Veintiuno

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Veintiuno

Si las cosas en el hospital eran deplorables antes del diagnóstico, lo fueron aún más después de ello. Terribles, me atrevería a decir. Y fueron todavía peor después de que le dieran la peor noticia del universo a Frank.

"Tienes que dejar todo tipo de bebidas alcohólicas, evitar drogas a toda costa, fumar, azúcar en exceso, exhaltarse..." La lista seguía y seguía, el tono severo del doctor lo hacía todo mucho peor de lo que inicialmente era, ni Frank ni yo prestábamos atención hasta que el hombre dijo "Y por favor, abstente de tomar café."

Recuerdo con detalle como sus ojos se abrieron de inmediato ante sus palabras. Sus facciones se contrajeron de manera casi cómica y sus brazos se tensaron.

"No, espere, repita eso." Pidió él, negando con la cabeza y la mano a la vez.

"Dije que no puedes tomar café, Frank." Su quijada cayó y parpadeó confundido. Giró su cabeza hacia donde estaba yo, pidiéndome con la mirada que hiciera algo al respecto.

Yo me mantuve parado, mano en la barbilla. Impotente una vez más.

El chico soltó una pequeña carcajada, pero el doctor ni siquiera sonrió.

Sus risas se apagaron pasando los segundos, yendo de risotadas sinceras a bufidos nerviosos.

Puso ambas manos sobre sus mejillas, estirando la piel hacia abajo. "Oh, vamos. ¡Todo menos el café! Quíteme el chocolate o-" el hombre en bata noo lo dejó terminar.

"Me temo que tomar café es lo peor que una persona en tu condición podría hacer."

Entonces permaneció estático. Quieto como si acabara de ver un fantasma. Sus labios convertidos a una singular línea recta, tan recta como el resto de sus músculos.

"¿Una taza?" Preguntó.

El doctor negó.

"¿Media taza?"

"Frank, no pue-"

"¿Un cuarto de taza?" Insistió, un poco más alterado. Agitando las manos en desesperación.
El doctor suspiró, dejando caer la cabeza. Supuse que tratar con un paciente tan terco como Frank no era tan agradable como uno creería.

Porque además de renegar al 90 % de las órdenes de los doctores, Frank tampoco se metería a bañar si una enfermera tenía que acompañarlo. Era capaz de mantenerse arropado bajo sus cobijas, hediondo, con esa sonrisa pícara de satisfacción, por hasta dos semanas enteras, si no dejaban que se duchara solo.

Yo no era de mucha utilidad en el hospital, mis intentos de convencerlo para hacer lo mejor eran por igual, en vano. Mikey, que pasaba algunas horas ahí, ni siquiera intentaba.

Al principio era más divertido, cuando aceptaba que estaba mal, y necesitaba ayuda. Después se convenció de que no necesitaba a nadie vigilando sus espaldas, y que su corazón sanaría mágicamente con amor, tiempo, café y azúcar.

Nadie tenía el corazón para decirle que las cosas no funcionaban así.

También me había confesado que no tomaba sus medicinas. En cuanto la enfermera le metía la píldora del mal a la boca, el tomaba un trago de agua y escondía el circulito blanco debajo de la lengua, aprovechándose que la chica no revisaba si píldora había bajado ya por su garganta. Después la tiraba con sigilo al otro lado de la habitación.

Intenté confrontarlo, porque no tenía que ser doctor para saber que un enfermo del corazón tiene que tomar medicamentos. Pero él alegó que estar drogado no era tan divertido como parecía, que sentirse patético, inútil e incapaz de controlar sus palabras era odioso. Además le daban náuseas y un dolor de cabeza infernal cuando el efecto se iba.
Había adelgazado, podía notarlo. Cuando abrazaba su torso en las noches podía sentir sus costillas bajo su piel suave. El estómago que alguna vez rayó lo robusto ahora se apegaba a los huesos en un ademán miserable.

Las medicinas no parecían estar haciéndole bien, al contrario.

"¿A qué vienen todas estas advertencias? ¿Piensan darme de alta por fin?" Frank y el hombre en bata seguían peleando. El último tenía una expresión que indicaba que se levantaría a ahorcar al chico en la camilla en cualquier momento.

"No, pero tengo la dicha de decir que he pasado un buen tiempo contigo. Creo conocerte y eres más que capaz de conseguir café por tus propios medios."

Frank bufó, cruzándose de brazos. Se dejó caer sobre su almohada y giró la cabeza, indicándole al doctor que estaba oficialmente ignorándolo.

El hombre se levantó del banco frente a la camilla, me apuntó y dijo "cuídalo" con los labios. Asentí y él desapareció.

El castaño seguía en su posición inicial de niño enfadado. Su cabello ya había crecido mucho y en el hospital no daban cortes gratis. Caía sobre sus orejas y se doblaba hacia arriba en rulos tiernos y rebeldes, dignos de comercial.

"Frankie, vamos." Suspiré, recostándome a su lado. "No es tan malo. Algún día saldrás de aquí, y abriremos una cafetería."

Sus ojos brillaron por un instante, esbozó una sonrisa triste.

"¿Café gratis los martes?" Preguntó.

"Café gratis los martes." Sabía que era más que imposible abrir una cafetería, tomando en cuenta nuestro estado económico y bueno, su corazón. Si seguía desobedeciendo sólo se deterioraría más y más hasta que los lattes gratis durante los martes fueran un sueño más que lejano que un chico inocente se llevó a la tumba.
"Pero sabes," continué "tienes que tomar las pastillas."

"Lo haré." Dijo él.

"¿Qué? ¿Hablas en serio?" Esperaba tener que luchar un poco, sobornarlo con lo que más le gustara, que cediera tan rápido no era natural.

"Claro que sí. Con una condición." Entrecerré los ojos. Era un pequeño demonio.

Sonrió, mostrando todos sus dientes y me tomó de los hombros. Me acercó a él hasta que nuestras frentes estuvieron tocándose.

"Quiero que me saques de aquí, Gee." Murmuró.

Una exhalación se atoró en mi garganta.

"Oh no." Me alejé de su mirada parda. "Sabes que no puedo hacer eso."

Asintió, con tantas ganas que su cabeza amenazaba con salie volando. "Confío en ti. Sé que puedes." Tomó mis hombros nuevamente, acercándose a mí hasta que no sólo nuestras frentes, sino nuestros labios estuvieron conectados. Una, dos y tal vez diez veces.

"Por... Favorcito..." Dijo, entre besos.

Me sentí tan patético, cayendo a sus plegarias por quincuagésima en una vida. Si eso no expresa amor, no sé qué lo hará.

Seguía sonriendo, más confiado que nunca.

"Haré lo que pueda."
Chilló, lanzando ambos brazos por mi nuca y atrayéndome una vez más, besándome largo y tendido, a diferencia de la ocasión anterior.

"Sabes que te amo." Me soltó en cuanto comencé a alejarme de él, con la intención de salir de la habitación en búsqueda de mi hermano.

"Yo a ti, niño tonto." Con una última sonrisa de su parte, salí por la puerta, al pasillo pálido, bifurcado en la esquina, con olor a detergente barato.

Avancé con pasos rápidos hasta la sala de espera, donde Mikey ahora esperaba. Había aprendido a convivir con Frank para entonces, incluso compartía sus Doritos con él antes de que se lo prohibieran. Pero prefería esperar en la sala por la especie de disgusto que sentía hacia la sofocación de las habitaciones, el olor a muerte y la sensación de tristeza. Era de esperarse.

Era la única persona restante en la sala, afuera el cielo ya lucía opaco y la hora de visitas acabaría pronto. Mikey se iría entonces.
Me acerqué a él, sonrió amplio.

Era un buen chico, el mejor hermano que alguien podría pedir, probablemente.

"Mikes, necesito pedirte algo." Dije, sonriendo como él.

Arqueó las cejas.

"Tienes que ayudarme a sacar a Frankie de aquí."

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ME COMPLACE DECIR, QUE MI BLOQUEO CULMINÓ EN UNA RACHA DE ESCRITORA FÚRICA Y PUDE ESCRIBIR ESTA POPÓ DE AQUÍ. GRACIAS, LOS AMO.

Mi Nombre es Frank  -Frerard- Donde viven las historias. Descúbrelo ahora