Capítulo 1

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— Voy a irme, Eugene... Lo siento —

Lamentaciones. El alfa sintió como cada músculo de su cuerpo se tensó por las simples palabras lanzadas al aire por el amor de su vida. No se trata de un romance de verano con el omega más hermoso del jodido pueblo apartado del mundo. Él sabe que Mylo es el chico que está enlazado a amar por el resto de su vida. Son destinados.

Las personas suelen contarlo como leyendas, meras historias que se venden en los libros de literatura para sacar el morbo de una novela de la vida real, que más parece una jodida fantasía a la que los chicos aspiran, amor incondicional, sentir que estás ligado de una forma tan íntima con una persona que te complementa.

Él también creyó que era pura palabrería que decían en las tiendas con cada llegada del día de los enamorados, necesitaban un empuje para potenciar la ventas de chocolates, rosas y peluches.

Fue reacio a creer en el destino, hasta que le tocó a él encontrar el suyo.

Vivió toda su vida en aquel maltrecho y viejo pueblo de reducido número de habitantes, tan rural y pobre que las personas se conocían perfectamente entre ellas. Quizá se trataba de cien, doscientos o trescientos habitantes, a lo mejor solo eran cincuenta personas. La tecnología apenas llegaba y la idea de una tabletita tan frágil y compacta sin teclados, como un aparato ideal para charlar con el mundo, era ridículo.

Los teléfonos de ruedas seguían usándose, y los cajones de televisión servía solo por antenas que conseguían algún par de canales nacionales.

Los servicios de streaming eran brujería, la música se conseguía en CD's o en la vieja radio que tocaba golpear con cada frecuencia volviéndose loca. Los niños aún salían a jugar a la calle, correteando entre ellos, llenándose la ropa de lodo y creando bullicio en el lugar enterrado entre vegetación.

Parecía que el pueblo se había quedado atorado en el tiempo y nadie estaba lo suficientemente enfocado en cambiarlo.

Eugene también fue esa clase de chiquillo fastidioso que le dio dolores de cabeza a su padre, su madre había fallecido durante el parto, pero el alfa jamás llegó a señalarlo como el culpable de la muerte de su esposa. Quizá no era el hombre más amoroso, pero le llenó de valores que lo formaron como un respetable chiquillo, que en un par de años sería todo un hombre.

Eugene Hemsley también lo creyó. Juró que sería un tranquilo alfa de familia, se casaría, tendría hijos y cuidaría de los suyos instruyendo a sus cachorros en la granja, tal como su padre lo hacía.

— ¿No vas a decirme nada, amor? — insistió el omega al lado del alfa que admiraba en silencio los movimientos del agua atrapada en el río.

Habían bajado para tener otra de sus típicas citas de adolescentes hormonales.

Los orbes esmeraldas pasearon por el divino cuerpo prodigioso a su lado. Sentado a su lado con las piernas siendo abrazadas por sus brazos, sus cabellos caían perfectos sobre su frente, evitando dejar ver esos orbes marrones que le admiraban con nostalgia. La desnudez de su amado le daba un toque angelical, que pronto le dio ardor en las manos por haberse atrevido a tocar semejante divinidad con sus mundanas palmas, esa pulcra piel apenas vista por el sol, le pertenecía a un ángel. Mylo era un peligro para sí mismo, por la belleza y elegancia que iban tan desacorde con ese apestoso pueblucho donde no había esperanzas de progresar.

Eugene y Mylo se conocían. Claro que lo hacían, todos se conocían. Aunque por ser distintos, sus círculos sociales tendían a ser diferentes, siempre se admiraron en silencio por los pasillos de la única escuelita del lugar, por las únicas dos cafeterías o el único boliche. Era difícil no encontrarse en un sitio con los mismos locales para recrearse en la adolescencia, cuando ninguno era consciente de lo que el futuro les tenía preparados, porque aún no despertaban como alfa u omega.

Más allá del destinoWhere stories live. Discover now