𝐼𝐼𝐼 - 𝐸𝓁 𝓋𝒶𝒸í𝑜

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Akaashi se despertó aquella mañana sin saber sí había soñado o sí había permanecido en las sombras de Morfeo. El inconsciente no le devolvía ninguna imagen. Debió de soñar, pero no recordaba nada.

De lo único que se acordaba era de la angustiosa libertad que sintió una vez dejó salir aquellos sentimientos que tenía tan bien guardados. Les tenía aprecio, habían pertenecido a un momento de su vida en dónde todo parecía estar flotando encima de una nube. No existía nada más que una rutina, un amor platónico por el que suspirar y el constante movimiento del tiempo, que, en contraposición, siempre le recordaba que quedaba menos para que se separasen.

Llegó a enfadarse con el tiempo. No quería que avanzara cuando estaba con Bokuto, anhelaba que se detuviera, que los segundos se congelase para ellos. Sin embargo, era muy codicioso pidiendo que se detuviera cuando en el fondo deseaba que avanzara más rápido hasta llegar al día en que quedaría a solas con Bokuto, lejos de los compromisos con el equipo.

De aquellas, se contradecía a menudo. Eso no ha cambiado, sí ha conseguido mantener a raya sus inquietudes, pero eso no resta la confusión que siente cuando no sabe qué decidir.

La angustia ante lo desconocido, ante una situación que escapa de su control.

Ver aquella expresión en Bokuto rompió todos sus miedos, porque se habían materializado con una sola frase por su parte. Deshizo la promesa que tenía consigo mismo de no dejar salir aquellos sentimientos, y todo por tener fe en que Bokuto no los rechazaría.

Era un iluso. Bokuto le había rechazado a él y a sus sentimientos huyendo.

Cada vez que lo pensaba le daban ganas de llorar. Creía que su senpai sería capaz de ponerse en su piel y entender los motivos por los que decidió alejarse, pero no había recibido un caluroso abrazo de consuelo o una respuesta que calmara su resquebrajado corazón.

Se le cayó el alma a los pies. Rompió a llorar cuando Bokuto desapareció.

Todo aquello había sido real, el vacío que sentía ahora en medio del pecho era real.

Arrastró los pies fuera de la cama, llevando consigo el nórdico enganchado en los tobillos. La prenda le acarició la piel hasta escurrirse, dejando un camino desordenado entre él y la cama.

La imagen que le devolvía el espejo del baño era deplorable. Tenía los ojos hinchados, levemente enrojecidos y le dolían con el más mínimo movimiento. Su rostro, por lo general, era una muestra clara de haber sido derrotado emocionalmente. Se sentía al borde de un abismo, la pendiente era pronunciada y no era capaz de vislumbrar el fondo. Podía hacerse una pequeña idea, al igual que podía sentir en los pies desnudos el frío del suelo, que aquella herida tardaría una eternidad en curarse.

Despertó con un parpadeo y se lavó la cara varias veces. Aún tenía alguna lágrima escondida en el párpado, porque pudo sentir como caía por su mejilla lentamente.

El resumen de aquella mañana de 15 de agosto, fue que intentó recomponerse. Su hijo volvería por la tarde tras pasar la noche anterior en casa de un amigo, por lo que tenía que hacer de tripas corazón y volver a su habitual serenidad.

No quería mostrarle a su hijo el estado en el que se encontraba. No porque fuera algo negativo dejar entrever sus emociones, sino porque se había prometido a sí mismo ser más fuerte por él. Si no podía ser comprendido por su amor adolescente no tenía que pagarlo su hijo, quien le había devuelto la felicidad y restaurado parte de aquel joven corazón malherido.

Lloró varias veces, terminando con los ojos resecos y los labios agrietados debido a la respiración irregular. Sin embargo, consiguió su propósito de calmarse.

Tiempo y polvoWhere stories live. Discover now