8

213 8 0
                                    

Esa misma tarde regresamos al piso a recoger nuestras cosas y a pagar al casero los atrasos que
le debíamos. Junto a las llaves de la Mansión Black el notario nos había entregado una pequeña
cantidad de dinero. Una vez que pagásemos al señor Pauldon no nos quedaría mucho, pero qué
más daba, ahora teníamos una mansión. Podría tener mi propia habitación.
En el piso recogí mis escasas posesiones, las metí en la caja de cebollas que todavía olía a
cebollas que utilizaba para guardarlas y me despedí del que había sido mi hogar durante los
últimos años.
-Adiós, piso mugriento.
La tía Paula se echó a reír ante mi lacónica despedida. Ella solamente portaba una pequeña
maleta. Ninguna de las dos teníamos mucho, sobre todo, lo que no teníamos era ningún sentimiento
de pena por dejar aquel apartamento y aquel barrio. A mí esto de la mansión se me antojaba toda
una aventura, a pesar de que la tía seguía sin tenerlas todas consigo en cuanto al giro que iban a
dar nuestras vidas.
-No las tengo todas conmigo, Amanda -me dijo la tía dando un portazo detrás de ella y
dejando atrás definitivamente la lata de sardinas que ya no era nuestro hogar-. Esto es peligroso,
la misma gente que fue a por tus padres, irá ahora a por ti.
-Pero ¿quiénes son? No haces más que decirme lo peligroso que es esto, pero no me dices
nada más.
-¡Porque no puedo, niña! -exclamó la tía, enfadada-. Es parte de tu entrenamiento. Van a
ser semanas muy duras, te lo advierto. Y lo que no voy a consentir es que tus notas bajen. ¿Ha
quedado clarito?
Abandonamos el edificio y nos dirigimos hacia nuestra nueva vivienda. En tranvía. No nos
quedaba lo suficiente para coger un taxi. Tendríamos que hacer varios transbordos, nos llevaría
casi tres horas llegar al otro lado de la ciudad.

El tranvía nos dejó a unos dos kilómetros del comienzo de los terrenos de la Mansión Black.
Para ser una casa de ricos, no estaba muy bien comunicada, aunque no dejaba de tener lógica, al
fin y al cabo, los ricos no necesitan coger el tranvía.
Después de un largo paseo llegamos frente a la verja de entrada a la mansión. Era enorme. Dos
portalones daban acceso a la finca, que estaba rodeada por unos gruesos y altos muros de piedra
coronados por puntiagudos adornos metálicos. La parte baja de las puertas era de hierro, con
barrotes que escalaban hasta la parte superior. Entre los barrotes se entrelazaban gruesas tiras
también de hierro. De cerca no podía verse, pero mientras nos acercábamos caminando, nos
habíamos fijado en que esas gruesas tiras de hierro formaban una M y una B. Mansión Black.
Probamos todas las llaves del manojo de llaves que nos había entregado el notario.
No tardamos mucho en darnos cuenta de que ninguna abría aquella puerta.
Empezábamos bien.
-¿Qué hacemos? -pregunté mirando a través de los barrotes a los terrenos que había tras
ellos. A lo lejos podía verse el tejado de la mansión, negro, pero frente a nosotras, tan sólo había
un camino de grava a cuyos lados se alzaban árboles, algunos de ellos eran como manos huesudas
extendidas hacia el cielo, sin ninguna hoja que los adornase ni pinta de que fuesen a volver a
tenerlas-. Necesitamos entrar, esta es nuestra casa ahora. ¿Quieres que trepe por los barrotes?
-Oh, no será necesario -dijo la tía acercándose a uno de los laterales-. Aquí hay un
telefonillo.
Era cierto, un moderno intercomunicador reposaba sobre el muro como un cuadro sobre una
pared.
La tía apretó una de las muchas teclas que había en el panel cuando yo todavía estaba intentando
decidir cuál podría ser la correcta. En ningún momento creí que aquellas puertas fuesen a abrirse.
En teoría aquella casa llevaba vacía desde que mis padres desaparecieron hacía ya trece años.
Las puertas comenzaron a abrirse.
-Tía -comencé con cautela-. ¿Cómo sabías que había un telefonillo ahí?
-Oh, porque éste fue mi hogar hasta hace trece años -contestó con naturalidad-. Al fin y al
cabo, yo también soy una Black. ¿Dónde crees que me entrenaron?

Miré a la tía con una interrogación dibujada en el rostro

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Miré a la tía con una interrogación dibujada en el rostro. Ella se encogió de hombros y atravesó
las puertas con una sonrisa de suficiencia en los labios.
-Vamos, Amanda, todavía tenemos que caminar un poco para llegar a la casa -dijo la tía
agitando la mano en mi dirección.
-¿Cómo era vivir aquí? -pregunté, todavía sin moverme del sitio. La verdad es que estaba
bastante impresionada con todo aquello y sólo intentaba ganar algo de tiempo hasta que mis
piernas dejasen de temblar. Las sentía como gelatina y no tenía claro que fuese capaz de andar en
línea recta.
La tía Paula se acercó a mí con una sonrisa soñadora en sus labios.
-Fui muy feliz en esta casa. Esta mansión era la mejor de la ciudad... Pero de eso hace ya
mucho tiempo. -Su gesto se ensombreció de repente, como si hubiese recordado algo bastante
menos agradable, y murmuró, casi para sí misma-. Luego comenzaron los problemas...
La tía Paula dejó la frase en el aire, se volvió hacia mí y, de nuevo con una sonrisa en su rostro,
preguntó:
-¿Vamos?
Mi tía quería cambiar de tema y yo la conocía lo suficiente como para saber que, cuando eso
ocurría, no era buen momento para intentar obtener más información. Cualquier pregunta que
hiciese únicamente conseguiría que se cerrase en banda, pero me hice una nota mental para, en
otro momento, intentar averiguar qué problemas eran ésos.
Atravesamos las puertas que daban a la que ahora era mi propiedad. En aquel momento no le di
mayor importancia más allá de la típica al saber que eres propietaria de una mansión. Si hubiese
sabido lo mucho que iba a cambiar mi vida, creo que habría organizado algún tipo de ceremonia.
O igual habría salido por patas de allí.

Amanda Black una herencia peligrosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora