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Presento el ticket y la mujer me deja entrar. La escena es algo íntima y reservada, y evidentemente todos visten elegantes. Los rostros que se imponen con más fiereza parecían tener opinión sobre los cuadros expuestos, haciéndome sentir tal mancha ennegrecida que arruina un lienzo precioso al verme ignorante en el tema, sin mencionar el desatino en mi vestimenta. Luego la busqué con un sentimiento particular semejante a la timidez, pero no encontraba su forma por ningún lado, nada que a lo lejos me atraiga la atención y me grite allí está ella.

Preferí dejar de actuar angustiada.

Beatriz era la única que me era familiar. Un ambiente hostil, lleno de gente desconocida que murmuraban pensamientos ininteligibles solo aumentaba mi ansiedad con el latido de no encajar. Y solo ahí me cuestiono si fue buena idea venir.

Tal vez ese presentimiento fue una advertencia de que Beatriz no había asistido y por ende, la iba a pasar fatal.

Y por más que me repetía que ya es algo que no debe sorprenderme, mi corazón se aguantaba las ganas de salir corriendo de mi pecho y preguntarle a cada persona sobre ella, que si la ha visto o si algo le pasó. Y lo peor era que nadie se enteraba de que ella faltaba. No puede ser alguien tan importante solo para mí.

Quince minutos más, me dije, y si no llega pues te vas.

Llegué a una habitación donde había únicamente dos parejas en comparación con las demás estancias. Me quedé ahí, inmóvil.

Diez minutos.

En la mitad de la pared habitaba una pintura en blanco y negro. Creo que el autor estaba enojado; las pinceladas fueron trazos quisquillosos al comienzo, pero luego todo es arrebato y desesperación. Si yo fuera una pintura me vería exactamente así y me burlo de mí. Llevé una uña a mi boca y no sé cuánto tiempo duré tratando de interpretar aquel familiar... no sé qué que estaba en mis narices y, a mi pesar, seguía siendo tan extraño y solitario, pero una sacudida me regresa al salón y siento mis pies en la tierra, mis piernas tambalear y reparo que, por primera vez, he entendido el arte. Aquel sentimiento de ensoñación del que tanto alaban los artistas, sino fue eso, entonces no sé qué fue lo que me trasladó.

Miro la hora. Veinticinco minutos. Al darme cuenta, las parejas ya no estaban y el murmullo de las nuevas voces iban perdiendo tono cuando su voz me saluda y se pone en frente de mí. Y cerca estuve de volverme a trasladar ensimismada al mundo de los artistas con solo verle un nuevo color de labial y el rímel más acentuado que nunca.

—Aquí estás —dice poniendo ambas manos en mis brazos. No sonríe, pero tampoco me reclama. Por supuesto que aquí estoy—. ¿A qué hora llegaste? ¿Te ha interesado algo?

También noté que su excesiva cordialidad era una cortina de humo. No quise responder por el momento y miré sin querer a un hombre enternado que justo dejaba el salón. Beatriz hala de mí y comienza a caminar a la dirección contraria.

Sí me lleva a quién sabe dónde y sí mira un cuadro completamente diferente al que veía yo, lleno de colores fuertes y veraniegos, pero no lo observa de verdad, no se queda obnubilada ni flota en el aire. No hay nada que le transmita, no hay nada que su rostro me diga. Al contrario, parece que es otro tema la que la tiene medio entumecida. Algo que por muchísimo no me concierne saber.

—¿Esperabas hace mucho? —vuelve a preguntarme. Niego apartándome de su mirada inquisitoria.

—¿De quién huías? —le pregunto.

Entonces, solo entonces, vuelve en sí y me reconoce. Su rostro vuelve a ser el que yo conozco y no uno enervado ni afligido. No, sino el que me escudriña y recorre como si recién nos topáramos y no llevásemos recorriendo varias pinturas con tal de escapar. El rostro que yo conozco es el que se dedica unos segundos en analizarme como si estuviera clavada en la pared como otra más del montón y me regala sombras de su atención diciéndome no eres tan especial. Ni tan interesante. No te creas tan lista.

MULIERWhere stories live. Discover now