brisa que entraba del exterior. Había unamancha oscura de humedad en la pintura bajo la ventana, allí donde lasinclemencias del tiempo se habían abierto paso revelando el abandono de lacasa. Charlie se subió a la cama y forzó la ventana para cerrarla. Estaobedeció con un chirrido, y la muchacha dio un paso atrás para contemplarel resto de la habitación, las creaciones de su padre.La primera noche que pasaron en la casa, Charlie tuvo miedo de dormirsola. Ella no lo recordaba, pero su padre se lo había contado tantas vecesque la historia había adquirido la calidad de un recuerdo. Se incorporó ylloriqueó hasta que su padre fue a buscarla, la cogió en brazos y le prometióque se aseguraría de que nunca volviera a estar sola. A la mañana siguientela llevó de la mano al garaje, donde se puso a trabajar para mantener lapromesa.La primera de sus creaciones fue un conejo morado, ahora gris por losaños que había pasado sentado al sol. Tenía el tamaño de un niño de tresaños (la edad que tenía ella entonces), era de felpa, le brillaban los ojos yllevaba una elegante pajarita roja. No hacía gran cosa, se limitaba a saludarcon una mano, inclinar la cabeza y decir con la voz de su padre: «Te quiero,Charlie». Pero era suficiente para convertirse en un vigilante nocturno quele hiciera compañía cuando no podía dormir. Ahora Theodore estabasentado en una silla blanca de mimbre en el rincón más alejado de lahabitación. Charlie le saludó, pero él no devolvió el gesto, pues no estabaencendido.Después de Theodore, los juguetes ganaron en complejidad. Algunosfuncionaban y otros no; algunos parecían tener fallos permanentes, mientrasque otros sencillamente no resultaban atractivos para la imaginación infantilde la niña. Sabía que su padre se llevaba estos últimos de vuelta al taller yreutilizaba sus piezas, aunque no le gustaba ver cómo los desmontaba. Sinembargo, aquellos que se quedaron, a los que ella adoraba, seguían allímirándola expectantes. Charlie, con una sonrisa, pulsó el botón que habíajunto a la cama. Cuando consiguió que cediera, no sucedió nada. Volvió apulsarlo, manteniéndolo apretado más tiempo, y esta vez el unicornio sepuso en movimiento al otro lado de la habitación con el chirrido cansadodel metal contra metal.El unicornio (Charlie lo había bautizado Stanley por algún motivo queahora no recordaba) era metálico y estaba pintado de un blanco brillante.Rodaba por el cuarto sobre una vía circular, cabeceando rígidamente arribay abajo. Los raíles rechinaron cuando Stanley dobló la esquina y se detuvojunto a la cama. Charlie se arrodilló a su lado y le palmeó el costado. Lapintura brillante estaba desconchada y el rostro había sucumbido al óxido.Sus ojos vivaces miraban más allá de la decadencia.—Necesitas otra capa de pintura, Stanley —dijo Charlie.El unicornio, impasible, mantuvo fija la mirada.A los pies de la cama había un volante hecho con pedazos de metal quesiempre le había recordado el interior de un submarino. Lo giró. Se quedóatascado un momento y después cedió y dio vueltas como solía hacer; alotro lado del cuarto, la puerta más pequeña del armario se abrió de golpe.De allí salió sobre su raíl Elie, una muñeca del tamaño de un niño con unataza de té y un platillo en sus diminutas manos, como una ofrenda. Suvestido de cuadros seguía bien planchado y los zapatos de charol aúnbrillaban; quizás el armario la había protegido de la humedad. Cuando lasdos medían lo mismo, Charlie tenía un vestido igual.—Hola, Elie —dijo suavemente.Con el giro del volante, la muñeca regresó al armario y la puerta se cerrótras ella. Charlie la siguió. Los tres armarios se habían construido paraseguir la inclinación del techo, y Elie vivía en el más bajo de todos, quemedía más o menos un metro. El siguiente era unos treinta centímetrosmayor, y el tercero, el más próximo a la puerta, tenía la misma altura que elresto del cuarto. Sonrió al acordarse.—¿Por qué tienes tres armarios? —preguntó John la primera vez queestuvo allí.La niña lo miró perpleja, confundida por la pregunta.—Porque son los que hay —dijo por fin. Señaló el más pequeño a mododefensivo—. De todas formas, ese es de Elie —añadió.John asintió satisfecho.Charlie sacudió la cabeza y abrió la puerta del armario central, o al menoslo intentó. El pomo no giraba, estaba bloqueado. Lo forzó un par de veces,pero se rindió sin demasiado convencimiento. Se quedó agachada y levantóla mirada hacia el armario más alto, el «armario de niña mayor» que algúndía utilizaría. «No lo necesitarás hasta que seas más grande», solía decir supadre, pero ese momento nunca llegó. La puerta estaba entreabierta, peroCharlie no la movió. No se había abierto para ella, sino que simplementehabía cedido al paso del tiempo.Cuando se disponía a levantarse, vio algo brillante medio escondidodebajo de la puerta cerrada del medio y se inclinó para recogerlo. Sonriólevemente al ver que parecía un pedazo roto de una placa base. En su díahabía tuercas, tornillos, chatarra y piezas por todas partes, ya que su padresiempre llevaba cosas sueltas en los bolsillos. Traía consigo algo en lo queestuviera trabajando, lo dejaba en algún lugar y olvidaba que estaba allí, o,peor aún, lo guardaba «para no perderlo» y nunca volvía a aparecer.Aquella pieza también tenía enroscado un pelo de Charlie; lo soltócuidadosamente del diminuto saliente metálico al que se había enganchado.Por último, como si lo hubiera dejado para el final, cruzó la habitación yrecogió a Theodore del suelo. La espalda del muñeco no se habíadescolorido al sol como la parte delantera, y conservaba el morado oscuro eintenso que ella recordaba. Apretó el botón que había en la base del cuello,pero el conejo permaneció inerte. Tenía el pelo hecho jirones, una de lasorejas le colgaba de un único hilo, y a través del agujero se veía el plásticoverde de la placa base. Charlie contuvo el aliento, atenta y asustada por loque pudiera oír.—Yo... bi... o —dijo el conejo en tono vacilante y apenas audible, yCharlie lo dejó en el suelo acalorada y con el corazón encogido. Noesperaba volver a oír la voz de su padre.Yo también te quiero.Charlie miró a su alrededor. De niña, ese era su mundo mágico, y era muycelosa de su espacio propio, solo unos pocos amigos tenían permiso paraentrar. Se acercó a la cama y volvió a poner a Stanley en movimiento por suraíl. Se marchó y cerró la puerta antes de que el pequeño unicornio separara.Salió por la puerta trasera y se detuvo delante del garaje en el que supadre había instalado el taller. A un par de metros había un trozo de metalmedio enterrado en la gravilla. Charlie se acercó a recogerlo. Estabaarticulado por la mitad, y sonrió mientras lo doblaba de un lado a otro. «Uncodo articulado —pensó—. ¿Para quién sería?»Había estado en ese mismo lugar muchísimas veces. Cerró los ojos y losrecuerdos la invadieron. Volvía a ser una niña pequeña sentada en el suelodel taller de su padre jugando con restos de madera y metal como si fueranbloques de construcción, e intentando levantar una torre con aquellas piezasdesiguales. Hacía calor y sudaba, tenía las piernas sucias y pegajosas,vestidas con un pantalón corto y zapatillas. Casi podía oler el penetrantearoma metálico del hierro soldado. Su padre estaba cerca, trabajando en elunicornio Stanley; nunca lo perdía de vista.El rostro de Stanley no estaba acabado: uno de sus lados era blanco,brillante y agradable, y el reluciente ojo castaño casi parecía estar vivo. Laotra mitad de su rostro no eran más que placas base y piezas metálicasexpuestas. El padre de Charlie la miró y le sonrió, y ella le devolvió lasonrisa con amor. Detrás de él, en un rincón oscuro apenas visible, había unbatiburrillo de extremidades metálicas, un esqueleto retorcido de ardientesojos plateados. Cada cierto tiempo se estremecía de forma extraña. Charlieintentaba no fijarse, pero, mientras su padre trabajaba y ella jugaba con susjuguetes improvisados, aquel revoltijo metálico atraía su mirada una y otravez. Las extremidades contorsionadas casi parecían estar burlándose, comoun bufón espantoso; sin embargo, algo en él transmitía un inmenso dolor.—¿Papá? —dijo Charlie, pero su padre no levantó la mirada—. ¿Papá?—repitió con mayor insistencia, y esta vez él se volvió lentamente haciaella, aunque no parecía estar del todo presente.—¿Qué quieres, cariño?Ella señaló el esqueleto metálico. «¿Le duele?», quiso preguntar, perocuando miró a los ojos a su padre, se dio cuenta de que no podía. Negó conla cabeza.—Nada.Él le dedicó una sonrisa ausente y retomó el trabajo. Detrás de él, lacriatura volvió a estremecerse de forma horrorosa. Los ojos aún le ardían.Charlie sintió un escalofrío y regresó al presente. Echó un vistazo haciaatrás, se sentía expuesta. Bajó la mirada y se fijó en tres marcas muyseparadas en el suelo. Se agachó pensativa y recorrió una de ellas con eldedo. La gravilla se había desplazado y las hendiduras eran profundas.«¿Alguna clase de trípode?» Era lo primero que veía que no le resultabafamiliar. La puerta del taller estaba ligeramente entreabierta e invitaba aentrar, pero no le apetecía en absoluto. Regresó rápido al coche, pero encuanto se acomodó en el asiento del conductor se dio cuenta de que susllaves habían desaparecido; seguramente se le habían caído del bolsillo enalgún lugar de la casa.Volvió sobre sus pasos y echó un vistazo al salón y a la cocina antes deencaminarse hacia su cuarto. Las llaves estaban en la silla de mimbre, juntoal conejo Theodore. Las recogió y jugó con ellas un instante, como si noestuviera del todo lista para salir de la habitación. Se sentó sobre la colcha.El unicornio Stanley se había parado junto a la cama, como siempre.Charlie, ausente, le acarició la cabeza. Entre tanto había oscurecido y elcuarto estaba en penumbra. Por algún motivo, ahora que ya no estabaniluminados por la luz del sol, las imperfecciones y el deterioro de losjuguetes resultaban muy evidentes. Los ojos de Theodore ya no brillaban, ysu pelo gastado y la oreja suelta le hacían parecer enfermo. Los ojos deStanley, rodeados por el óxido, parecían cuencas vacías, y sus dientesdesnudos, que siempre había imaginado como una sonrisa, se habíanconvertido en la espantosa dentadura de una calavera. Charlie se levantócon cuidado de no tocarlo y se apresuró hacia la puerta, pero el pie se leenganchó en el volante que había junto a la cama. Tropezó con los raíles yse cayó de bruces. Oyó el zumbido del metal girando. Y, cuando levantó lacabeza, tenía delante un par de pequeños pies calzados en brillante charol.Tenía encima a Elie, que la observaba desde arriba en silencio; sus ojosvidriosos casi parecían estar viéndola. Sostenía la taza y el platillo ante ellacon una rigidez casi militar. Charlie se puso de pie con cuidado de nomolestar a la muñeca. Salió del cuarto cautelosamente para no activar otrosjuguetes. Cuando ya estaba fuera, Elie regresó al armario casi al mismoritmo.Corrió escaleras abajo, con prisa por marcharse de allí. Una vez en elcoche, no consiguió meter la llave hasta el tercer intento. Echó marcha atrásdemasiado deprisa pasando por encima de la hierba del jardín y se largó atoda velocidad. Después de más de un kilómetro, paró en el arcén y apagóel motor mientras miraba a través del parabrisas sin fijar la vista en nada enconcreto. Se obligó a ralentizar la respiración y ajustó el espejo retrovisorpara verse a sí misma.Siempre esperaba encontrar dolor, ira y tristeza en su expresión, peronunca era así. Tenía las mejillas sonrosadas y su rostro redondo parecía casialegre, como siempre. Durante las primeras semanas que pasó en casa de latía Jen, siempre que le presentaban a alguien oía los mismos comentarios:«Qué niña tan preciosa, qué feliz parece». Charlie siempre daba laimpresión de estar a punto de sonreír, con sus grandes ojos castaños ybrillantes, con sus finos labios listos para curvarse hacia arriba, inclusocuando tenía ganas de llorar. Aquella incongruencia era una leve traición.Se pasó la mano por el pelo castaño claro como si eso fuera a solucionar suencrespamiento y volvió a poner el espejo en su sitio.Arrancó el coche y buscó una emisora de radio con la esperanza de que lamúsica la trajera por completo de vuelta a la realidad. Pasó de cadena encadena sin escuchar lo que sonaba en ellas hasta que por fin se detuvo en unprograma de onda media cuyo presentador parecía gritar a su público concondescendencia. No tenía ni idea de qué decía, pero el ruido descarado ymolesto bastó para devolverla de golpe al presente. El reloj del coche casinunca daba bien la hora, así que miró el suyo de pulsera. Ya casi habíallegado el momento de verse con sus amigos en la cafetería que habíanelegido, cerca del centro.Charlie volvió a la carretera y condujo dejando que el presentadorfuribundo la calmara.Cuando llegó al restaurante, entró en el recinto y detuvo el coche, pero noaparcó. La parte delantera del local tenía un amplio ventanal y podía ver elinterior. A pesar de que habían pasado años, no tardó ni un segundo enlocalizar a sus amigos a través del cristal.Jessica fue la más fácil de reconocer entre la multitud. Siempre incluíafotos en sus cartas, y en ese momento tenía exactamente el mismo aspectoque en la última que le había enviado. Era bastante más alta que los doschicos, incluso sentada, y estaba muy delgada. No podía verla entera, peroCharlie observó que llevaba una amplia camisa blanca con un chalecobordado, y se cubría la brillante media melena castaña con un sombrero deala ancha adornado con una flor enorme que amenazaba con hacerlo caer.Gesticulaba con entusiasmo mientras hablaba.Los dos chicos estaban sentados juntos frente a ella. Carlton era unaversión mayor del niño pelirrojo que había sido; seguía teniendo carainfantil, pero se le habían afinado los rasgos, y llevaba el pelocuidadosamente despeinado y fijado con algún producto capilar. Era casiguapo para ser chico, y vestía una camiseta negra de deporte, aunqueCharlie dudaba que hubiera entrenado una sola vez en toda su vida. Estabaencorvado sobre la mesa con la barbilla apoyada en las manos. John estabasentado a su lado, junto a la ventana. Solía ser el tipo de niño que seensuciaba incluso antes de salir a la calle, que se manchaba de pintura antesde que el profesor repartiera las acuarelas y que tenía suciedad bajo las uñasjusto después de lavarse las manos. Charlie supo que era él porque tenía queserlo, pero su aspecto era completamente distinto. La mugre infantil habíasido sustituida por un toque fresco y limpio. Llevaba una camisa verde clarobien planchada, remangada y con el cuello abierto, de manera que noparecía demasiado estirado. Estaba recostado en el asiento, con aireconfiado, y asentía entusiasmado, aparentemente absorto en las palabras deJessica. El único recuerdo de su antiguo yo era el pelo apuntando en todasdirecciones. Además, llevaba barba de un día, una versión adulta y chulescade la suciedad que siempre lo cubría de niño.Charlie sonrió. Podría decirse que de niña había estado colada por él,antes de que ninguno de los dos entendiera lo que significaba eso. Él ledaba galletas que sacaba de su fiambrera de los Transformers, y una vez, enel jardín de infancia, había asumido la culpa después de que ella rompiera elfrasco en el que se guardaban las cuentas de colores para las manualidades.Recordaba el momento en que se le había resbalado de las manos y lo habíacontemplado caer. No podría haberlo cogido a tiempo, pero ni siquiera lointentó. Quería verlo romperse. El cristal chocó contra el suelo de madera yse hizo añicos, y las cuentas multicolores se desperdigaron entre los milesde fragmentos de vidrio. Pensó que era precioso, y después se echó a llorar.John volvió a casa con una nota para sus padres; cuando ella le dio lasgracias, él le guiñó el ojo con una ironía que no se correspondía con su edady se limitó a responder: «¿Por qué?».Después de aquello, John tuvo permiso para entrar en su cuarto. Le dejójugar con Stanley y Theodore; lo observó nerviosa la primera vez queaprendió a pulsar los botones y ponerlos en movimiento. Habría sido undesastre que no le gustaran, ya que en el fondo sabía que hubiera tenidopeor opinión de él. Eran su familia. Pero John quedó fascinado en cuantolos vio; le encantaron sus juguetes mecánicos. Y a ella le encantó él. Dosaños después, detrás de un árbol junto al taller de su padre, casi dejó que labesara. Entonces sucedió aquello y todo terminó, al menos para Charlie.Se sacudió para obligar a sus pensamientos a regresar al presente.Después de observar el cuidado aspecto de Jessica una vez más, secontempló a sí misma. Camiseta morada, chaqueta vaquera, tejanos negrosy botas militares. Esa mañana le había parecido una buena opción, peroahora desearía haber escogido otra cosa. «Así es como vistes siempre», serecordó. Aparcó y cerró el coche con llave, a pesar de que la gente deHurricane no solía hacerlo. Entonces entró a la cafetería para ver a susamigos por primera vez desde hacía diez años.El calor, el ruido y la luz del restaurante la recibieron con el impacto deuna ola. Se sintió superada durante un instante, pero Jessica la vio pararseen la entrada y gritó su nombre. Charlie sonrió y se acercó.—Hola —dijo incómoda saltando de uno a otro con la mirada pero sinestablecer contacto del todo.Jessica se deslizó por el banco de vinilo rojo y dio unas palmaditas en elhueco que había dejado a su lado.—Ven, siéntate. Justo estaba hablándoles a John y a Carlton de miglamurosa vida. —Lo dijo poniendo los ojos en blanco, con lo queconsiguió transmitir al mismo tiempo desprecio hacia sí misma y lasensación de que su vida era realmente emocionante.—¿Sabías que Jessica vive en Nueva York? —dijo Carlton. Hablaba concierta cautela, como si pensara en sus palabras antes de darles forma. Johnpermanecía en silencio, pero le sonreía nervioso a Charlie.Jessica volvió a poner los ojos en blanco y Charlie recordó de prontoaquella costumbre que ya tenía cuando eran niñas.—Ocho millones de personas viven en Nueva York, Carlton. No esprecisamente una hazaña —le respondió.Carlton se encogió de hombros.—Yo no he ido a ninguna parte —dijo.—No sabía que seguías viviendo en el pueblo —dijo Charlie.—¿Y dónde si no? Mi familia lleva aquí desde 1896 —añadió, agravandola voz para imitar a su padre.—¿Eso es verdad? —preguntó Charlie.—No lo sé —contestó Carlton recuperando su propio tono—. Es posible.Papá se presentó a alcalde hace dos años. Perdió, pero, aun así, ¿a quién sele ocurre presentarse a alcalde? Te lo juro, el día que cumpla dieciocho melargo de aquí.—¿Y adónde irás? —preguntó John mirándolo seriamente.Carlton le devolvió la mirada durante un instante y con la mismaseriedad. Después apartó la cara bruscamente y apuntó por la ventanacerrando un ojo como si tratara de hacer blanco. John levantó una cejamirando también por el ventanal y tratando de seguir la línea que dibujabael dedo de Carlton. Charlie también lo intentó, pero no estaba señalandonada. John abrió la boca para decir algo, pero Carlton lo interrumpió.—O bien... —dijo apuntando en dirección contraria.—Vale. —John se rascó la cabeza, parecía algo avergonzado—. Acualquier sitio, ¿no? —añadió riéndose.—¿Dónde están los demás? —preguntó Charlie oteando por la ventana yobservando el aparcamiento para ver si llegaba más gente.—Mañana —respondió John.—Llegan mañana por la mañana —intervino Jessica para aclararlo—.Marla viene con su hermano pequeño, ¿te lo puedes creer?—¿Jason? —Charlie sonrió. Recordaba a Jason como un pequeño fardode mantas del que asomaba una carita roja.—No me apetece nada tener que andar con un bebé. —Jessica se recolocóel sombrero con remilgo.—Estoy bastante segura de que ya no es un bebé —replicó Charliereprimiendo una carcajada.—Bueno, prácticamente —zanjó Jessica—. En fin, nos he reservado unahabitación en el motel que hay junto a la autopista, es lo único que heencontrado. Los chicos se quedan en casa de Carlton.—Vale —dijo Charlie.Estaba ligeramente impresionada por la organización de Jessica, pero nola emocionaba el plan. No le hacía mucha gracia compartir habitación conella, pues ahora le parecía una desconocida. Se había convertido en el tipode chica que la intimidaba: de aspecto cuidado e inmaculado, hablaba comosi lo tuviera todo clarísimo. Charlie se planteó durante un instante volver asu antigua casa a pasar la noche, pero, en cuanto lo pensó detenidamente, laidea la horrorizó. Esa casa, de noche, ya no pertenecía al mundo de losvivos. «No seas dramática», se reprendió.Ahora era John quien hablaba; tenía la habilidad de atraer toda la atencióncon su voz, probablemente porque se pronunciaba con menos frecuenciaque los demás. Pasaba la mayor parte del tiempo escuchando, pero no portimidez. Reunía información y solo hablaba cuando podía aportar algointeresante o soltar algún comentario sarcástico. A menudo ambas cosas ala vez.—¿Alguien sabe cómo será lo de mañana?Todos enmudecieron un instante, y la camarera aprovechó la oportunidadpara acercarse a apuntar la comanda. Charlie sobrevoló rápidamente elmenú, pero sus ojos no se concentraron de verdad en las palabras. Le llegóel turno mucho antes de lo que esperaba y se quedó paralizada.—Mmm, huevos —dijo por fin. El gesto severo de la mujer seguíadirigido hacia ella y se dio cuenta de que no había terminado—. Revueltos.Con tostadas —añadió, y la mujer se marchó.Charlie odiaba esa característica suya: cuando la cogían desprevenida,parecía volverse completamente incapaz de actuar o de procesar lo quesucedía a su alrededor. De pronto, la gente le resultaba incomprensible, y loque decían, extraño. «Pedir comida no debería ser tan difícil», pensó. Losdemás habían retomado la charla, así que dirigió la atención hacia ellos conla sensación de haberse quedado atrás.—¿Y qué les decimos a sus padres? —estaba diciendo Jessica en esemomento.—Carlton, ¿sueles verlos? —preguntó Charlie.—La verdad es que no —contestó—. Bueno, a veces, por ahí.—Me sorprende que se quedaran en Hurricane —dijo Jessica con unmatiz de sofisticada desaprobación en la voz.Charlie no dijo nada, pero pensó: «¿Cómo iban a irse?».Nunca encontraron su cuerpo. ¿Cómo no iban a mantener la secretaesperanza de que regresara a casa, por mucho que supieran que eraimposible? ¿Cómo iban a marcharse del único hogar que conocía Michael?Eso significaría rendirse completa y definitivamente. Quizás en esoconsistía aquella beca en realidad: en admitir que jamás regresaría.Charlie era intensamente consciente de que estaban en un lugar público,donde hablar de Michael parecía muy inapropiado. En cierto modo, erantanto gente cercana como extraña. Habían sido íntimos de Michael,seguramente más que cualquier otra persona de ese restaurante, pero salvoCarlton, ninguno de ellos era ya de Hurricane. Ya no pertenecían a aquellugar.Vio las lágrimas caer sobre el mantel de papel antes incluso de sentirlas, yse secó los ojos apresuradamente mirando hacia abajo con la esperanza deque nadie se hubiera dado cuenta. Cuando levantó la cabeza, John fingíaestar estudiando sus cubiertos, pero ella sabía que lo había visto. Leagradeció que no intentara consolarla.—John, ¿sigues escribiendo? —le preguntó Charlie.Él mismo se había autodeclarado «escritor» cuando tenían unos seis años;había aprendido a leer y a escribir con cuatro, un año antes que los demás.A los siete terminó su primera «novela» y obligó a sus amigos y a sufamilia a leer su creación, de ortografía dudosa e ilustracionesindescifrables, para después exigirles críticas. Charlie recordaba que solo lehabía dado dos estrellas.La pregunta hizo reír a John.—Aunque parezca increíble, hoy en día escribo las «e» al derecho y no alrevés —respondió—. No puedo creer que te acuerdes. Pero sí, sigo con ello.Se detuvo, pero estaba claro que quería continuar.—¿Qué escribes? —lo complació Carlton.John bajó la mirada hacia el mantel y prácticamente le habló a la mesa.—Mmm, la mayoría son relatos cortos. El año pasado me publicaron uno.Bueno, en una revista, no fue para tanto. —Todos profirieron sonidos deadmiración, y él volvió a levantar la mirada, avergonzado pero satisfecho.—¿De qué iba el relato? —preguntó Charlie.John titubeó, pero antes de que pudiera decidir si continuar o no, lacamarera regresó con la comida. Todos habían pedido algo del menú dedesayuno: café, huevos y beicon; tortitas con arándanos para Carlton. Loscoloridos platos parecían un mensaje esperanzador, como el renacer de undía. Charlie dio un mordisco a su tostada, y todos comieron en silenciodurante un rato.—Eh, Carlton —dijo de pronto John—. ¿Qué fue de Freddy's?Se hizo un breve silencio. Carlton miró nervioso a Charlie, y Jessicaclavó la vista en el techo. John se puso rojo y Charlie hablóapresuradamente.—No pasa nada, Carlton. A mí también me gustaría saberlo.El chico se encogió de hombros e, inquieto, pinchó las tortitas con eltenedor.—Construyeron algo encima —dijo.—¿Qué construyeron? —preguntó Jessica.—¿Hay algo allí ahora? ¿Construyeron encima o simplemente lo echaronabajo? —quiso saber John.Carlton volvió a encogerse de hombros con un gesto rápido, como sifuera un tic nervioso.—Ya os he dicho que no lo sé. Está demasiado alejado de la carreterapara verlo, y no me he dedicado a investigar precisamente. Puede que se loalquilaran a alguien, pero no sé qué hicieron. Ha estado cerrado duranteaños, en obras. Ni siquiera se ve si el edificio sigue en pie.—¿Así que puede que siga allí? —preguntó Jessica con un evidenteatisbo de emoción.—Ya os he dicho que no lo sé.Charlie sintió que los fluorescentes de la cafetería la fulminaban, que depronto brillaban con demasiada intensidad. Se sentía expuesta. Apenashabía comido, pero se levantó del banco sin pensarlo, sacó un par de billetesarrugados del bolsillo y los dejó sobre la mesa.—Voy fuera un momento. A fumar —añadió rápidamente.«No fumas.» Se reprendió por aquella mentira torpe mientras iba hacia lapuerta, pasó a empujones junto a una familia sin disculparse siquiera y salióal frío de la tarde. Se acercó al coche y se sentó en el capó; el metal cediólevemente bajo su peso. Aspiró el aire fresco como si fuera agua y cerró losojos. «Sabías que saldría el tema, sabías que tendrías que hablar de ello», serecordó. Había practicado por el camino, se había obligado a recuperarrecuerdos felices, a sonreír y a decir: «¿Os acordáis de cuando...?».Pensaba que estaba preparada, pero naturalmente se había equivocado. ¿Porqué, si no, había huido del restaurante como una niña?—¿Charlie?Abrió los ojos y vio a John junto al coche tendiéndole su chaqueta amodo de ofrenda.—Te la has dejado dentro —dijo, y ella forzó una sonrisa.—Gracias —respondió.La cogió y se la echó sobre los hombros, después se deslizó sobre el capópara dejarle sitio a él también.—Siento haberme marchado así —dijo.La luz tenue del aparcamiento no le impidió ver como él se sonrojaba. Sesentó a su lado dejando un espacio entre ambos a propósito.—Aún no he aprendido a pensar antes de hablar. Perdona. —Johncontempló el cielo mientras un avión los sobrevolaba.Charlie sonrió, esta vez sin necesidad de obligarse.—No pasa nada. Sabía que el tema surgiría, era evidente. Es solo que...Suena tonto, pero es que nunca pienso en ello. No me lo permito. Nadiesabe qué sucedió, excepto mi tía, y nunca hemos hablado de ello. Entoncesllego aquí y de pronto me asalta en todas partes. Me he sorprendido, nadamás.—Oh, oh. —John señaló, y Charlie vio que Jessica y Carlton titubeabanen la puerta de la cafetería. Les hizo un gesto para que se acercaran.—¿Os acordáis de aquella vez en Freddy's cuando el tiovivo se atascó, yMarla y ese niño tan malo, Billy, tuvieron que seguir montados hasta quesus padres lo desenchufaron? —dijo Charlie.John se echó a reír, y ese sonido dibujó una sonrisa en el rostro de lachica.—Tenían las caras rojísimas y lloraban como bebés. —Se tapó la cara,avergonzada de que le resultara tan gracioso.Se produjo un breve silencio de sorpresa, entonces Carlton también seechó a reír.—¡Y Marla le vomitó encima!—¡Fue una justa venganza! —exclamó Charlie.—No, creo que fueron nachos —respondió John.Jessica arrugó la nariz.—Qué asco. Después de eso no volví a montarme nunca.—Venga, Jessica, seguro que lo limpiaron —dijo Carlton—. Estoyconvencido de que los niños vomitaban por todas partes; por algo pondríanesos letreros de «suelo mojado», ¿no, Charlie?—A mí no me mires —respondió—. Yo nunca vomité.—¡Pasábamos tanto tiempo allí! Ventajas de conocer a la hija del dueño—dijo Jessica dedicando una mirada divertida a Charlie.—¡Qué le voy a hacer si mi padre era quien era! —dijo esta entre risas.Jessica pareció reflexionar antes de continuar hablando.—¿Qué mejor infancia que pasarla todo el día en la Freddy Fazbear'sPizza?—No sé yo —dijo Carlton—. Creo que esa música me afectó con losaños.Tarareó un fragmento de la conocida melodía. Charlie la escuchórecordándola.—Adoraba aquellos animales —dijo de pronto Jessica—. ¿Cuál es elnombre correcto para llamarlos? ¿Animales, robots, mascotas?—Creo que todos ellos sirven. —Charlie se recostó.—Bueno, como sea. Yo solía acercarme a hablar con el conejo, ¿cómo sellamaba?—Bonnie —contestó Charlie.—Eso. Solía quejarme a él de mis padres. Siempre pensé que parecíacomprenderme.Carlton se echó a reír.—¡Terapia animatrónica! Seis de cada siete locos la recomiendan.—Calla —replicó Jessica—. Ya sabía que no era real, simplemente megustaba hablar con él.Charlie esbozó una leve sonrisa.—Lo recuerdo —dijo.Jessica, con sus vestiditos y el pelo sujeto en dos trenzas tirantes, comouna niña de cuento, acercándose al escenario cuando el espectáculo habíaterminado, susurrando con seriedad al conejo animatrónico a escalahumana. Si alguien se acercaba, enmudecía de inmediato y esperaba a quese marchara para retomar sus monólogos. Charlie nunca había hablado conlos animales del restaurante de su padre ni había sentido cercanía haciaellos, como parecía sucederles a otros niños; aunque le gustaban, se debíanal público. Ella tenía sus propios juguetes, sus propios amigos mecánicosque la esperaban en casa, que le pertenecían solo a ella.—A mí me gustaba Freddy —dijo John—. Siempre me pareció el másaccesible.—Sabéis, hay muchas cosas de mi infancia que no recuerdo en absoluto—intervino Carlton—, pero os juro que cierro los ojos y puedo ver hasta elúltimo detalle de ese sitio. Incluso el chicle que solía pegar debajo de lasmesas.—¿Chicle? Sí, claro, ¡eran mocos! —Jessica se alejó un pasito deCarlton.Este sonrió burlón.—Tenía siete años, ¿qué quieres? En aquella época, todos os metíaisconmigo. ¿Os acordáis de cuando Marla escribió «Carlton huele a pies» enla pared de fuera?—Es que olías a pies. —Jessica soltó una carcajada.Carlton se encogió de hombros, impasible.—Intentaba esconderme cuando llegaba la hora de ir a casa. Queríaquedarme encerrado por la noche y tener todo el local para mí.—Sí, nos hacías esperar a todos —dijo John—, y siempre te escondíasdebajo de la misma mesa.Charlie empezó a hablar lentamente y todos se volvieron hacia ella, comosi lo hubieran estado esperando.—A veces siento que recuerdo cada centímetro del sitio, como Carlton.Pero otras veces es como si no me acordara de casi nada. Son comofogonazos. Por ejemplo, me acuerdo del tiovivo y de cuando se atascó.Recuerdo pintar en los salvamanteles. Se me han quedado grabadas laspequeñas cosas: comer la pizza grasienta, abrazar a Freddy en verano y quesu pelo amarillo se me quedara pegado a la ropa. Pero muchas de estascosas son simples imágenes, como si le hubieran sucedido a otro.Todos la miraban raro.—Freddy era marrón, ¿no? —Jessica se volvió hacia los demás paraconfirmarlo.—Parece que no lo recuerdas tan bien como pensabas —bromeó Carlton.Charlie soltó una risita.—Eso, quería decir marrón.«Marrón, Freddy era marrón.» Pues claro que lo era, ahora lo veíaclaramente. Pero en las profundidades de sus recuerdos vio un destello deotra cosa.Carlton se lanzó a contar una nueva historia y Charlie trató de centrar suatención en él, pero aquel lapsus de memoria la había dejado confundida,preocupada. «Hace diez años de eso, tampoco es que te estés volviendosenil a los diecisiete», se dijo, pero era raro que hubiera olvidado un detalletan fundamental. Por el rabillo del ojo vio que John la miraba con gestopensativo, como si ella hubiera dicho algo importante.—¿De verdad no sabes qué fue de ese sitio? —le preguntó a Carlton entono más insistente del que pretendía. Él, sorprendido, enmudeció—.Perdona, lo siento, no quería interrumpirte.—No pasa nada. Pero sí, bueno, no. De verdad que no sé qué pasó.—¿Cómo es posible? Pero si vives aquí.—Venga, Charlie —intervino John.—La verdad es que no paso mucho tiempo por esa zona. Las cosas hancambiado, el pueblo ha crecido —dijo Carlton con suavidad, aparentementeimpasible ante su arrebato—. Y lo cierto es que no busco motivos parapasar por allí. ¿Para qué? Ya no hay ninguna razón para ir.—Podríamos acercarnos —dijo de pronto John, y el corazón de Charliedio un vuelco.Carlton la miró nervioso.—¿Qué? En serio, está todo hecho un desastre. Ni siquiera sé si se puedeacceder a la zona.Charlie se sorprendió asintiendo. Tenía la sensación de haber pasado todoel día asfixiada por los recuerdos y viéndolo todo a través del filtro de losaños, y ahora de pronto se sentía alerta, completamente presente. Quería ir.—Vayamos —dijo—. Aunque no haya nada, quiero verlo.Todos permanecieron en silencio. John sonrió repentinamente con unaconfianza temeraria.—Sí, vayamos. 

FIVE NIGHTS AT FREDDY'S Los ojos de PlataWhere stories live. Discover now