IV

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La entrada al castillo fue muy emocionante. Era una fortaleza inmensa a los ojos de una niña, nunca había visto nada igual. Los grandes muros inaccesibles rodeados por un foso se elevaban imponentes junto a altas torres de piedra maciza. Sintió miedo al cruzar el gran portón de madera y el puente, y quedó atrás, rezagada. Vio un gran patio lleno de gente, hombres trabajando que iban de aquí para allá. Algunos cesaron las actividades al verlos llegar y se acercaron a honrar al gran jefe de su clan, otros ya lo esperaban ansiosos. Fue un recibimiento cálido entre risas y abrazos, Elizabeth, desde su montura, observaba cómo se saludaban amistosamente. Edward se presentaba a los curiosos que se acercaban a conocerlo. Les estrechaba la mano y sonreía cordial.
Bajaba de la mula cuando una voz femenina que pronunciaba en alto el nombre de Williams le llamó la atención. Miró hacia dónde provenía y vio una mujer de cabello oscuro y largo que se acercaba deprisa al grupo. Su rostro rebosante de felicidad era muy bello. Le abrieron paso y Williams la estrechó entre sus brazos cariñosamente. Sin reparos, le plantó un beso que hizo que más de uno se sonrojara y mirara para otro lado; otros, en cambio, reían y bromeaban ante aquello.
Elizabeth quedó perpleja ante aquella demostración de afecto. Le vino el recuerdo de otra visión semejante de un pasado ya lejano. Recordó a su padre cuando volvía del trabajo y su madre iba siempre a saludarlo con un beso de bienvenida. Notó un ahogo en el pecho, estaba mareada y se tambaleó. Por un momento creyó que se desplomaría, pero Miles, a su lado, la sujetó a tiempo. Luego las imágenes se perdieron en la más profunda oscuridad.

Abrió los ojos y los fijó, extrañada, en el techo de madera. Estaba tumbada sobre un camastro y tapada con mantas y, cuando las levantó, vio con sorpresa que llevaba puesto un camisón blanco. ¿Quién se había atrevido a desvestirla? La respiración se le tornó dificultosa por el pánico. Inspeccionó la austera habitación de piedra iluminada tan solo por la luz de una débil vela colocada en una mesita. Había una manta en una silla, cuidadosamente doblada. Se bajó de la cama y la cogió para echársela sobre los hombros; el frío en aquella habitación era intenso, tenía la piel de gallina. De pronto se abrió la puerta y apareció una anciana regordeta. Tenía el cabello canoso recogido en un moño y con unos intensos ojos azules que, al descubrirla, abrió de forma desmesurada.
—Bien, por fin has despertado, ya empezaba a pensar que estabas bajo un hechizo, niña —sonrió acercándose a Elizabeth—. ¿Cómo te encuentras?
—Yo… Bien…, pero… ¿quién es usted y qué hago aquí? —preguntó, apresurada y dando un paso atrás.
—Niña, no tengas miedo. Soy Bethia, trabajo para el señor McEwen. Te he cuidado durante dos días, pues te desmayaste en el patio, ¿no lo recuerdas? El cansancio, supongo, y tuviste un poco de fiebre, estabas agotada —respondió al comprender que estaba desorientada.
Elizabeth pensó en ello y al momento recordó la entrada al castillo y la gente saludando a McEwen, la mujer besándolo, unos brazos fuertes alzándola…, y comprendió que luego debía de haberse desmayado, pues no recordaba nada más.
—Vaya, tiene razón, ahora sí lo recuerdo. ¿Dos días dice que llevo dormida, señora? —Elizabeth se llevó la mano a la boca abierta de par en par.
—Sí, cariño, dos días enteros sin abrir esos ojos tan extraños que tienes. ¿Son de color ámbar? No. ¿Son dorados? Nunca había visto unos ojos tan bonitos, muy raros, la verdad.
—Mi padre también… Él…
—Lo llamaste en sueños, niña, y a tu madre también. Tuvo que haber sido duro para ti haberlos perdido tan joven. Lo siento mucho, querida. El señor Williams me dijo que eras huérfana —agregó al verla sorprenderse.
—Es duro, sí. —Solo pudo contestar eso pues Bethia se acercó a ella y la abrazó. Elizabeth no lo esperaba y se asustó, quedándose muy quieta.
—No te preocupes, aquí estarás bien, los señores son buenas personas y te cuidarán. Tienes suerte de vivir con ellos en su casa. —La cogió por los hombros y la miró con semblante serio—. Ahora tienes que bañarte. Aunque yo te he quitado algo mientras dormías, no es suficiente, apestas, y tus ropas están inservibles, no sé cómo andabas con esos harapos horribles. Ordenaré que te traigan una tina para darte un baño y te daré ropa limpia y decente. Un vestido. Eres una chica, no un chico, como parecías ser. También te traeré comida, debes de estar famélica.
Dio media vuelta y salió de la habitación sin dar opción de rebatirle nada.
Elizabeth se quedó sola de nuevo, pero por poco tiempo, pues pronto entraron dos mozos con una tina que llenaron con varios cubos de agua. Luego apareció Bethia como un vendaval y la obligó a quitarse el camisón, instándola a que se metiera en el agua. Elizabeth lo hizo sin chistar. No le había dado opción, se notaba que estaba acostumbrada a mandar. Cuando su piel entró en contacto con el agua caliente, creyó estar soñando. Hacía mucho tiempo que no se bañaba y sentir aquello de nuevo fue como un bálsamo para los doloridos músculos.
—¿Qué? ¿Te gusta! Normal. ¿Cuánto tiempo hacía que no te bañabas? Meses, claro. Aquí no es que lo hagamos muy a menudo, pero lo tuyo no era discutible, o te bañabas o no permanecías en el castillo. —El fuerte roce del cepillo sobre la piel era seguido de su cháchara interminable, haciéndole preguntas y contestándose ella misma.
Eso le hizo gracia. Le resultaba una anciana entrañable y enérgica. Además, hacía tiempo que nadie la reconfortaba con un abrazo como lo había hecho ella sin apenas conocerla, y eso la había encandilado. Cuando terminara de lavarla, su piel estaría más que sonrosada. No sabía si soportaría ponerse la ropa encima. Por fin terminó de bañarla y secarla y, ya vestida con las ropas que le había traído, la colocó ante un pequeño espejo que había en la pared.
—Ahora sí eres una chica. ¡Pero si eres rubia!
El reflejo le mostraba una persona totalmente diferente a la que había llegado hacía dos días al castillo. Había olvidado su propio aspecto; en la posada no tenía dónde mirarse, solo disponía de las cacerolas de la cocina para verse en su reflejo y, cuando estas le devolvían la imagen, prefería siempre apartar la vista para no deprimirse. Ahora se encontraba ante un espejo que le mostraba una chica aseada y femenina. Bethia le había puesto un vestido gris, con blusa blanca y corsé no muy apretado, le quedaba un poco grande para el cuerpo flaco. La cubrió con un chal de lana gruesa y oscura que la resguardaría del frío de las tardes escocesas. Se fijó en el cabello húmedo, lo tenía alborotado y corto por debajo de la oreja, ya no era oscuro por la suciedad, ahora resplandecía con el brillo dorado que, junto a sus ojos del mismo color, le daba el aspecto de pertenecer a un mundo mágico. Elizabeth sonrió a la anciana y le dio la aprobación. Estaba feliz de sentirse otra vez mujer.
—Bethia, se lo agradeceré siempre, acaba de hacerme muy feliz. —La abrazó con fuerza mientras lloraba sin poder evitarlo.
—Anda, déjate de llorar, niña. No he hecho nada que no fuera mi deber —dijo, quitándole importancia al abrazo, pero en el semblante se podía ver su satisfacción ante la actitud cariñosa de la niña—. Ahora levanta esa cara tan bonita que tienes y vamos a ver al señor Williams. Me ordenó que te llevara a almorzar junto a él.
El salón donde la condujo quedaba en la otra parte del castillo, lejos de las habitaciones de los empleados. Intentó memorizar el camino. Le agradó el color dorado de las paredes, efecto de la luz de las antorchas sobre la piedra. Pasó junto a la cocina, donde varias mujeres trabajaban sin parar. Olió la sabrosa comida que estaban cocinando e hizo sonar sus ruidosas tripas por el hambre. Se sonrojó al notar la mirada sobresaltada de Bethia. Los empleados se paraban a curiosear quién era ella mientras avanzaban. Cruzaron una gran sala con una escalera grande que subía a un piso superior y daba acceso a una de las torres que había visto al llegar; supuso que era el vestíbulo de la entrada principal. Lo dejaron atrás para por fin llegar a una gran puerta de madera que daba paso al salón comedor.
Elizabeth estaba muy nerviosa, anonadada de ver tanta opulencia. Sabía que estaría el señor Williams, pero no sabía qué más esperar. Todo era nuevo para ella.
La gran puerta se abrió y Bethia, al ver que Elizabeth no se movía, la empujó para hacerla entrar. Al fondo estaba su señor sentado alrededor de una gran mesa de madera maciza. A un lado tenía a la mujer que recordaba besándolo el día de la llegada al castillo y al otro una joven muy bella que conversaba animosamente con Edward.
En la sala había otras mesas con más personas comiendo, y unas grandes chimeneas encendidas a cada lado de la sala caldeaban el ambiente.
Todos la miraron haciéndola sentir aún más ansiosa. La timidez la embargó mientras se estrujaba las manos en el regazo. Bethia fue a rescatarla de nuevo; acababa de conocerla y ya le debía tanto…
La cogió de la mano y la condujo frente a su señor.
—Señores, les presento a Elizabeth, ya por fin recuperada.
Todos se habían quedado mudos, sobre todo Edward, que la observaba con ojos desorbitados y la boca abierta. Elizabeth se infundió coraje; no era una chica tímida, era valiente y decidida, y al fin sacó fuerzas para hablar.
—Buenos días, señor McEwen, señor McCain y señoras. Siento haber causado tanto alboroto el otro día, no fue mi intención…
—Elizabeth, no tienes que disculparte. Fue un viaje duro y con poco descanso. Además, no estabas acostumbrada. Debí darme cuenta de ello y no haber sido tan obstinado. Estaba impaciente por llegar y no lo tuve en cuenta. Yo soy quien debería disculparse contigo. Ven, siéntate con nosotros, te presentaré a mi familia.
—Gracias, señor, pero preferiría comer en las otras mesas, no creo que sea este el lugar adecuado para mí.
—Tonterías, aquí se hace lo que yo quiero y deseo que comas con nosotros —dijo tajante el señor.
Elizabeth caminó hacia una silla situada justo al lado de Edward.
—Buenos días, señor McCain —dijo mostrando una sonrisa tímida.
—Ah… Buenos días, Elizabeth. ¿Eres tú de verdad? Tu pelo… No es oscuro… Pareces otra.
Ella se ruborizó y no le contestó.
—Claro que es ella, hijo, o no ves esos ojos tan raros que solo poseen ella y las hadas del bosque —rio al ver la cara de estupefacción de su sobrino—. Elizabeth, quiero presentarte a mi mujer, Annabella, y a mi hija, Daviana. —La saludaron con un movimiento de cabeza sin perder detalle—. Verdaderamente estás muy cambiada, niña.
—Es un honor para mí conocerlas y formar parte de su casa, señoras —contestó, sincera.
—Gracias, Elizabeth, también nosotras estamos encantadas. Me han contado que curaste a mi esposo, y también a Miles de una mala ingesta. Williams dice que posees conocimientos medicinales y que puedes curar enfermos, es una suerte tenerte con nosotros. Espero que seas feliz aquí.
La conversación fue muy grata para Elizabeth, hizo que se relajara y pudiera disfrutar de la comida. La señora Annabella le resultó una persona muy agradable. Era hermosa; tenía un largo cabello negro y brillante que enmarcaba un rostro fino y pálido. Sus ojos eran de un azul profundo, como el mar de Craill en un día de tormenta, y la nariz, pequeña y respingona, se veía graciosa por el asalto de un montón de pecas pardas sobre ella. Pero lo que más llamaba la atención de Elizabeth eran unos labios gruesos de un color rojo tan vivo que los hacía realmente singulares. Su figura esbelta y menuda desprendía un halo de seguridad pasmosa. La hija era su viva imagen, pero parecía tímida, no poseía la confianza de su madre. Tendría pocos años más, si no los mismos, que Elizabeth.
Hablaron jovialmente de muchos temas, le hacían preguntas sobre sus vivencias y ella les contestaba sin preámbulos. Se sentía en deuda con ellos por haberla sacado del infierno donde había estado el último año y se obligaba a ser sincera. Las mujeres mostraron su empatía cuando contó la pérdida de sus padres.
El único que no participó en la conversación fue Edward. No apartaba la vista de ella y la hacía sentir muy incómoda. Hubo un momento en que terminaron de almorzar, y lo encaró. Esperaba que él le hablara, pero optó por no hacerlo y apartó la mirada hacia los otros comensales del salón, evitándola. Eso era el colmo. Ya no aguantó más.
—Si me disculpan, señores, tengo que ir con Bethia, que me ha prometido enseñarme todo. Ha sido un placer conocerlas, mis señoras. Estaré encantada de estar a su servicio. Gracias por dejarme compartir su mesa. —Sonrió al señor y luego dirigió una mirada dura a Edward mientras le hacía una reverencia—, señor McCain.
Elizabeth salió apresurada. ¿Por qué la evitaba tanto? No lo sabía, pero no esperaría más su atención.
En el vestíbulo no recordaba por donde había venido con Bethia. Había varias puertas y no sabía a cuál dirigirse. La gran puerta del salón por donde había salido se cerró de nuevo tras ella. Allí estaba él, apoyado en la puerta, mirándola con expresión extraña. No era capaz de definir bien qué pensaba, pero hizo que el enojo aumentara.
—Elizabeth, yo… —empezó a decir Edward dando unos pasos hacia ella, pero no pudo acabar la frase cuando esta dio media vuelta y huyó hacia la salida del castillo—. ¡No, espera! ¡No te vayas!
Su ruego apenado bastó para que Elizabeth parara y lo enfrentara.
—¿Me lo ordena, señor McCain? —soltó, brusca, poniendo los brazos en jarras.
—No te ordeno nada, Elizabeth. Y puedes dirigirte a mí por mi nombre, no quiero formalidades entre los dos. Solo quería pedirte perdón por mi actitud hace un momento, sé que estuve esquivo y que no te he dirigido la palabra, pero es que no pareces tú. Este tiempo atrás te visto siempre como un chico, a pesar de saber que no lo eras, y ahora, de golpe y porrazo, te me presentas en el cuerpo de una mujer y me ha resultado… Raro —Desvió la mirada al suelo un momento, avergonzado—. Solo quería asegurarme de que te encontrabas bien, pues no me dejaron verte. Espero que te hayas recuperado completamente.
Elizabeth lo escrudiñó intentando adivinar si era verdad que estaba preocupado por ella.
—Estoy recuperada, Edward —lo tuteó—, solo fue el cansancio del viaje y de tantas emociones vividas en los últimos días, que me dejaron agotada. Y ahora que lo sabes, deseo irme, pero no sé a dónde dirigirme para encontrar las cocinas. Allí seguro que encontraré a Bethia, ella me enseñará el castillo.
—Si quieres, puedo acompañarte —se ofreció, dando un paso hacia delante para indicarle el camino, pero ella levantó la mano.
—No, Edward, tú eres el señor. Yo solo soy una sirvienta aquí y no quiero causar rumores entre el personal, me niego a dar qué hablar. Si no te importa, preferiría hacerlo sola, pero te lo agradezco —indicó dándole a entender que no había más opción.
—Está bien —aceptó Edward dándose la vuelta para entrar al comedor, aunque antes de desaparecer tras la puerta se volvió, sonriendo—. ¿Sabes? Te ves muy bonita.
Elizabeth, atónita, no supo qué responderle. La había llamado «bonita». La hizo sonrojarse hasta las orejas y, cubriéndose las mejillas, se limitó a salir precipitadamente por la primera puerta que encontró.

Edward volvió al salón; confundido. Le era difícil ver a Elizabeth como una chica. Todos esos días compartidos habían servido para conocerla mejor. Lo divertía mucho, le parecía valiente y realmente astuta, aunque fuera todavía una mocosa. La tarde antes del incidente de Miles con su malestar habían intimado bastante, incluso habían reído juntos. Fue la primera vez que la vio reír. En ese momento había pensado que nunca había escuchado nada tan armonioso que su risa cantarina. Por unos momentos había sido una niña traviesa sin ese muro defensivo que solía poner frente a él. Le había encantado verla así. Seguro llevaba mucho tiempo sin divertirse. Recordó cuando la posadera la había echado del salón; había sentido una necesidad imperiosa de protegerla y eso lo confundía. No entendía qué le ocurría con ella. Debía de haber sufrido mucho tras la muerte de sus padres y pensar en ello lo agobiaba. No sentía pena, pero lo conmovía el saber que había sido maltratada. Él había tenido una buena infancia, con padres bondadosos, rodeado de hermanos que lo querían y se lo demostraban. Nunca había sentido el dolor de una pérdida tan cercana ni el maltrato físico que ella había soportado. Esa tarde se había sorprendido al comprobar que no era tan dura. Era parlanchina cuando contaba sus vivencias, y sus ojos dorados resplandecían como nunca, desbordados de felicidad.
La verdad era que no le había parecido nada atractiva, con ese pelo enmarañado y esa cara repleta de manchas de suciedad, por no hablar de sus ropas apestosas. Lo único salvable eran los extraños ojos y tal vez su sonrisa, esa preciosa sonrisa. Cuando la había visto en el salón vestida de chica, con el cabello alborotado, y el rostro limpio y angelical, le había parecido la niña más bonita que había visto nunca. Y cuando se había sentado delante de él… se había quedado mudo. La había observado, cauteloso, sin dirigirle la palabra durante toda la comida. Casi se había atragantado con la carne al escuchar su delicada risa mientras bromeaba con su tío. Tenía buenos modales en la mesa y no era ruda, así que debía ser verdad que su familia había sido acomodada. La forma de expresarse era segura y mostraba ese aire altivo que le había llamado la atención la primera vez que la vio, cuando lo había enfrentado en el establo.
No podía creer el cambio físico tan radical que había experimentado. Solo reconocía de ella sus impresionantes ojos dorados que, como decía su tío, parecían pertenecer a las hadas. Desde el último día en que habían hablado, después de ese momento tan extraño que habían compartido antes de llegar al castillo, no había podido estar con ella. Cuando se había desmayado en el patio y había visto cómo Miles la sacaba de allí en brazos, algo en él había cambiado. Deseaba su compañía y, aunque le habían asegurado que se encontraba bien, le carcomía por dentro el no poder comprobarlo por sí mismo. Y ahora, cuando por fin la tenía delante, no era capaz de mediar palabra. Estaba perplejo. Escuchó como contaba su historia a los presentes, omitiendo muchos detalles de cuando vivía con el posadero y su familia. Al hablar de sus padres la cara se le iluminaba como un rayo de sol. Disfrutaba contando sus incursiones en el mundo medicinal y sus visitas a enfermos del pueblo.
Se culpaba de que Elizabeth se hubiera ido de forma repentina; la había ignorado durante toda la cena y la había hecho sentir mal.  Una sensación de pérdida se había apoderado de él al verla desaparecer tras la puerta del gran salón. En un impulso se había levantado y había ido tras ella, ignorando a los presentes, poseído por una necesidad no sabía muy bien de qué.
Él no era impulsivo pero esa niña empezaba a volverlo loco. Eso tenía que terminarse ahí, como ella bien le había dicho.
Volvió la atención a su tío que le hablaba sobre el ganado de la familia, aunque le fue imposible no sentir la falta de esos ojos dorados ni esa preciosa sonrisa.

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⏰ Last updated: Aug 13, 2022 ⏰

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