Freddy Fazbear's Pizza

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Charlie paró el coche, sintió que la tierra cedía bajo los neumáticos yapagó el motor. Salió e inspeccionó los alrededores. El cielo tenía un tonoazul profundo y oscuro, y el último rastro del atardecer se replegaba haciael oeste. El aparcamiento no estaba asfaltado, y tenían ante ellos unaconstrucción monstruosa, una mole de cemento y cristal. Las farolas delaparcamiento no se habían usado nunca, y no se veía ninguna luz. El propioedificio parecía un santuario abandonado, sepultado entre árboles negros yrodeado por el rugido lejano de la civilización. Miró a Jessica en el asientodel copiloto, que estiraba el cuello por la ventanilla.—¿Seguro que es aquí? —preguntó.Charlie sacudió lentamente la cabeza, sin saber muy bien lo que estabaviendo.—No lo sé —musitó.Salió del coche y permaneció quieta en silencio mientras John y Carltonaparcaban junto a ella.—¿Qué es esto? —John salió del coche con cuidado y clavó los ojos en elmastodonte—. ¿Alguien tiene una linterna?Carlton levantó su llavero e hizo oscilar la tenue luz de una linterna debolsillo durante unos instantes.—Genial —murmuró John, y echó a andar resignado.—Espera un momento —dijo Charlie, y rodeó el coche hasta el maletero—. Mi tía siempre me hace llevar varios cacharros para emergencias.La tía Jen, cariñosa pero estricta, le había inculcado a Charlie laindependencia por encima de cualquier otra cosa. Antes de dejarle usar suviejo Honda azul, había insistido en que Charlie aprendiera a cambiar unarueda, comprobar el aceite y reconocer las piezas básicas del motor. En elmaletero, en una caja negra junto al gato, el neumático de repuesto y unapalanca, había una manta, una pesada linterna como las de la policía, aguaembotellada, barritas de cereales, cerillas y luces de emergencia. Charliecogió la linterna; Carlton se llevó una barrita.Comenzaron a rodear el perímetro del edificio, casi como si lo hubieranacordado en silencio, mientras Charlie iluminaba el camino con el firme hazde la linterna. El edificio parecía casi terminado, pero el suelo era todotierra y roca, blando e irregular. Charlie apuntó con la luz hacia abajo, yvieron que la hierba había crecido varios centímetros de forma irregular.—Hace tiempo que nadie excava por aquí —dijo Charlie.Aquello era inmenso y les llevó un buen rato rodearlo. El azul profundodel atardecer enseguida dio paso a un manto de estrellas y dispersas nubesplateadas. Todas las superficies del edificio eran del mismo cemento beis, ylas ventanas estaban demasiado altas para poder mirar dentro.—¿En serio han construido todo esto y se han largado sin más? —sepreguntó Jessica.—Carlton —intervino John—, ¿de verdad no sabes qué ha pasado?El chico se encogió de hombros de forma exagerada.—Ya os lo he dicho, sabía que había obras, pero nada más.—¿Por qué habrán hecho esto? Sigue, y sigue. —John parecía casiparanoico; oteaba hacia los árboles como si pensara que otros ojos ledevolverían la mirada. Entornó los suyos y recorrió con ellos la paredexterior del edificio, que parecía extenderse hasta el infinito. Volvió lamirada hacia los árboles como si quisiera asegurarse de que no habíanpasado por alto algún otro edificio. Apoyó la mano en la fachada de colorapagado—. No, seguro que era aquí. Y ya no está.Un rato después hizo una señal a los demás y emprendió el camino deregreso por donde habían venido. Charlie dio media vuelta de mala gana ysiguió al grupo. Continuaron hasta que volvieron a ver los coches a lo lejosen la oscuridad.—Lo siento, chicos, pensaba que al menos quedaría algo —se disculpóCarlton agotado.—Ya —dijo Charlie.Ver que Freddy's había sido arrasado por completo la habíaimpresionado, a pesar de que en el fondo ya sabía que estaría así. A veceslos recuerdos se imponían de tal manera en su mente que lo único quequería era borrarlos, los buenos y los malos, como si nunca hubieranexistido. Pero ahora que alguien los había eliminado del paisaje, lo sentíacomo una violación. Tendría que haber sido ella quien decidiera. «Claro —pensó—, porque tenías dinero suficiente para comprarlo y conservarlo,como la tía Jen hizo con la casa.»—¿Charlie? —John estaba pronunciando su nombre, y sonaba como si loestuviera repitiendo.—Perdona, ¿qué decías?—¿Quieres entrar? —preguntó Jessica.A Charlie la sorprendió que no se lo hubieran planteado hasta ahora,aunque bien mirado ninguno de ellos era especialmente proclive a lacriminalidad. Esa idea la relajó y respiró profundamente, respondiendo conla exhalación:—¿Por qué no? —dijo casi riendo. Levantó la linterna; se le estabancansando los brazos. La balanceó como un péndulo—. ¿Alguien quierellevarla un rato?Carlton la cogió y se tomó un instante para comprobar su peso.—¿Por qué pesa tanto? —se preguntó pasándosela a John—. Aquí tienes.—Es una linterna policial —dijo Charlie como ausente—. Puedes pegar ala gente con ella.Jessica frunció el ceño.—Tu tía no se anda con bromas, ¿eh? ¿La has usado alguna vez?—Todavía no. —Guiñó un ojo y le dirigió una mirada medioamenazadora a John, que le devolvió una media sonrisa ambigua, sin sabermuy bien cómo reaccionar.Las amplias entradas estaban cerradas con puertas metálicas que sin dudaeran temporales, hasta que se terminara la obra. De todos modos, no fuedifícil dar con la manera de entrar, ya que había varios montones de gravillay arena apoyados contra la pared que conducían directamente a la parteinferior de las grandes ventanas entornadas.—No se han esforzado mucho por impedir la entrada a la gente —dijoJohn.—Tampoco hay nada que robar —replicó Charlie mirando los murosdesnudos.Escalaron lentamente la gravilla, que se movía y se deslizaba bajo suspies. Carlton llegó el primero y echó un vistazo por la ventana. Jessica mirópor encima de su hombro.—¿Podemos saltar dentro? —preguntó John.—Sí —respondió Carlton.—No —dijo Jessica exactamente al mismo tiempo.—Yo lo haré —se ofreció Charlie.Se sentía aventurera. Pasó las piernas por la abertura sin mirar cuánta erala altura y se dejó caer. Aterrizó con las rodillas dobladas; el impacto lasacudió, pero no se hizo daño. Levantó la mirada hacia sus amigos.—¡Esperad! —les gritó, y acercó una pequeña escalera de mano de unapared cercana para colocarla bajo la ventana—. Vale, bajad.Se dejaron caer uno tras otro y miraron a su alrededor. Era una especie depatio interior, o puede que se convirtiera en un comedor, con mesas deplástico y bancos metálicos desperdigados, algunos atornillados al suelo. Eltecho, de cristal, se elevaba a gran altura sobre ellos y les permitía ver lasestrellas.—Muy posapocalíptico —bromeó Charlie, provocando eco en el espacioabierto.Jessica cantó de pronto una escala breve que enmudeció a todos. Su vozsonaba pura y clara, algo hermoso en aquel vacío.—Precioso, pero intentemos no llamar demasiado la atención —dijoJohn.—Tienes razón —respondió Jessica, de todos modos muy satisfechaconsigo misma.Cuando siguieron avanzando, Carlton se acercó a ella y la cogió delbrazo.—Tienes una voz impresionante.—Ha sido cosa de la acústica —dijo Jessica con falsa modestia.Recorrieron los pasillos vacíos asomándose a cada una de las inmensasoquedades que podrían albergar tiendas. Algunas partes del centrocomercial estaban casi terminadas, mientras que otras eran un desastre. Enalgunos pasillos había montones de ladrillos de cemento polvorientos ypilas de madera; en otros, se alineaban los escaparates de vidrio y las hilerasperfectas de luces en el techo.—Es como una ciudad perdida —dijo John.—Como Pompeya —añadió Jessica—, pero sin el volcán.—No —dijo Charlie—, aquí no hay nada.Aquel lugar transmitía una sensación estéril; no estaba abandonado, sinoque nunca había albergado vida.Miró el escaparate que tenía enfrente, uno de los pocos con vidrio, y sepreguntó qué se expondría en él. Probablemente, maniquíes vestidos conropa colorida, pero cuando trató de imaginárselos, lo único que vio fueroncaras en blanco que ocultaban algo. De pronto se sintió fuera de lugar, comosi el propio edificio la considerara una molestia. La inquietud crecíamientras parte del lustre de la aventura comenzaba a desvanecerse. Habíanvenido, Freddy's había desaparecido, y con él el santuario que habíaconservado en el recuerdo, allí donde Michael seguía jugando como laúltima vez que lo vio.John se detuvo en seco y apagó la linterna lo más cuidadosamente quepudo. Se llevó un dedo a los labios indicándoles que guardaran silencio.Señaló la dirección de la que habían venido. A lo lejos vieron una lucecitaoscilar en la oscuridad, como un barco entre la niebla.—Hay alguien más aquí —siseó.—¿Un guarda nocturno? —susurró Carlton.—¿Por qué necesitaría vigilancia un edificio abandonado? —se preguntóCharlie.—Puede que los críos vengan aquí de fiesta —respondió Carlton, ydespués esbozó una sonrisa burlona—. Yo también lo habría hecho sihubiera sabido que esto existía, o si hubiera salido de fiesta.—Bueno, retrocedamos despacio. Jessica... —empezó a decir John, y acontinuación hizo un gesto de cremallera por encima de los labios.Siguieron por el pasillo, ahora ya solo con la luz tenue del llavero deCarlton.—Esperad. —Jessica se detuvo con un susurro, mirando con insistencialas paredes que los rodeaban—. Hay algo que no encaja.—Ya, no hay pretzels gigantes, lo sé. —Carlton parecía sincero, peroJessica le hizo un gesto impaciente.—No, hay algo que no encaja en la arquitectura. —Retrocedió variospasos para intentar ver el conjunto—. Está claro, no encaja. Es más grandepor fuera.—¿Más grande por fuera? —repitió Charlie, desconcertada.—Quiero decir que hay una gran diferencia entre la posición del murointerior y la del exterior. Mirad. —Recorrió la longitud de la pared entre losespacios que habrían albergado dos tiendas.—Aquí habría habido una tienda y allí la otra. —John señaló lo evidentesin entender cuál era el problema.—¡Pero hay algo en medio! —exclamó Jessica golpeando una secciónvacía del muro—. Esta parte también sobresale hacia el aparcamiento,como las tiendas a cada lado, pero no hay forma de entrar.—Tienes razón. —Charlie se acercó a Jessica estudiando las paredes—.Debería haber otra entrada aquí.—Y, además —Jessica bajó la voz para que solo Charlie pudiera oírla—,más o menos del mismo tamaño de la de Freddy's, ¿no crees?Charlie abrió los ojos como platos y se apartó rápidamente de Jessica.—¿Qué cuchicheáis vosotras dos? —Carlton se acercó.—Hablamos de ti —respondió Jessica con sequedad, y entraron en uno delos locales vacíos que parecían flanquear el espacio sellado—. Venga,echemos un vistazo.Comenzaron a peinar la pared en grupo, concentrados en torno a lalinternita.Charlie no estaba segura de qué esperar. La tía Jen la había advertidosobre volver a ese lugar. No había intentado disuadirla directamente deacudir al homenaje, pero no le hacía gracia que regresara a Hurricane.«Ten cuidado, ¿vale? —le había dicho—. Hay cosas y recuerdos que esmejor no remover.»«¿Por eso te quedaste la casa de papá? —pensó Charlie ahora—. ¿Por esoseguiste pagándola y la dejaste intacta como una especie de santuario quenunca has visitado?»—¡Eh! —John corrió dentro con los demás, gesticulando frenéticamente—. ¡Escondeos!La luz había reaparecido en el pasillo, balanceándose de arriba abajo, y seestaba acercando. Charlie echó un vistazo alrededor. Ya se habían adentradodemasiado en el local para salir a tiempo y no parecía haber ningún sitiodonde esconderse.—¡Aquí, aquí! —susurró Jessica.Había una abertura en la pared junto a unos andamios; se precipitarondentro pasando junto a pilas de cajas abiertas y lonas de plástico quecolgaban del techo.Se abrieron paso por lo que parecía ser un pasillo provisional justo al otrolado de la pared del local. En realidad, era más bien un callejón; noencajaba con el resto del centro comercial, no era brillante ni nuevo, sinofrío y húmedo. Una de las paredes era del mismo cemento que el exteriordel edificio, aunque era irregular y estaba sin terminar, y la otra era deladrillo visto; en algunas zonas, el tiempo había suavizado la superficie, yen otras, el mortero se deshacía y abría grietas y agujeros. Había pesadasestanterías de madera con productos de limpieza apoyadas contra la pared einclinadas, cuyos estantes se combaban bajo el peso de viejas latas depintura y cubos misteriosos. Las tuberías que tenían encima goteaban yformaban charcos que todos rodeaban con cuidado. Un ratón se escabulló ycasi pasó por encima del pie de Carlton, que ahogó un grito tapándose laboca.Se agazaparon detrás de una de las estanterías de madera y se pegaron ala pared. Charlie apagó la luz y esperó.Respiraba de forma superficial, inmóvil, observaba y deseaba haberescogido una postura mejor. Después de unos minutos, las piernascomenzaron a entumecérsele. Y tenía a Carlton tan cerca que podía oler elligero y agradable aroma de su champú.—Huele bien —susurró.—Gracias —respondió Carlton, que enseguida supo a qué se refería—.Lo venden de brisa marina y de paraíso tropical. Yo prefiero la brisa marina,pero me seca el cuero cabelludo.—¡Silencio! —siseó John.Charlie no estaba segura de por qué estaba tan preocupada. No era másque un guarda nocturno, y en el peor de los casos los haría marcharse, oquizá les gritaría un poco. Sin embargo, sentía una aversión exagerada ameterse en problemas.La luz oscilante se acercaba. Charlie era intensamente consciente de sucuerpo y mantenía inmóviles todos y cada uno de sus músculos. De prontodistinguió una figura que se asomaba desde la enorme sala de al lado.Apuntó con su haz de luz hacia el pasillo y recorrió las paredes de un lado aotro. «Nos ha pillado», pensó Charlie, pero, por algún motivo inexplicable,dio media vuelta y se marchó, aparentemente satisfecho.Esperaron unos minutos, pero no pasó nada. Se había marchado. Salieronpoco a poco de sus posturas agazapadas y estiraron las extremidades que seles habían quedado dormidas. Carlton sacudió con fuerza uno de sus pieshasta que pudo apoyarlo. Charlie miró a Jessica, que seguía agachada, comosi se hubiera quedado congelada.—Jessica, ¿estás bien? —le susurró.Esta levantó la mirada con una sonrisa.—No os lo vais a creer.Señalaba la pared. Charlie se inclinó para ver qué era. Allí, grabadas en elladrillo gastado, había unas letras torpes, casi ilegibles, obra de una manoinfantil: «Carlton huele a pies».—No me fastidies... —musitó John, alucinado; se volvió hacia la pared yapoyó las dos manos en ella—. Reconozco estos ladrillos, ¡son los mismosde entonces! —dijo riendo. Entonces se le desdibujó la sonrisa—. No lodemolieron; construyeron a su alrededor.—¡Sigue aquí! —Jessica trató de no levantar la voz, en vano. Con losojos muy abiertos de un entusiasmo casi infantil, añadió—: Tiene que haberalguna forma de entrar.Charlie repasó las paredes del pasillo de arriba abajo con la linterna, perono había ninguna abertura ni puerta.—Freddy's tenía una puerta trasera —dijo John—. Marla lo escribió justoal lado, ¿no?—¿Por qué no lo derribaron..., sin más? —se preguntó Charlie.—¿Así que este pasillo no lleva a ninguna parte? —dijo Jessica,confundida.—La historia de mi vida —añadió Carlton como de pasada.—Esperad... —Charlie pasó los dedos por el borde de una estanteríaoteando a través de los cachivaches amontonados en ella. La pared quehabía detrás era distinta; era de metal, no de ladrillo.—Justo aquí. —Dio un paso atrás y miró a los demás—. Ayudadme amoverla.John y Jessica empujaron juntos de un lado; ella y Carlton tiraron delotro. Al estar cargada con productos de limpieza y grandes cubos de clavosy herramientas, era muy pesada, pero se deslizó casi con facilidad.Charlie se apartó sin aliento.—John, dame la linterna grande.Él se la tendió y ella volvió a encenderla apuntando al lugar donde habíaestado la estantería.—Aquí está.La puerta era metálica y estaba oxidada y salpicada de pintura, en unfuerte contraste con las paredes que la rodeaban. Allí donde había estado lamanilla solo quedaba un agujero; alguien debía de haberla quitado para quela estantería pudiera apoyarse del todo.Charlie le devolvió la linterna a John en silencio y él se la sostuvo encimade la cabeza para que pudiera ver. Ella se deslizó entre los demás e intentómeter los dedos en el agujero de la manilla para estirar y abrirla, pero fue enbalde.—No se va a abrir —dijo.John estaba tras ella y miraba por encima de su hombro.—Un segundo. —Se apretujó en el espacio que quedaba a su lado y searrodilló con cuidado—. No creo que esté cerrada, sino simplementeoxidada. Mira.La puerta llegaba hasta el suelo, y la base era irregular. Las bisagrasestaban al otro lado y los bordes estaban cubiertos de óxido. Parecía que nose había abierto desde hacía años. John y Charlie tiraron juntos de ella y semovió casi un centímetro.—¡Bravo! —exclamó Jessica casi gritando, y acto seguido se tapó la bocay susurró—: Lo siento, contendré mi entusiasmo.Se turnaron para tirar apoyándose unos en otros y arañándose los dedoscon el metal. La puerta aguantó un buen rato, pero finalmente cedió bajo supeso y se abrió de par en par con un chirrido sobrenatural. Charlie mirónerviosa por encima del hombro, pero no había rastro del guarda. La puertase abrió solo medio metro; pasaron uno a uno hasta estar todos dentro.El aire era distinto en el interior. Se pararon en seco. Delante tenían unpasillo oscuro que a todos les resultaba familiar.—¿Esto es...? —musitó Jessica sin apartar la mirada de la oscuridad.«Aquí está», pensó Charlie. Extendió la mano en busca de la linterna.John se la pasó en silencio. Apuntó con la luz hacia delante y recorrió conella las paredes. Estaban cubiertas de dibujos infantiles, cera sobre papelamarillento y encogido por las esquinas. Comenzó a caminar y los demás lasiguieron arrastrando los pies sobre las viejas baldosas.Tuvieron la sensación de tardar muchísimo en cruzar el pasillo, osimplemente era que se movían despacio, con pasos metódicos ycuidadosos. En algún momento, el corredor se abrió para formar un espaciomayor: el comedor. Era justo como lo recordaban: estaba perfectamenteconservado. El haz de la linterna se reflejaba en miles de pequeños objetosreflectantes, cubiertos de purpurina o envueltos en cintas de papel dealuminio.Las mesas seguían en su sitio, cubiertas con los manteles de cuadrosblancos y plateados; las sillas estaban colocadas de forma caprichosa:algunas mesas tenían demasiadas, y otras, muy pocas. Daba la impresión deque la sala había sido abandonada en plena hora de la comida, de que todoel mundo se había levantado pensando en volver, pero no lo había hecho.Entraron con cuidado, respirando el aire frío y enrarecido que habíaquedado atrapado allí durante una década. Todo el restaurante transmitíauna sensación de abandono, de que nadie regresaría jamás. Había unpequeño carrusel casi escondido en la esquina más alejada, con cuatro ponisde tamaño infantil descansando aún de su última canción. De pronto,Charlie se quedó petrificada, al igual que los demás.Estaban allí. Los ojos, grandes e inertes, los miraban desde la oscuridad.Sintió que un pánico irracional le recorría el cuerpo; el tiempo se detuvo.Nadie decía nada, nadie respiraba, como si un depredador los estuvieraamenazando. Pero a medida que pasaban los minutos, el miedo menguóhasta que volvió a ser ella misma, de niña, y con viejos amigos de los quehabía estado separada demasiado tiempo. Charlie caminó hacia los ojos enlínea recta. Los demás permanecieron inmóviles tras ella, solo se oían suspasos. Mientras avanzaba tocó el frío respaldo de una vieja silla plegablesin mirarla y la apartó de su trayectoria. Dio un último paso y los ojos quela miraban desde la oscuridad se aclararon. Eran ellos. Charlie sonrió.—Hola —susurró, demasiado bajo para que los demás la oyeran.Tenía delante tres animatrónicos: un oso, un conejo y un pollo, todos deltamaño de un adulto o incluso mayores. Sus cuerpos estaban segmentadoscomo los maniquís de madera de los artistas, y cada extremidad estabaformada por piezas individuales más bien cuadradas y separadas en lasarticulaciones. Pertenecían al restaurante, o puede que el restaurante lesperteneciera a ellos, y hubo una época en que todo el mundo los conocía porsu nombre. Estaba el conejo Bonnie, de pelo azul brillante, sonrisapermanente en su hocico cuadrado, y grandes ojos rosas desportillados conpárpados gruesos que le daban una permanente expresión de agotamiento.Sus orejas se alzaban rígidas y tenían las puntas dobladas, y separaba susgrandes pies para mantener el equilibrio. En las manos sostenía una guitarraroja, con las patas azules listas para tocar, y al cuello llevaba una pajarita ajuego con el intenso color del instrumento.Chica, el pollo, era más corpulenta y tenía aspecto nervioso; sus gruesascejas negras se arqueaban sobre los ojos morados, y a través de su picoligeramente abierto se veían unos dientes; en la mano sostenía una bandejacon una magdalena. El dulce resultaba bastante inquietante, ya que teníaojos en el glaseado y dientes que sobresalían del bizcocho, además de unaúnica vela encima.—Siempre pensé que la magdalena saltaría del plato en cualquiermomento. —Carlton rio entre dientes y se colocó junto a Charlie concautela. En un susurro, añadió—: Son más altos de lo que recordaba.—Eso es porque de niño nunca te acercaste tanto. —Charlie sonriórelajada y se aproximó más.—Estabas ocupado escondiéndote bajo las mesas —dijo Jessica aún acierta distancia, por detrás.Chica llevaba un babero atado al cuello con las palabras LET'S EAT!impresas en morado y amarillo contra un fondo cubierto de confeti. Delcentro de la cabeza le sobresalía un penacho de plumas.Entre Bonnie y Chica estaba el mismísimo Freddy Fazbear, que dabanombre al restaurante. Tenía pinta de ser el más simpático de los tres yparecía relajado. Era un oso pardo robusto pero estilizado que sonreía alpúblico con un micrófono en una de las patas, una pajarita negra y unachistera. La única incongruencia era el color de sus ojos, un azul claro quesin duda no era propio de esa clase de animal. Tenía la boca abierta y losojos entrecerrados, como si se le hubieran parado en medio de la canción.Carlton se acercó al escenario hasta que las rodillas chocaron contra elborde.—Eh, Freddy, cuánto tiempo —susurró.Extendió la mano y agarró el micrófono para ver si podía soltarlo.—¡No hagas eso! —exclamó Charlie, que levantó la mirada hacia los ojosinmóviles de Freddy, como para comprobar que no lo había notado.Carlton retiró la mano como si hubiera tocado algo caliente.—Lo siento.—Venga —dijo John con una sonrisa—. ¿No queréis ver el resto?Se desperdigaron por la sala, curiosearon por los rincones y probaron concuidado las puertas, moviéndose como si pensaran que todo podía rompersecon solo tocarlo. John se acercó al pequeño tiovivo y Carlton desaparecióen el oscuro salón de juegos de la sala principal.—Lo recordaba mucho más luminoso y ruidoso. —Sonreía como sivolviera a estar en casa y recorría los mandos y los botones de plásticoenvejecidos con la mano. Murmurró para sí mismo—: Me pregunto si misrécords seguirán grabados.A la izquierda del escenario había un pasillito. Mientras los otrossatisfacían su propia curiosidad, Charlie se adentró en él con la esperanzade que nadie se diera cuenta de hacia dónde había ido. Al final de aquelpasadizo corto y vacío estaba el despacho de su padre, el lugar favorito deCharlie en todo el restaurante. Le gustaba jugar con sus amigos en la zonaprincipal, pero le encantaba tener el exclusivo privilegio de poder retirarseaquí cuando su padre estaba ocupado con el papeleo. Se detuvo un instanteante la puerta cerrada con la mano apoyada en el pomo, y rebuscó entre susrecuerdos. La mayor parte de la habitación la ocupaban el escritorio, losarchivadores y pequeñas cajas de piezas anodinas. En un rincón había unarchivador más pequeño pintado de color salmón, aunque Charlie siempreinsistía en que era rosa. Ese era suyo. En el cajón inferior guardaba juguetesy pinturas; en el de arriba, lo que a ella le gustaba llamar «mi papeleo».Eran sobre todo cuadernos para colorear y dibujos, pero en ocasiones solíaacercarse al escritorio de su padre e intentar copiar con ceras y caligrafíainfantil lo que él estuviera escribiendo. Charlie trató de abrir la puerta, peroestaba cerrada con llave. «Mejor así», pensó. El despacho era algo personal,y lo cierto es que prefería no abrirlo esa noche.Regresó al comedor principal y se encontró a John contemplandopensativo el carrusel. Él la miró con curiosidad, pero no preguntó adóndehabía ido.—Me encantaba este cacharro —dijo Charlie con una sonrisa.Sin embargo, ahora las figuras parecían raras y sin vida.John hizo una mueca como si supiera en qué estaba pensando ella.—No es lo mismo —dijo. Pasó la mano por encima de un poni como siquiera rascarle detrás de la oreja. Apartó la mano, miró hacia otro lado yrepitió—: No, no lo es.Charlie desvió la atención para ver dónde estaban los demás y distinguióa Jessica y a Carlton vagando entre las máquinas de la sala de juegos.Las recreativas estaban apagadas, con las pantallas vacías, y parecíanlápidas gigantes.—Nunca me gustó jugar con ellas —dijo Jessica sonriendo. Movió unapalanca que chirrió por la falta de uso—. Se movían demasiado rápido. Y,cuando empezaba a saber qué hacer, me mataban y le tocaba al siguiente.—De todas formas, estaban trucadas —dijo Carlton guiñando un ojo.—¿Cuándo fue la última vez que jugaste a un juego de estos? —preguntóJessica mientras observaba de cerca una de las pantallas para ver quéimagen se había quedado grabada después de tantos años de uso.Carlton estaba ocupado sacudiendo una máquina de pinball para intentarliberar una bola.—Bueno, está esa pizzería a la que voy a veces. —Dejó la máquina en susitio y miró a Jessica—. Pero no es como Freddy's.John volvía a recorrer el comedor pasando entre las mesas y dandogolpecitos a las estrellas y las espirales que colgaban del techo. Cogió ungorro de fiesta rojo de una de las mesas, estiró la goma atada al borde y selo puso en la cabeza de tal manera que las borlas rojas y blancas le caían aambos lados de la cara.—Eh, vayamos a ver la cocina —dijo.Charlie lo siguió cuando se encaminó en esa dirección. A pesar de que lacocina les estaba prohibida a sus amigos, ella pasaba mucho tiempo allí;tanto que los cocineros la llamaban por su nombre, o al menos por elnombre con el que oían a su padre llamarla: Charlotte. John oyó que alguienla llamaba así un día en preescolar, y a partir de entonces le tomaba el peloconstantemente. Siempre conseguía provocarla. No es que no le gustara sunombre completo, era solo que para el resto del mundo ella era Charlie. Supadre la llamaba Charlotte; era como un secreto entre ellos, algo que nocompartían con nadie más. El día que se marchó de Hurricane para siempre,el día que se despidieron, John titubeó:—Adiós, Charlie —dijo. Nunca volvió a llamarla Charlotte, ni en suspostales ni en sus cartas ni por teléfono. Ella nunca le preguntó por qué y élnunca se lo explicó.La cocina seguía repleta de cazuelas y sartenes, pero no tenía demasiadointerés nostálgico para Charlie. Volvió al espacio abierto del comedor yJohn la siguió. Jessica y Carlton regresaron de la sala de juegos al mismotiempo y tropezaron en el umbral que unía las dos habitaciones.—¿Algo interesante? —preguntó John.—Veamos: un papel de chicle, treinta centavos... y Jessica; así que no, laverdad es que no —contestó Carlton.Jessica le dio un puñetazo de broma en el hombro.—Ay, ¿es que se nos había olvidado a todos?Jessica señaló otro pasillo al otro lado del comedor con una sonrisamalvada. Se dirigió hacia él rápidamente antes de que nadie pudieraresponder, y los demás la siguieron. El pasadizo era largo y estrecho; cuantomás avanzaban, menos parecía iluminar la linterna. El corredor desembocópor fin en una pequeña sala para fiestas privadas amueblada con sus propiasmesas y sillas. Al entrar, todos guardaron silencio. Delante tenían unpequeño escenario con el telón cerrado y un letrero en el que ponía FUERADE SERVICIO en cuidadosa caligrafía. Todos permanecieron inmóvilesdurante un minuto; después Jessica se acercó y dio un golpecito al letrero.—La Cueva del Pirata —dijo—. Han pasado diez años y sigue fuera deservicio.«No lo toques», pensó Charlie.—Yo celebré un cumpleaños aquí —intervino John—, y también estabafuera de servicio.Agarró el borde del telón y acarició la tela brillante con los dedos.«No —quiso decir Charlie, pero se contuvo. Se reprendió—: No seastonta.»—¿Creéis que sigue ahí detrás? —preguntó Jessica en tono juguetón,amenazando con descubrir de un tirón lo que había tras la cortina.—Estoy seguro de que sí. —John esbozó una sonrisa falsa, parecíaincómodo por primera vez.«Sí, sigue ahí», pensó Charlie. Se echó atrás con cuidado, y de pronto sedio cuenta de que los dibujos y los pósteres que los rodeaban parecíanarañas en las paredes. Iluminó con la linterna imagen tras imagen, y todasellas representaban distintas versiones del mismo personaje: un zorro piratagrande y fortachón con un parche en el ojo y un garfio en lugar de unamano, por lo general sirviendo pizza a niños con hambre.—Esta es la sala donde tú te escondías debajo de las mesas —le dijoJessica a Charlie intentando reír—. Pero ya eres mayor, ¿no?Se subió al escenario con paso vacilante y casi perdió el equilibrio. Johnle tendió una mano para que se apoyara. Rio nerviosa, bajó la mirada hacialos demás, como si quisiera que le dijeran qué hacer, y después agarró elextremo del telón, adornado con borlas. Se puso la otra mano delante de lacara para protegérsela del polvo que caía de la tela.—No sé si esto es buena idea. —Lo dijo entre risas, pero algo en su vozindicaba que en parte lo creía, y miró hacia abajo un instante como siestuviera tentada de bajar. Sin embargo, no se movió de allí y volvió aagarrar el borde del telón.—Espera —dijo John—. ¿Lo oís?Todos enmudecieron. Charlie oía sus respiraciones en el silencio. La deJohn era deliberadamente tranquila, la de Jessica, en cambio, era rápida ynerviosa. A medida que pensaba en ello, su propia respiración empezó aparecerle extraña, como si se le hubiera olvidado cómo hacerlo.—Yo no oigo nada —dijo.—Yo tampoco —añadió Jessica—. ¿Qué es?—Música. Viene de... —Hizo un gesto hacia la sala en la que habíanestado antes.—¿Del escenario? —Charlie ladeó la cabeza—. Yo no la oigo.—Es como una cajita de música —contestó John. Charlie y Jessicaaguzaron el oído, pero sus expresiones vacías no cambiaron—. Supongoque ha parado.—Igual era una furgoneta de los helados —musitó Jessica.—Pues no nos vendría nada mal ahora mismo. —John agradeció aquelcomentario frívolo.Jessica volvió a concentrarse en el telón, pero John comenzó a tararearuna melodía.—Me ha recordado algo —murmuró.—Bueno, ¡allá voy! —anunció Jessica, pero no se movió.Charlie se sorprendió mirando fijamente la mano de Jessica que sujetabael telón, la manicura de sus pálidas uñas en contraste con la tela oscura ybrillante. Casi parecía ese momento de silencio en el teatro en que las lucesse apagaban pero el telón aún no se había levantado. Todos estaban quietos,expectantes, pero no estaban viendo una obra de teatro, ya no estabanjugando. La alegría había desaparecido del rostro de Jessica; sus pómulosdestacaban entre las sombras y sus ojos tenían la expresión sombría dequien cree que lo que va a hacer tendrá unas consecuencias terribles.Mientras Jessica dudaba, Charlie se dio cuenta de que le dolía la mano;estaba cerrando el puño con tanta fuerza que se le estaban clavando las uñasen la carne, pero no fue capaz de aflojarlo.Se oyó un ruido desde donde habían venido, un estruendo en cascada queinundó el espacio. John y Charlie se quedaron paralizados y cruzaronmiradas de pánico. Jessica soltó el telón, bajó del escenario de un salto,chocó con Charlie y del golpe le arrancó la linterna de las manos.—¡¿Dónde está la salida?! —gritó, y John se acercó a ayudar.Palparon las paredes con urgencia. Charlie persiguió el haz de luz que sedeslizaba por el suelo. Cuando todos habían recuperado la compostura,Carlton entró corriendo.—¡He tirado una pila de cazuelas en la cocina! —exclamó a modo dedisculpa.—Pensaba que estabas aquí con nosotros —dijo Charlie.—Quería ver si quedaba algo de comida —respondió Carlton sin aclararsi la había encontrado o no.—¿En serio? —John se echó a reír.—Puede que el guarda lo haya oído —dijo Jessica nerviosa—. Tenemosque salir de aquí.Se dirigieron hacia la puerta y Jessica echó a correr. Los demás laimitaron y aceleraron al llegar al pasillo hasta alcanzar tal velocidad queparecía que algo los perseguía.—¡Corred, corred! —exclamó John, y todos rieron nerviosos; el pánicoera fingido, pero la prisa era real.Se deslizaron por la puerta uno a uno y después Carlton y John seapoyaron en ella para cerrarla con el mismo chirrido quejoso. Todosagarraron la estantería, la pusieron en su sitio y recolocaron lasherramientas para que pareciera que nadie la había tocado.—¿Todo en orden? —preguntó Jessica, y John le tiró del brazo parallevársela de allí.Salieron rápido pero con cuidado, siguiendo el camino por el que habíanentrado y solamente con la linterna de bolsillo de Carlton, a través de lospasillos vacíos y el atrio hasta el aparcamiento. No volvieron a ver la luz delguarda.—Ha sido un poco decepcionante —reconoció Carlton, mirando atrás unavez más con la esperanza de que los estuvieran persiguiendo.—¿Estás de broma? —le dijo Charlie mientras se acercaba al coche ysacaba las llaves del bolsillo. Tenía la sensación de que algo que llevabaoculto en su interior se había despertado, y no estaba segura de si era algobueno o no.—¡Ha sido divertido! —exclamó John.Jessica se echó a reír.—¡Ha sido aterrador! —replicó.—Una cosa no quita la otra —dijo Carlton con una amplia sonrisaburlona.Charlie se echó a reír y John la imitó.—¿Qué? —preguntó Jessica.Charlie sacudió la cabeza, riéndose todavía.—Es solo que... Seguimos siendo iguales. Bueno, somos distintos ymayores y todo eso. Pero somos iguales. Carlton y tú seguís sonando comocuando teníais seis años.—Sí, claro —contestó Jessica poniendo los ojos en blanco otra vez, peroJohn asintió.—Ya sé a qué te refieres. Y Jessica también, aunque no quiera admitirlo.—Volvió la vista hacia el centro comercial—. ¿Estáis seguros de que elguarda no nos ha visto?—Ahora podríamos escapar de él —dijo con razón Carlton, que tenía lamano apoyada en el coche.—Supongo que sí —concedió John, pero no sonaba convencido.—Tú tampoco has cambiado nada —dijo Jessica con cierta satisfacción—. Deja de ver problemas donde no los hay.—Puede que no —respondió John mirando atrás una vez más—, perodeberíamos marcharnos. No quiero tentar a la suerte.—¿Nos vemos mañana entonces? —preguntó Jessica mientras seseparaban.Carlton se despidió brevemente con la mano por encima del hombro.A Charlie se le cayó el alma a los pies cuando Jessica se aposentó en elasiento del copiloto y se abrochó con cuidado el cinturón de seguridad. Noera precisamente lo que más le apetecía. No es que no le cayera bienJessica, solo que le resultaba incómodo estar a solas con ella. Era casi unadesconocida. De todas maneras, Charlie seguía emocionada por la aventuranocturna, y la adrenalina que conservaba le daba una mayor confianza.Sonrió a Jessica. Después de esa noche tenían algo en común de verdad.—¿Sabes llegar al motel? —le preguntó.Jessica asintió y cogió el bolso que tenía a sus pies. Era pequeño, negro yde correa larga; antes, Charlie ya la había visto sacar de él un brillo delabios, un espejo, un paquete de caramelos de menta, un kit de costura y uncepillo de pelo diminuto. Ahora extrajo un cuaderno pequeño y unbolígrafo. Charlie sonrió.—Oye, ¿cuántas cosas llevas ahí dentro? —le preguntó, y Jessica la mirócon una sonrisa.—Los secretos de El Bolso no se revelan jamás —dijo juguetona, yambas se echaron a reír.Jessica comenzó a darle las indicaciones y su amiga obedeció girando aizquierda y a derecha sin prestar demasiada atención a lo que la rodeaba.Jessica ya las había registrado, así que fueron directamente a lahabitación, una caja de zapatos beis con dos camas de matrimonio cubiertascon brillantes colchas marrones. Charlie dejó su equipaje junto a la camaque estaba más cerca de la puerta y Jessica fue hacia la ventana.—Como puedes ver, he tirado la casa por la ventana y he cogido lahabitación con vistas —dijo abriendo dramáticamente las cortinas pararevelar dos contenedores y un arbusto seco—. Creo que organizaré mi bodaaquí.—Claro —dijo Charlie, divertida.La pinta de estirada y el aspecto de modelo de Jessica enseguida hacíanolvidar que también era muy lista. Recordaba que de pequeña se sentía unpoco intimidada cada vez que se juntaban para jugar, y pocos minutosdespués se daba cuenta de cuánto le gustaba aquella niña. Se planteó si leresultaría difícil hacer amigos con aquella apariencia, pero no era el tipo depregunta que se le podía hacer a alguien sin más.Jessica se dejó caer en la cama mirando hacia Charlie.—Bueno, háblame de ti —le dijo en tono confidencial, imitando la voz depresentadora de un programa de entrevistas o la de una madre cotilla.Charlie se encogió de hombros, incómoda.—¿A qué te refieres? —preguntó.Jessica se echó a reír.—¡No lo sé! Qué pregunta tan horrible, ¿no? ¿Cómo se responde a eso?Veamos, ¿qué tal el instituto? ¿Algún chico guapo?Charlie se tumbó en la cama en la misma postura que Jessica.—¿Chicos guapos? ¿Cuántos años tenemos? ¿Doce?—¿Y bien? —insistió Jessica, impaciente.—No lo sé. La verdad es que no. —Su clase era demasiado pequeña.Conocía a la mayoría desde que se mudó a casa de la tía Jen, y salir conalguno de ellos, verlos de «esa manera», le resultaba forzado y muy pocointeresante. Se lo contó a Jessica—. La mayoría de las chicas, si quierensalir con alguien, se buscan tíos mayores.—¿Y tú no tienes uno de esos? —le pinchó Jessica.—Qué va. He pensado que prefiero esperar a que los de nuestra edadcrezcan un poco.—¡Muy bien! —Jessica estalló en una carcajada y enseguida pensó enalgo que contarle—: El año pasado hubo un tío, Donnie. Estaba chiflada porél, en serio. Era simpatiquísimo con todo el mundo. Iba siempre vestido denegro y su pelo oscuro y rizado era tan denso que cuando me sentaba detrásde él solo podía pensar en hundir mi cara en sus tirabuzones. Me distraíatanto que acabé sacando un sobresaliente bajo en trigonometría. Erasuperartístico, un poeta, llevaba consigo uno de esos cuadernos de cueronegro en los que siempre estaba garabateando algo, pero que nunca leenseñaba a nadie. —Suspiró, soñadora—. Pensé que si conseguía que meenseñara sus poemas, conocería de verdad su alma, ¿sabes?—¿Y llegó a hacerlo? —preguntó Charlie.—Oh, sí —contestó asintiendo con énfasis—. Al final le pedí quesaliéramos juntos, porque era muy tímido y no me lo iba a pedir nunca, yfuimos al cine y nos besamos un poco, y después subimos a la azotea de suedificio y le conté que quería estudiar civilizaciones antiguas y trabajar enexcavaciones arqueológicas y todo eso. Y él me enseñó sus poemas.—¿Y descubriste el fondo de su alma? —preguntó Charlie, emocionadapor participar en una conversación de chicas, algo que le parecíacompletamente nuevo en su vida. Asentía con entusiasmo. «Pero nodemasiado», se calmó a sí misma mientras Jessica se echaba hacia delanteen la cama para susurrarle:—Los poemas eran horribles. No sabía que fuera posible sermelodramático y aburrido al mismo tiempo. Al leerlos, sentí vergüenzaajena. —Se tapó la cara con las manos y Charlie se echó a reír.—¿Y qué hiciste?—¿Qué iba a hacer? Le dije que aquello no funcionaba y me fui a casa.—Espera, ¿justo después de leer sus poemas?—Todavía tenía el cuaderno en las manos.—¡Jessica, eso es horrible! ¡Seguro que le rompiste el corazón!—¡Lo sé! Me sentí fatal, pero fue como si las palabras me salieran solasde la boca. No pude evitarlo.—¿Volvió a hablarte alguna vez?—Sí, claro, es de lo más amable. Pero ahora estudia estadística yeconomía y lleva chalecos de lana.—¡Te lo cargaste! —Charlie le tiró una almohada a Jessica, que seincorporó y la cazó.—¡Lo sé! Seguramente se convertirá en un inversor millonario, en lugarde un artista famélico, y todo por mi culpa. —Sonrió—. Bah, seguro quealgún día me lo agradecerá.Charlie negó con la cabeza.—¿De verdad quieres ser arqueóloga?—Sí —respondió Jessica.—Vaya. Perdona, pensaba que... —Sacudió la cabeza—. Perdona, esgenial.—Pensabas que quería hacer carrera en la moda —dijo Jessica.—La verdad es que sí.—No pasa nada. Yo también lo creía. Quiero decir que me encanta lamoda, sí, pero me parece que no da para mucho, ¿sabes? Y me pareceincreíble pensar en cómo vivía la gente hace mil años, o dos mil, o diez mil.Eran iguales que nosotros, pero completamente distintos. Me gustaimaginarme viviendo en otras épocas, otros lugares, pensar en quién habríasido. Pero, bueno, ¿y tú?Charlie se tumbó boca arriba mirando al techo de piezas sueltas depoliestireno manchado; la que tenía encima estaba torcida. «Espero que nohaya bichos ahí arriba», pensó.—No lo sé —dijo lentamente—. Creo que es genial que sepas lo quequieres ser, pero la verdad es que yo nunca he tenido un plan.—Bueno, tampoco hace falta que lo sepas ya.—Puede —contestó Charlie—. Pero no sé, tú ya sabes a qué quieresdedicarte; John sabía que quería ser escritor desde que consiguió sostenerun lápiz en la mano, y ya le están publicando; incluso Carlton... No sé quéplan tiene, pero es evidente que detrás de todas esas bromas hay unaestrategia elaborada. En cambio, yo voy sin rumbo.—En realidad, no importa. Yo diría que la mayoría de la gente de nuestraedad tampoco tiene ni idea. Además puede que cambie de opinión o que noentre en la universidad o cualquier cosa. Es imposible saber qué pasará.Oye, voy a cambiarme. Necesito dormir.Entró en el baño y Charlie se quedó donde estaba, contemplando aqueltecho de aspecto lamentable. Tenía la impresión de que su completo rechazoa pensar en el pasado o en el futuro se estaba convirtiendo en un defecto.«Vive el presente —solía decir la tía Jen, y Charlie se lo había tomado muya pecho—. No te regodees en el pasado; no te preocupes por lo que quizánunca suceda.» En octavo se había apuntado a un taller con la vagaesperanza de que la mecánica despertara en ella algo del talento de supadre, que desatara una pasión heredada latente, pero no fue así. Construyóuna casa de pájaros chapucera para el jardín trasero, no volvió a apuntarse aningún otro taller, y la casa para pájaros solo atrajo a una ardilla que laderribó de inmediato.Jessica salió del baño con un pijama de rayas rosas. Charlie entró, secambió y se cepilló los dientes a toda prisa para ir a la cama. Para cuandosalió, Jessica ya estaba bajo las mantas y con la luz de su mesilla apagada.Charlie apagó también la suya, pero la luz del aparcamiento se filtraba porla ventana a través de los contenedores. Volvió a levantar la mirada hacia eltecho con las manos detrás de la cabeza.—¿Sabes qué pasará mañana? —preguntó.—La verdad es que no —respondió Jessica—. Sé que habrá unaceremonia en el colegio.—Sí, eso lo sé. Pero ¿tendremos que hacer algo? ¿Querrán que hablemos,por ejemplo?—No creo —dijo Jessica—. ¿Por qué? ¿Quieres decir algo?—No, solo me lo preguntaba.—¿Sueles pensar en él? —preguntó Jessica.—A veces. Intento no hacerlo —contestó Charlie con una verdad amedias. Había sepultado el tema de Michael en su cabeza, lo habíaescondido tras un muro mental al que nunca se acercaba. Evitar el tema nole suponía un esfuerzo; de hecho, ahora le costaba pensar en él—. ¿Y tú?—La verdad es que no. Es raro, ¿verdad? Sucede algo, lo peor que puedasimaginar, y en ese momento se te queda grabado como si fuera a ser asípara siempre. Y pasan los años y se convierte en una cosa más de las que tehan sucedido. No es que no sea importante ni terrible, pero ya pasó, comotodo lo demás. ¿Sabes lo que quiero decir?—Creo que sí —dijo Charlie. Claro que lo sabía—. Simplemente intentono pensar en ello.—Yo igual. Justo la semana pasada fui a un funeral.—Lo siento —dijo Charlie incorporándose—. ¿Estás bien?—Sí, tranquila. Casi no lo conocía, no era más que un pariente mayor quevivía lejos. Creo que lo vi una vez, pero casi no me acuerdo de él. Fuimossobre todo por mi madre. Pero fue un velatorio a la antigua usanza, como enlas películas, de cuerpo presente. Todos pasamos junto al ataúd. Cuando mellegó el turno, lo miré, y era como si estuviera dormido, ¿sabes? Tranquilo yreposado, como siempre dicen que parecen los muertos. Nada de lo queveía me hacía pensar en que hubiera fallecido; todos los rasgos de su caratenían el mismo aspecto que si estuviera vivo. La piel estaba igual, el peloestaba igual. Pero no estaba vivo, y yo lo sabía. Lo habría sabido deinmediato aunque no hubiera estado en un ataúd.—Ya sé a qué te refieres. Hay algo en ellos cuando están... —dijo Charliecon suavidad.—Suena tonto cuando lo digo. Pero cuando lo miré parecía muy vivo, y,sin embargo, sabía..., tenía la certeza de que no lo estaba. Me puso la pielde gallina.—Es lo peor, ¿verdad? —dijo Charlie—. Cosas que actúan como siestuvieran vivas pero no lo están.—¿Qué?—Quería decir cosas que parecen vivas pero no lo están —añadió Charlierápidamente—. Deberíamos dormir. ¿Has puesto la alarma?—Sí —dijo Jessica—. Buenas noches.—Buenas noches.Charlie sabía que le costaría un buen rato conciliar el sueño. Tambiénsabía a qué se refería su amiga, probablemente mejor que la propia Jessica.El brillo artificial de unos ojos que te seguían cuando te movías, comoharían los de una persona de verdad. Los ligeros bandazos de animalesrealistas que no se desplazaban como lo haría un ser vivo. Los fallosocasionales de programación que hacían que pareciera que un robot habíahecho algo nuevo, algo creativo. Su infancia había estado repleta de ellos,había crecido en esa extraña franja entre lo vivo y lo no vivo. Ese había sidosu mundo. Y el de su padre. Charlie cerró los ojos. «¿Cómo la afectaríatodo aquello?»

FIVE NIGHTS AT FREDDY'S Los ojos de PlataWhere stories live. Discover now