El primer local

55 3 0
                                    

Cuando llegaron, Jessica ya estaba allí, igual que John. El chico se levantóen cuanto entró Charlie.—Estaba preocupado por ti. ¿Qué os parece si duermo en el suelo? —Esperó nervioso su reacción, como si solo al tenerla delante se hubiera dadocuenta de que quizá se había extralimitado.En otro momento y en otro lugar, a Charlie habría podido molestarle supreocupación. Era excesiva. Pero allí, en Hurricane, se alegraba de contarcon él. «Deberíamos estar todos juntos —pensó—. Es más seguro.» No esque tuviera mucho miedo, pero la inquietud aún se aferraba a ella como unatelaraña. La presencia de John le había resultado tranquilizadora desde quehabían llegado. Todavía la estaba mirando y esperando una respuesta, y ellale sonrió.—Mientras no te importe compartirlo con Jason —dijo.—Si me prestáis un cojín, estaré perfectamente —respondió él con unasonrisa.Marla le lanzó uno, el chico lo ahuecó concienzudamente, dejó el cojín enel suelo y se tumbó.Se acostaron casi de inmediato. Charlie estaba agotada; ahora que tenía laherida limpia y vendada, la adrenalina de la noche la abandonó de golpe yla dejó exhausta y un poco temblorosa. Ni siquiera se molestó en ponerse elpijama, sino que se desplomó sobre la cama junto a Jessica y se quedódormida al cabo de unos segundos.Se despertó justo después de amanecer, cuando el cielo seguía pálido y unpoco rosa. Miró a su alrededor en la habitación. Sospechaba que los demásno se despertarían hasta varias horas después, pero se sentía demasiadoalerta para intentar dormirse de nuevo. Cogió los zapatos y salió pasandopor encima de Jason y John. El motel estaba un poco apartado de lacarretera, rodeado por una densa arboleda. Charlie se sentó en el bordillopara ponerse los zapatos y se preguntó si podría pasear por el bosque sinperderse. El aire era fresco y ella se sentía renovada y fortalecida por lasescasas horas que había dormido. Le dolía el brazo, un dolor sordo cuyolatido atraía su atención una y otra vez, pero la hemorragia no habíaatravesado el vendaje. Normalmente le resultaba fácil ignorar el dolorcuando sabía que no suponía ningún peligro. El bosque era tentador, así quedecidió correr el riesgo de perderse.Cuando estaba a punto de levantarse, John se sentó a su lado.—Buenos días —le dijo.Tenía la ropa arrugada por haber pasado la noche en el suelo, y su peloera un desastre. Charlie contuvo la risa.—¿Qué pasa? —preguntó él.Charlie negó con la cabeza.—Hoy te pareces un poco a como eras antes —contestó.Él se miró y se encogió de hombros.—Aunque la mona se vista de seda... ¿Por qué te has levantado tanpronto?—No sé, no podía dormir. ¿Y tú?—Alguien me ha pisado.Charlie hizo una mueca de vergüenza.—Lo siento —dijo, y él se echó a reír.—Es broma, ya estaba despierto.—Iba a dar un paseo por ahí —explicó ella señalando la linde del bosque—. ¿Quieres venir?—Sí, claro.Se dirigieron hacia la arboleda. John se quedó atrás un momento parameterse la camisa dentro del pantalón a escondidas e intentar alisar lasarrugas. Charlie fingió no darse cuenta.No había camino, así que se abrieron paso entre los árboles sin rumbo,echando la vista atrás de vez en cuando, para asegurarse de que aúndistinguían el aparcamiento del motel. John tropezó con una rama caída.Charlie estiró el brazo bueno para sujetarlo antes de que se cayera.—Gracias. Y vaya brazo.—Bueno, tú me sujetaste ayer, ahora ya estamos en paz —contestó ella.Miró alrededor: ya casi no se veía el motel. Se sentía escondida, protegidapor los árboles. Allí podía decir cualquier cosa, que no pasaría nada. Seapoyó en un árbol y rascó distraída la corteza que tenía detrás.—¿Sabes que Freddy's no fue el primer restaurante? —dijo de pronto,sorprendiéndose a sí misma. John la miró confuso, como si no la hubieraoído bien. No quería repetirlo, pero se obligó—: Freddy's no fue el primerrestaurante de mi padre. Antes tuvo una pequeña cafetería. Cuando mimadre todavía no se había marchado.—No tenía ni idea —dijo John lentamente—. ¿Dónde estaba?—No lo sé. Es uno de esos recuerdos que tienes de cuando eras pequeño,¿sabes? Solo te acuerdas de las cosas que tienes justo a tu alrededor.Recuerdo el linóleo del suelo de la cocina, a rombos blancos y negros, perono me acuerdo de dónde estaba el restaurante ni de cómo se llamaba.—Te entiendo. Cuando tenía unos tres años fuimos de vacaciones a unparque temático y lo único que recuerdo es el asiento trasero del coche.Oye, ¿y «ellos» también estaban?Bajó un poco la voz al decir aquello último, casi en tono reflexivo.Charlie asintió.—Sí, había un oso y un conejo, creo. A veces mezclo los detalles, no sonrecuerdos normales —le explicó, ya que necesitaba que comprendiera losfallos en la historia antes de contarle el resto—. Es como cuando tienes unsueño muy real y a la mañana siguiente no estás segura de si ha sucedido ono. Son impresiones, retazos de tiempo. Es como si...Fue enmudeciendo. No lo estaba explicando bien, no estaba escogiendolas palabras apropiadas. Estaba remontándose demasiado atrás, a una épocaen la que aún no hablaba. Hubo un tiempo en que no tenía vocabulario paranombrar lo que veía, así que ahora, cuando trataba de recordarlo, nuncaacertaba con las palabras.Miró a John, que la observaba pacientemente esperando a que continuara.Quería contarle a él esa historia de su vida que no le había contado nunca anadie. En realidad, ni siquiera era una historia, sino algo que la incordiabadesde el margen de su memoria, algo brillante que solo veía por el rabillodel ojo. No estaba del todo segura de que fuera real, así que no se lo habíadicho a nadie. Pero quería contárselo a John porque quería hablarlo con otrapersona; porque él la miraba con confianza y ella sabía que la escucharía yla creería; porque era importante para él hacía mucho tiempo; porque lahabía sujetado cuando se había caído y había venido aquí a dormir y a hacerguardia toda la noche. Además, su parte pragmática y ligeramente crueltambién lo hacía porque él no formaba parte de su vida real. Podía contarleaquello, o cualquier cosa, y cuando regresara a casa sería como si nohubiera pasado nada. De pronto quiso tocarlo, confirmar que de verdadestaba allí, que aquello no era otro sueño. Extendió la mano y él se la cogió,sorprendido pero contento. Permaneció donde estaba, como si tuvieramiedo de asustarla si se acercaba. Se quedaron así un instante, después ellalo soltó y le contó la historia del modo en que la reproducía en su cabeza:los recuerdos de una niña pequeña mezclados con las cosas que habíacomprendido a medida que crecía.Había otro restaurante, rústico y pequeño, con manteles a cuadros rojosen las mesas y una cocina que se veía desde el comedor, y todos estabanjuntos: su padre, su madre y... nosotros. Cuando Charlie era muy muypequeña, nunca estaba sola. Estaba ella y estaba ese niño pequeño, ese niñotan cercano a Charlie: recordarlo era como recordar una parte de sí misma.Siempre estaban juntos. De hecho, ella aprendió a decir «nosotros» antesque a decir «yo».Jugaban juntos en el suelo de la cocina, y a veces pintaban dibujosescondidos debajo de una mesa de madera. Recordaba el trajín de pies ysombras de los clientes que pasaban junto a ellos. La luz parpadeabainterrumpida por un ventilador que giraba lentamente, y caía sobre el sueloen franjas. Recordaba el olor de un cenicero y las carcajadas de los adultosabsortos en una buena historia mientras sus hijos jugaban.Con frecuencia oía resonar la risa de su padre desde un rincón lejanomientras hablaba con los clientes. Ahora, cuando se lo imaginaba riendoasí, sentía un pequeño dolor, un encogimiento en el centro del pecho,porque a su padre le brillaban los ojos y sonreía con facilidad y quería quetodos formaran parte del restaurante, quería compartirlo con ellos. No teníamiedo de dejar que sus hijos deambularan y exploraran. El dolor todavía nohabía hecho mella en él, así que, aunque se parecía un poco al padre queella conoció de verdad, no era el mismo hombre en absoluto.Charlie hablaba mirando el suelo, la tierra, las piedras y los restos dehojas, y tenía la mano detrás de la espalda; arrancaba pedazos de corteza delárbol. «¿Le dolerá?», se preguntó, y se obligó a apartar las manos paraentrelazarlas delante.El restaurante abría hasta muy tarde, así que cuando empezaban aflaquearles las fuerzas, Charlie y el niño pequeño se acurrucaban conmantas y peluches en la despensa y dormían hasta la hora de cierre.Recordaba usar sacos de harina como almohadas, bolsas tan altas comoellos. Se abrazaban y se susurraban palabras sin sentido que significabancosas muy profundas solo para ellos dos, y Charlie se abandonaba al sueñoescuchando a medias los cálidos sonidos del restaurante, el entrechocar deplatos y el murmullo de las conversaciones de adultos, así como el ruido deloso y el conejo mientras bailaban al ritmo de melodías metálicas.Les encantaban los animales, el oso color mostaza y el conejo a juego,que recorrían el restaurante cantando y bailando para los clientes, y enocasiones para Charlie y el niño pequeño. Unas veces se movían de formarígida y mecánica; otras, sus movimientos eran fluidos y humanos; ymientras que el niño prefería que actuaran como personas, a Charlie legustaban más de la otra manera. Los movimientos forzados, los ojos inertesy sus fallos ocasionales la cautivaban: actuaban como si estuvieran vivos,pero no lo estaban. El abismo estrecho pero profundo entre ambos estados,vivo y no vivo, la tenía fascinada, a pesar de que nunca sabría explicar porqué.—Creo que eran trajes —dijo Charlie con la vista aún clavada en el suelo—. Los animales no eran siempre robots; el oso y el conejo eran disfraces, yunas veces se los ponían personas, y otras mi padre se los ponía a susrobots. Siempre sabías quiénes eran por cómo bailaban.Charlie calló. Había más, pero no conseguía seguir hablando. Había algoahí que le bloqueaba la mente y apartaba los recuerdos, lo mismo que leimpedía pedirle respuestas a la tía Jen por miedo a conocerlas. Charlie no sehabía atrevido a mirar a John durante el tiempo que había estado hablando;se había limitado a observar el suelo, las manos, las zapatillas. Ahora sí quelo miró, y estaba absorto, casi parecía que contenía la respiración. Esperó,no quería hablar hasta estar seguro de que ella había terminado.—Eso es todo lo que recuerdo —dijo por fin, a pesar de que era mentira.—Espera, ¿quién era ese niño pequeño?Charlie sacudió la cabeza, frustrada porque no lo hubiera entendido.—Era mío. Quiero decir que era mi hermano. Éramos lo mismo. —Hablaba como una niña, como si el recuerdo la hubiera poseído y obligadoa volver allí. Carraspeó y comenzó a hablar más lentamente y escogiendolas palabras con cuidado—. Perdona. Creo que era mi hermano gemelo.Vio que John abría la boca dispuesto a preguntar: «¿Y qué le pasó?». Perodebió de ver algo en el rostro de su amiga, alguna señal de alerta, porque secontuvo:—¿Crees que ese sitio estaba por aquí? Porque en realidad habría podidoestar en cualquier parte, incluso en otro estado.—No lo sé —contestó Charlie, despacio, mirando por encima del hombroy después hacia las copas de los árboles—. La sensación es la misma.Tengo la impresión de que podría toparme con él al doblar cualquieresquina. Quiero encontrarlo —declaró con la voz un poco entrecortada; encuanto lo dijo, se convirtió en lo único que quería hacer.—A ver, ¿qué recuerdas del sitio? —preguntó John con entusiasmo, casilanzándose sobre ella como un perro ansioso con correa. Debía de morirsede ganas de ir a buscarlo desde el momento en que ella lo habíamencionado.Charlie sonrió, pero negó con la cabeza.—En realidad no me acuerdo de gran cosa. La verdad es que no sé si seréde mucha ayuda; como te he dicho, lo que recuerdo no son más que retazos,no tengo información. Es como un álbum de fotos. —Cerró los ojos paraintentar ver mentalmente el lugar—. El suelo temblaba. ¿Un tren? Recuerdoese estruendo todos los días, era el sonido más fuerte que había escuchadojamás. Y no me refiero al volumen, es más bien que se sentía en todo elcuerpo, como si te retumbara en el centro del pecho.—Entonces debía de estar cerca de una vía, ¿no?—Sí —contestó Charlie con un atisbo de esperanza—. Delante había unárbol que parecía un monstruo viejo y enfadado, encorvado y marchito, condos ramas gigantes y nudosas que se extendían como brazos. Cuando nosíbamos por la noche, siempre escondía la cara en la camisa de mi padre parano tener que verlo al pasar junto a él.—¿Y qué más? ¿Había otras tiendas o restaurantes?—No. Bueno, no creo, Lo siento. Ha desaparecido todo. —Se rascó lacabeza.—No es suficiente —dijo John, un poco frustrado—. Eso podría ser encualquier lado, un tren y un árbol. Tiene que haber algo más. ¿Nada?—No —contestó Charlie.Cuanto más se forzaba a recordar, más difícil le resultaba. Buscaba aciegas. Era como si tratara de agarrar criaturas vivas, como si los recuerdosla vieran venir y escaparan. Desechaba fragmentos a medida que conseguíaatraparlos: los manteles, de cuadros rojos y blancos, de tela de verdad, noplástico. Se acordaba de haberse agarrado a uno cuando aún no caminabamuy estable, y de que los platos y los vasos se le habían caído encima y sehabían roto contra el suelo mientras ella se cubría la cabeza. Charlotte,¿estás bien? La voz de su padre sonaba más clara que nunca.En un rincón del comedor había una tabla que chirriaba y que a Charlie legustaba apretar para hacerla sonar como si tocara música. Había una mesade pícnic en el jardín trasero, donde solían sentarse al sol. Una de sus patasse hundía en la tierra blanda. También estaba la canción que sus padressolían cantar en el coche siempre que volvían a casa de una excursión;solían entonarla a pleno pulmón cuando ya quedaba poco para llegar, yentonces se echaban a reír como si hubieran dicho algo ingenioso.—Nada que ayude, solo cosas de niños —dijo Charlie.Se sentía un poco mareada. Había pasado muchos años evitando estosrecuerdos; su mente los rehuía como a las serpientes. Se sentía un pococulpable, como si hubiera hecho algo malo. Pero entre todo aquello sobre loque nunca se permitía pensar también percibía algo que podría haber sidoalegría. Los recuerdos de aquella época no eran seguros, tenían trampas ycepos incrustados en su propia esencia, pero entre ellos también habíainstantes valiosos.—Lo siento, no recuerdo nada más.—Tranquila, es realmente impresionante que recuerdes cosas de tanpequeña. No pretendía forzarte —añadió algo avergonzado; después pusoun gesto pensativo—. ¿Qué canción era?—Creo que era la misma que bailaban los muñecos de Freddy's.—No, me refiero a la que cantaban tus padres en el coche.—Ah, no sé si me acuerdo. En realidad, no era una canción, solo unpequeño verso, ¿sabes?Cerró los ojos y se imaginó el coche, trató de visualizar las nucas de suspadres como si estuviera en el asiento trasero. Esperó y confió en que sumente lo revelara, y finalmente lo hizo. La tarareó, solo seis notas.—Hemos vuelto a la armonía —cantó—. Y acababan con un acordearmónico —añadió, avergonzada por sus padres incluso ahora.John puso un gesto inexpresivo al principio, porque las palabras noparecían tener sentido, pero entonces un halo de esperanza le iluminó lamirada.—Charlie, hay un pueblo aquí al norte que se llama New Harmony.—Ajá —se limitó a decir ella. Se repitió las palabras mentalmenteintentando que la inspiraran, que desencadenaran un recuerdo, pero no fueasí—. Tengo la impresión de que debería sonarme, pero no. Lo siento.Quiero decir que no suena equivocado, pero tampoco correcto.Estaba decepcionada, pero John seguía pensativo.—Vamos —dijo tendiéndole la mano.Charlie se secó la mejilla y respiró entrecortadamente. A continuación, lomiró. Asintió con una sonrisa agotada y se puso de pie.—¿Deberíamos esperar a que se despierten todos? —dijo John cuandosalieron al aparcamiento después de un enérgico paseo de vuelta.—No —contestó Charlie con una vehemencia inesperada. Despuésañadió en tono más suave—: No quiero que vengan todos.Se angustiaba con solo imaginar al grupo entero acompañándola. Erademasiado arriesgado, demasiado personal; no tenía ni idea de quéencontrarían ni de qué efectos tendría sobre ella, y no soportaba la idea dedescubrirlo con público presente.—Vale, pues solo nosotros.—Solo nosotros.Charlie entró y cogió las llaves del coche moviéndose despacio para nomolestar a los demás. Cuando ya se dirigía hacia la puerta, Jason serevolvió y abrió los ojos. Levantó la mirada hacia ella como si no estuvieraseguro de quién era. Charlie se llevó el dedo a los labios.El chico asintió medio dormido y volvió a cerrar los ojos. Ella se deslizórápidamente por la puerta. Le lanzó las llaves a John y se subió al asientodel copiloto.—Aquí dentro hay un mapa —dijo, tratando de abrir la guantera.El mapa se cayó, junto con un montón de calentadores de manos yraciones de alimentos de emergencia.—Tu tía ataca de nuevo. —John sonrió.Charlie sostuvo el mapa a pocos centímetros de la cara. New Harmonyestaba cerca, a más o menos media hora en coche.—¿Podrás guiarme? —le preguntó él.—¡Sí, capitán! Al salir del aparcamiento, gira a la izquierda.—Gracias —contestó con ironía.Atravesaron el pueblo y salieron por el otro lado; a medida queavanzaban, las casas cada vez estaban más separadas. Cada una de ellas sealzaba solitaria, conectada únicamente por cables eléctricos flojos. Charlieobservaba que los postes de teléfonos se repetían de manera hipnótica comosi fueran a continuar para siempre, y entonces parpadeaba y rompía elencantamiento. Más allá, las montañas se erguían antiquísimas y oscurascontra el cielo azul; parecían más solidas que todo lo que las rodeaba,incluso más reales. Y quizá lo eran. Ya estaban allí observando mucho antesque las casas, antes que las carreteras. Y seguirían allí mucho después deque todo desapareciera.—Hace muy buen día —dijo John, y ella lo miró apartando los ojos delpaisaje.—Sí —contestó Charlie—. Casi se me había olvidado lo bonito que esesto.—Ya. —Permaneció en silencio un momento, después la miró de reojo.Charlie no supo si era por timidez o por mantener los ojos en la carretera.Por fin dijo—: Es raro. Cuando era niño, las montañas me asustaban,especialmente cuando conducíamos de noche. Eran como unas bestiasmonstruosas que nos acechaban.Se rio un poco, pero Charlie no.—Lo entiendo —dijo, y después le sonrió—. Pero creo que no son másque montañas. Oye, no llegaste a contarme de qué iba tu relato.—¿Mi relato? —Volvió a mirarla de reojo un poco nervioso.—Sí, dijiste que te habían publicado uno. ¿De qué trataba?—Bueno, fue en una pequeña revista local, nada más —dijo, todavía algoreacio. Charlie esperó, y por fin continuó—: Se titula «La casita amarilla».Trata sobre un niño de diez años cuyos padres discuten sin cesar, y él tienemiedo de que se divorcien. Se pelean. El niño les oye decirse cosas terriblesel uno al otro. Se esconde en su cuarto con la puerta cerrada, pero sigueoyéndolos.»Así que empieza a mirar por la ventana, a la casa de enfrente. Lascortinas están abiertas lo suficiente para que pueda echar un vistazo alinterior. Observa a la familia ir y venir por la casa, y empieza a inventarsehistorias sobre ellos, se imagina quiénes son y qué hacen, y con el tiempocomienzan a resultarle más reales que su propia familia.Miró a Charlie como para medir su reacción. Ella sonrió.—Así que llega el verano y su familia se va de vacaciones una semana, lopasa fatal. Cuando vuelven, la familia de enfrente se ha mudado. No quedanada, solo un letrero de EN VENTA.Charlie asintió esperando a que continuara, pero él la miró algo apocado.—Ese es el final.—Oh, es muy triste.John se encogió de hombros.—Supongo. Pero ahora estoy trabajando en algo alegre.—¿Y qué es?Él le sonrió.—Es un secreto.Charlie le devolvió la sonrisa. Se sentía bien allí, era agradable conducirhacia el horizonte sin más. Bajó la ventanilla, sacó el brazo y disfrutó de lavelocidad del viento. «No es la velocidad del viento», es la nuestra, pensó.—¿Y tú? —preguntó John.—¿Qué pasa conmigo? —contestó Charlie, que seguía jugueteando con elaire.—Venga, ¿cómo es tu vida hoy en día?Charlie le sonrió y metió el brazo dentro del coche.—No sé, bastante aburrida.Había una parte de ella que no quería contárselo por la misma razón quedeseaba tenerlo a su lado en ese momento: no quería que su nueva vida semezclara con la antigua. Pero John le había contado algo real, algopersonal, y sentía que le debía algo a cambio.—No está mal —dijo por fin—. Mi tía es guay, aunque a veces me miracomo si no supiera de dónde he salido. El instituto está bien, tengo amigosy eso, pero siento que todo es temporal. Todavía me queda un año, pero yatengo la impresión de haberme ido.—¿Adónde? —preguntó John.Charlie se encogió de hombros.—Ojalá lo supiera. Supongo que a la universidad. No estoy segura de quévendrá después.—Yo creo que nadie sabe nunca qué vendrá después. ¿Alguna vez...? —Se quedó callado, pero Charlie lo pinchó para que continuara.—¿Alguna vez qué? ¿Si alguna vez he pensado en ti? —dijo en broma.Él se sonrojó y ella se arrepintió enseguida de sus palabras.—Iba a preguntarte si alguna vez has visto a tu madre —dijo en voz baja.—Ah. No, la verdad es que no.La agotaba pensar en su madre, y creía que a su madre le sucedía lomismo. Había demasiados asuntos pendientes entre ellas; no culpa, porqueninguna de ellas era responsable de lo que había sucedido, pero sí algoparecido. Ambas irradiaban dolor como si fuera un aura. Y eso las alejabacomo a dos polos opuestos.—¿Charlie?John estaba pronunciando su nombre; ella se volvió para mirarlo.—Lo siento, me he distraído un momento.—¿Tienes algo de música en el coche? —preguntó.La chica asintió con entusiasmo por el cambio de tema.Se agachó, recogió los casetes desperdigados por el suelo y comenzó aleer las etiquetas. Él se burló de lo que tenía, ella se defendió. Después depelearse en broma, Charlie metió una cinta en el reproductor y se recostó denuevo para mirar por la ventanilla.—Creo que aquí es donde el mapa deja de ser útil. —John señaló lacarretera que tenían delante—. Toda esta zona está casi en blanco; creo quelo que estamos buscando no aparece.Dobló el mapa, lo guardó cuidadosamente en el bolsillo lateral junto alasiento y estiró el cuello hacia la ventanilla para ver lo que dejaban atrás.—Tienes razón —dijo ella.Parecía que habían vuelto a la civilización. Casas aisladas salpicaban loscampos y los caminos de tierra se ramificaban en todas direcciones. Elpaisaje se componía principalmente de arbustos y árboles bajos. Además,toda la zona estaba rodeada de hileras de montes.John miró a Charlie con la esperanza de que viera algo que les indicara ladirección correcta.—¿Nada? —preguntó, aunque su mirada vacía ya le había dado unarespuesta.—No —se limitó a decir. No tenía ganas de explayarse.Cada vez había menos casas, y cada vez más dispersas. Y los campos dematojos secos parecían extenderse hacia la lejanía; todo daba la impresiónde desierto. John lanzaba miradas a Charlie cada poco tiempo en busca deuna señal, casi esperando que le dijera que parara y diera la vuelta, pero lachica se limitaba a mirar hacia el horizonte, sin fijar la vista en nada y conla mejilla apoyada en la mano.—Volvamos —dijo al fin en tono resignado.—Puede que se nos haya pasado algo —dijo John. Redujo la velocidad ybuscó un sitio donde dar la vuelta—. Nos hemos saltado muchas cosas,puede que esté en uno de esos caminos de tierra.Charlie se echó a reír.—¿En serio crees que nos hemos saltado cosas? —Se puso pensativa—.No, nada de esto encaja. Nada me suena.Sintió que una lágrima le resbalaba por la mejilla y se la secó antes de queJohn se diera cuenta.—No pasa nada, no te preocupes —dijo de repente recuperándose de suensimismamiento—. Vamos a comer algo los dos solos.John sonrió; todavía estaba buscando un sitio donde dar la vuelta. Charliesintió un escalofrío y entonces algo le llamó la atención. Pegó un brinco enel asiento y se irguió por completo.—¡PARA! —gritó.John pisó a fondo el freno y el coche derrapó levantando una nube depolvo a su alrededor. Cuando pararon, Charlie se quedó sentada en silenciomientras John miraba otra vez por el retrovisor con el corazón a mil porhora.—¿Estás bien? ¡Eh!Charlie ya había salido del coche. Él se quitó el cinturón de seguridad atoda prisa y cerró el coche tras él.La chica corría de vuelta al pueblo, pero miraba hacia el terreno junto a lacarretera. La alcanzó enseguida y trotó a su lado sin preguntarle nada. Unosminutos después, Charlie frenó un poco y comenzó a arrastrar los piesbuscando con la mirada como si hubiera perdido algo pequeño y valiosoentre el polvo.—¿Charlie?Hasta ese momento, John no había pensado en lo que estaba haciendo.Era una aventura, la oportunidad de estar a solas con Charlie, de seguir unapista, pero ahora estaba empezando a preocuparse por ella. Se apartó el pelode la cara.—¿Charlie? —dijo otra vez en un tono ligeramente inquieto, pero lamuchacha no lo miró; estaba concentrada en lo que fuera que había visto.—Justo aquí —dijo.Giró bruscamente hacia el borde de la carretera, donde algo sobresalía delsuelo y serpenteaba. John se arrodilló con cuidado, apartó un poco de tierrasuelta con la mano y descubrió una barra metálica y lisa. Siguió avanzandoa medida que destapaba una vía que cruzaba la carretera y continuaba haciael campo en ambas direcciones. Tardó un rato en volver a hablar; era comosi la propia tierra hubiera tratado de ocultarles aquello que habíanencontrado. «Ten cuidado», pensó con una leve punzada de alarma, pero nohizo caso.—Creo que hemos encontrado tus vías —dijo, y levantó la mirada haciaCharlie, pero no había rastro de ella—. ¿Charlie? ¡Charlie!Miró a un lado y a otro de la carretera, pero no vio ningún coche. Selimpió el polvo de la cara y echó a correr. Cuando la alcanzó, se quedó unpoco atrás por miedo a perturbar su concentración.Un poco más adelante había un grupo de árboles que daban la impresiónde rodear una hoguera; los había altos y bajos, tupidos y ralos. Charliecaminaba arrastrando el pie por la vía, como si fuera a desvanecerse cuandodejara de tocarla.—¿Qué es eso, una vieja estación? —preguntó John entornando los ojos yprotegiéndose del sol con la mano.Entre los árboles había un edificio alargado de un color que se fundía conel del bosquecillo, de manera que era difícil distinguirlo.La vía se alejaba en dirección a las montañas. Charlie levantó el pie y ladejó ir. John por fin se puso a su altura y caminaron a través de la hierbaseca hacia la arboleda, que ya no quedaba lejos.—Tiene que haber una carretera. —Charlie se desvió de forma casialeatoria y se alejó del edificio.John titubeó.—Pero...Señaló el edificio y después la siguió echando la vista atrás paraasegurarse de que sabría volver al coche. Al cabo de poco tiempo, el suelose niveló bajo sus pies. El pavimento, viejo y agrietado por las malashierbas y los montículos de roca deshecha, se extendía por el terrenodibujando un camino casi oculto que conducía también al pequeño edificio.—Aquí está —dijo Charlie en voz baja.John se puso a su lado. Caminaron juntos por la carretera esquivando losmanojos de hierba que crecían en las grietas y los agujeros. Allí estaba elárbol de los brazos extendidos y el rostro abominable, pero ya no dabamiedo, ya no era como Charlie lo recordaba. Se dio cuenta de que ya debíade estar muerto cuando era una niña. Al caer, las ramas habían dejadoagujeros dentados. Y allí seguían, pudriéndose en el suelo. El árbol parecíauna débil sombra de lo que había sido, y solo era reconocible por los bultosque antes conformaban su rostro. Ahora incluso la cara parecía cansada.El edificio era alargado y estaba muy deteriorado. Tenía una única planta,tejado oscuro y paredes castigadas por el tiempo. Antes era rojo, pero losaños, el sol y la lluvia habían ganado la batalla a la pintura, que ahora sedesconchaba y se levantaba. Y bajo las franjas que se habían desprendidoaparecía la madera, en un tono oscuro que podía deberse a la putrefacción.Los cimientos estaban cubiertos de hierba alta. Charlie tuvo la impresión deque el edificio se estaba hundiendo, de que toda la estructura estaba siendoengullida lentamente por la tierra. Se agarró del brazo de John mientras seacercaban, después lo soltó y estiró la espalda. Era como si se estuvierapreparando para un combate, como si el propio edificio pudiera atacarla sipercibía debilidad.Subió con cautela los peldaños que conducían a la puerta. Para hacerlo semantuvo a un lado y tanteó la madera antes de apoyar todo el peso. Losescalones aguantaron, pero había zonas blandas y astilladas en el centro queno quiso probar. John no la siguió de inmediato porque algo casi oculto enla hierba atrajo su atención.—Charlie.Lo levantó: era un letrero de metal maltrecho con las palabras FREDBEAR'SFAMILY DINER pintadas en rojo.Charlie sonrió con suavidad. «Pues claro que es aquí. He llegado a casa.»John subió la escalera tras ella y dejó el letrero junto a la entrada.Cruzaron el umbral. La puerta se abrió con facilidad. La luz entraba araudales por todas las ventanas y revelaba la decadencia del local. Adiferencia de Freddy's, ese lugar sí se había vaciado. Los suelos de maderaparecían intactos, pero el tiempo los había deformado. La luz del solpenetraba sin obstáculos y llegaba a todos los rincones, al no haber muebleso personas que le cortaran el paso. Charlie levantó la vista hacia elventilador de techo; seguía allí, pero le faltaba una de las aspas.A su derecha había una puerta doble con ventanas redondas. A diferenciadel comedor, inundado por la luz y los sonidos del exterior, la sala quehabía detrás de esa puerta estaba completamente a oscuras. John tenía máscuriosidad que Charlie, por lo que se asomó con cuidado a una de lasventanas, con la evidente tentación de empujar y ver lo que había dentro.Ella le dejó hacer y se adentró en lo que recordaba que había sido elcomedor. Ahora no era más que una sala vacía y solitaria, alargada yestrecha, que alcanzaba al menos los quince metros de longitud y seoscurecía hacia el fondo. Al final de la estancia había un pequeño escenario.Al mirar a su alrededor, Charlie se dio cuenta de que aquel lugarprobablemente había sido antes una sala de baile, cuya barra podría haberocupado el mostrador de la entrada en el que sus padres tenían la cajaregistradora. Se acercó y vio que tenía razón: incluso había muescas y rayasen el suelo de madera allí donde se habían clavado las patas de lostaburetes. Intentó imaginar un bar oscuro con un grupo de country tocandosobre la tarima, pero no pudo.Cuando miró hacia el escenario, aún le parecía ver la sombra de dosanimatrónicos dando vueltas y haciendo giros antinaturales. Todavía creíaoír el eco de la música carnavalesca y las risas lejanas. Aún olía el humo decigarrillo que había en el ambiente. Dudó antes de avanzar, por si losfantasmas que recordaba acechaban junto al escenario. Intentó localizar aJohn con la mirada. Finalmente, había abierto a medias la puerta de lacocina y había asomado la cabeza. Charlie volvió a centrarse en la tarima ycaminó hacia ella por el suelo chirriante. El mínimo ruido resultabaensordecedor, acompañado por los débiles silbidos del viento colándose porlas rendijas de las ventanas y las paredes. De la pared colgaban tiras depapel pintado que se habían despegado, inertes hasta que un soplo de airelas levantaba; entonces ondeaban como dedos delgados que señalaban aCharlie a medida que avanzaba.Se quedó a los pies del escenario y estudió el suelo cuidadosamente enbusca de rastros de lo que podría haber estado allí antes. Lo único quequedaba eran agujeros allí donde habían estado los tornillos. Las esquinasestaban ennegrecidas y en ellas se veían las marcas que habían dejado loscables y las bobinas en la madera.«No queda nada.»Giró bruscamente la cabeza hacia el rincón de la derecha; había otrapuerta. «Pues claro que hay otra puerta. Por eso estás aquí.» Permanecióquieta mirándola, pero aún no estaba lista para tocarla. Un miedo extraño eirracional se apoderó de ella, como si de allí pudieran salir arañas omonstruos.La puerta estaba entornada. Charlie se volvió para mirar de nuevo a John,sin saber si debía continuar sin él. Como si la hubiera oído llamarlo, seasomó desde dentro de la cocina con los ojos muy abiertos.—Todo esto da un poco de miedo. —Era evidente que estaba disfrutandocomo un niño en una casa encantada.—¿Puedes venir conmigo?Su súplica le sorprendió. A un tiempo se mostró complacido y molesto,ya que estaba disfrutando de su propia aventura al otro lado del edificio.—Dos segundos —prometió, y volvió a desaparecer.Ella puso un gesto impaciente, decepcionada. Aunque no la sorprendíaque su curiosidad infantil tuviera prioridad. Apoyó el dorso de la mano enla puerta de madera envejecida y la empujó suavemente, preparándose paralo que pudiera encontrar dentro.Esperara lo que esperara encontrar allí, no había acertado. Se trataba deun armario que se adentraba en la oscuridad unos dos o tres metros hacia suizquierda. Había unas barras horizontales en la pared de las que en su díahabían colgado perchas. Las siluetas cuadradas grabadas en el polvo lehicieron pensar en cajas, quizás altavoces.Abrió la puerta por completo para que entrara la mayor cantidad de luzposible. Mientras avanzaba pasó la mano por la pared. Aunque ya no habíanada, sentía la tela pesada, los abrigos y los jerséis colgados.«No. Eran disfraces.»Los disfraces se guardaban allí, en la oscuridad, ocultando sus colores,pero permitiendo que cualquier mejilla o mano los acariciara. Las palmas ylos dedos acolchados con goma se balanceaban de un lado a otro. Losreflejos de los ojos falsos brillaban a más altura.Charlie llegó al final y se dio la vuelta para mirar hacia el otro lado. Seagachó contemplando el espacio vacío. Todavía sentía los disfracescolgando a su alrededor. Había alguien más en el armario con ella, encuclillas a su misma altura. Era su amigo, el niño pequeño.«Mi hermano pequeño.»Estaban jugando y escondiéndose juntos, como siempre. Esta vez eradistinto. El niño pequeño miró de pronto hacia la puerta, como si leshubieran pillado haciendo algo que no debían. Charlie también levantó lamirada. Había una figura en la puerta. Parecía que uno de los disfraces semantenía en pie por sí solo, pero no se movía, de manera que Charlie noestaba segura de qué estaba viendo.Era el conejo color mostaza que tanto les gustaba, pero no estaba bailandoni cantando: se limitó a quedarse allí y a mirarlos fijamente sin parpadear.Comenzaron a sentir vergüenza bajo su mirada. El niño hizo una mueca ygimió. Charlie le pellizcó el brazo, ya que su instinto le decía que no debíanllorar. Los ojos demasiado humanos del conejo miraban a uno y a otro congravedad, como si los estuviera midiendo y analizando en un sentido queCharlie no comprendía; parecía estar a punto de tomar una decisióntrascendental. La niña veía sus ojos, ojos humanos, y el terror la paralizó.También sentía el miedo de su hermano, un miedo que reverberaba entreambos y que crecía al ser compartido. No podían moverse, no podían gritar.Finalmente, la criatura dentro del gastado y parcheado traje de conejoamarillo extendió los brazos hacia el chico. Hubo un instante, un únicoinstante en que los niños seguían abrazados, pero el conejo los separó de untirón, se llevó el niño al pecho y huyó.A partir de ese momento, el recuerdo se fragmentaba en gritospenetrantes e implacables, no de su hermano, sino suyos. La gente se acercóveloz a ayudar y su padre la cogió en brazos, pero nada la consolaba;gritaba sin cesar, cada vez más alto. Charlie despertó de su ensoñación conaquel sonido agudo y doloroso todavía en los oídos. Estaba agachada ensilencio. John estaba en la puerta sin atreverse a interrumpir.No recordaba mucho de lo que había sucedido después, todo estabaoscuro. Las imágenes y los datos eran un amasijo borroso que habíareconstruido tiempo más tarde, algunas cosas que podía haber recordado yotras que quizás había imaginado. Jamás había vuelto al restaurante. Sabíaque sus padres lo habían cerrado de inmediato.Entonces se mudaron a la casa nueva y su madre se marchó poco después.Charlie no recordaba que se hubiera despedido, aunque sabía que lo habíahecho. No se habría marchado sin decir adiós, pero era una de las muchascosas que se habían perdido en la bruma del tiempo y el dolor. Se acordabade la primera vez que había estado en el umbral del taller de su padre, elprimer día que habían estado solos para todo. Era el día en que empezó aconstruirle un juguete mecánico, un perrito que movía la cabeza de un ladoa otro. Charlie sonrió cuando lo vio terminado, y su padre la miró como lamiraría el resto de sus días: como si la quisiera más que a la propia vida,pero como si ese amor lo entristeciera de una forma insoportable. Inclusoentonces, ella sabía que algo vital había muerto en su interior, algo quenunca podría reparar. A veces parecía atravesarla con la mirada como si nola viera, a pesar de estar justo delante de él.Su padre no volvió a pronunciar el nombre de su hermano, así queCharlie aprendió a no decirlo tampoco, por si hacerlo los devolvía a ambosa aquella época y los desestabilizaba. Se despertaba por las mañanas ybuscaba al niño, porque había olvidado en sueños que ya no estaba. Cuandose volvía hacia donde solía estar y no veía más que sus peluches, se echabaa llorar, pero no decía su nombre. Tenía miedo incluso de pensar en él.Intentó apartar una y otra vez ese recuerdo hasta que de verdad lo olvidó...,pero en el fondo lo recordaba: Sammy.Se oyó un ruido sordo y grave que se acercaba como un tren. Charlie sequedó pasmada.—¿Un tren? —Miró a su alrededor con los ojos muy abiertos; estabadesorientada, no sabía si estaba en el presente o en el pasado.—No pasa nada. No creo que sea cerca de aquí. Puede que no sea másque un camión grande. —John cogió a Charlie del brazo y la ayudó alevantarse—. ¿Has recordado algo? —le susurró.Intentó captar la mirada de la chica, pero ella estaba concentrada en otracosa.—Muchísimo.Charlie se llevó la mano a la boca con la mirada clavada en la oscuridad,como si todavía estuviera viendo la escena. La mano de John apoyada en subrazo era como un ancla. Se aferró a ella. «Esto es real. Esto es elpresente», pensó, y se volvió hacia él presa de una profunda gratitud porque estuviera allí, a su lado. Hundió la cara en el pecho del chico como si sucuerpo pudiera protegerla de lo que había visto y se echó a llorar. John laabrazó con fuerza y con una mano le acarició cuidadosamente el pelo. Sequedaron así largo rato. Al final, Charlie se calmó y recuperó la respiraciónprofunda y regular. John la soltó. En cuanto lo hizo, ella se echó hacia atrásal ser consciente de pronto de lo cerca que habían estado.Las manos de John seguían suspendidas en el aire donde antes estabaCharlie. Después de un momento de sorpresa, bajó una y con la otra serascó la cabeza.—Bueno... —Esperaba que una respuesta llenara el silencio.—Un conejo —dijo Charlie tranquilamente mirando hacia la puerta. Lavoz se le agravó, porque seguía teniendo la imagen fresca—. Un conejoamarillo.—Estoy casi seguro de que el oso que vi la noche que desaparecióMichael también era amarillo.—Pensaba que habías dicho que era como los demás —dijo Charlie.—Eso pensaba. La primera noche que nos vimos, cuando todo el mundodijo que Freddy era marrón, simplemente pensé que lo recordaba mal. Laverdad es que no tengo recuerdos muy claros de aquella época, ¿sabes? Nisiquiera recuerdo de qué color era mi casa. Pero entonces tú también dijisteque era amarillo.—Sí, eran amarillos —asintió.Era la respuesta que él esperaba.—Creo que los animales de aquí y el que vi en Freddy's estánrelacionados.«Y el que se llevó a mi hermano», pensó Charlie. Echó un último vistazoal lugar.—Volvamos —dijo—. Quiero salir de aquí.—Vale —contestó John.Cuando se dirigieron a la puerta, un pequeño objeto atrajo la atención deCharlie, que lo recogió. Era una pieza de metal retorcida. Mientras John laobservaba de cerca, la enderezó y la soltó para que se retorciera de nuevocon un sonoro zap, como un látigo.John dio un brinco.—¿Qué es eso? —preguntó recuperando la compostura.—No estoy segura —contestó, pero se lo metió en el bolsillo.El chico la miró como si quisiera decirle algo.—Vámonos —dijo Charlie.Comenzaron a caminar de vuelta al coche. «Sammy, y diez años despuésMichael y los demás niños... Claro que está relacionado —pensó Charlie—. Las casualidades existen, pero no cuando se trata de asesinatos.»—¿Puedes conducir otra vez? —le preguntó a John después de un largosilencio. El único sonido hasta entonces había sido el de sus zapatospisando la hierba seca.—Sí, claro.John consiguió dar la vuelta al coche en el reducido espacio y Charlie seapoyó contra la ventana con los ojos ya medio cerrados. Contempló losárboles que pasaban volando fuera y sintió que se adormecía. El objeto demetal del bolsillo se le clavaba en la pierna y la mantenía despierta, así quelo recolocó pensando en la primera vez que había visto uno de esos.Estaba sentada con Sammy en el restaurante, antes de que abriera;estaban bajo una ventana, iluminados por un haz de luz polvoriento. Seentretenían con algún juego inventado que ya no recordaba y su padre seacercó sonriente. Tenía algo que enseñarles.Sostuvo en el aire la pieza de metal retorcido y les enseñó cómo se abría;después dejó que se cerrara de golpe. Ambos chillaron sorprendidos paradespués echarse a reír y aplaudir.Su padre lo repitió.—¡Podría arrancaros la nariz! —exclamó, y volvieron a reírse, peroentonces se puso muy serio—. Lo digo de verdad. Quiero que sepáis cómofuncionan estos resortes porque son muy peligrosos y no quiero que osacerquéis a ellos. Por eso nunca hay que tocar los disfraces de los animales;es muy fácil activar estas piezas si no sabéis lo que estás haciendo, ypodríais haceros daño. Es como tocar los fogones. ¿Hay que tocar losfogones?Ambos negaron con la cabeza más solemnes de lo que correspondía a suedad.—Bien. ¡Porque quiero que los dos crezcáis con la nariz entera! —exclamó, y los levantó a los dos, uno en cada brazo, para darles vueltasmientras se reían.De pronto, se oyó un zap muy fuerte.Charlie se despertó, sobresaltada.—¿Qué ha sido eso?—¿Qué ha sido qué? —dijo John.El motor estaba apagado. La chica miró a su alrededor y vio que yaestaban en el motel.Tardó un momento en orientarse. Finalmente, esbozó una sonrisa forzada.—Gracias por conducir.—¿Con qué estabas soñando? —preguntó John—. Parecías feliz.Charlie negó con la cabeza.—No me acuerdo. 

FIVE NIGHTS AT FREDDY'S Los ojos de PlataWhere stories live. Discover now