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Nuevamente estamos en esta posición, rezando por lo más divino que se me termine haciendo costumbre el amanecer a su lado.

Susurró una hilera cortísima de palabras en un tono casi ininteligible, cerca de mi cara que ni siquiera así estuve muy segura de haber escuchado bien. Su aliento mentolado llegó presuroso a mis fosas nasales; entiendo por qué demoró en la ducha, estuve pendiente, aunque no estuviera más cuerda que ella en ese momento, pero estuve al pendiente porque uno borracho en la ducha pueden pasar mil cosas. Traté de pensar en las menos catastróficas, pero la simple palabra ya me estaba causando una pequeña arritmia... hasta que la vi salir por fin con otra ropa, otra aura, serena. No la vi de vuelta en ese estado desde que Emilia nos interrumpió, y claro que Beatriz no le dio la mínima importancia. Después de todo, las dos (las tres) estábamos (estamos) borrachas. En fin, se la veía relajada y cuando terminó de meterse en la cama y arroparse con todo lo que estuviera tendido encima, yo no podía despegar mi mirada de ella; incluso cuando la luz se apagó y nos dejó en la perenne oscuridad, que ya la conocía muy bien yo misma, sentí que Beatriz tampoco podía dejar de mirarme.

Entonces se acerca más a mí y arropo mi cuerpo de mejor manera debajo de las cobijas, a sabiendas de que solo quiero acercarme más a ella, y ella saca su mano para acariciarme el antebrazo. Acción que me resulta conmovedora desde la primera vez que lo hizo. Es ahí cuando la escucho decir aquellas palabras y no sé si sea adecuado creérmelas o dejarlas en el aire; a pesar de mis sentimientos, varios de sus sentidos están bajo efecto equiparables a alguna droga. Pero los intentos fallan después de un beso suyo en mi mejilla, sorprendiéndome a tal punto de agradecer a la oscuridad que no puso en evidencia mi sonrojes. Saludé por unos minutos a esa versión mía que es capaz de todo por el fuego irracional que me quema las entrañas y me reta a confiar en Beatriz y en sus palabras. Que me reta a creer en esto que está pasándome.

Aquello que en un comienzo me costó entender, ahora es más claro que nunca:

«Qué suerte que el destino nos juntó», me había dicho y recordé lo mucho que me encanta el olor a menta.

¿Por qué me costaba tanto aceptar que es sincero? ¿Por qué no puedo aceptar la idea de alguien genuinamente feliz por conocerme? ¿Qué tan malo puede llegar a ser? Fue cuando puse mi mano encima de la suya que noté que ya se había quedado dormida y que su respiración se apaciguaba a cada segundo. Beatriz, tú no eres una mujer que cree en el destino; de hecho, apuesto que sabes que eso que nos conmueve de vez en cuando es una simple casualidad de la vida. Recién allí me sentí segura de limpiarme la lágrima que se me había escapado. Agobio siento al confesar que Beatriz no hizo absolutamente nada para atraparme interesada en ella, por lo contrario, yo palidezco en esta necesidad de demostrarle que valgo la pena.

Nadie me ha hecho sentir que mis muros puede que no sean tan estables y que tal vez, solo tal vez, si yo me mostrara de verdad por segunda vez frente a alguien, ese alguien no se iría. Ella, Beatriz, mi Beatriz, no se irá. Pero es ponerle mucha responsabilidad a alguien a quien no le interesa los problemas de nadie, por lo que pensé mejor y las ganas de besarla murieron apenas cerré los ojos al entregarme a Morfeo.

La siguiente vez que nos vimos evidentemente fue en clases y Beatriz estaba muy metida en su papel de profesora que vacilé en si solo es un pasatiempo o tiene un trabajo extra que disponga de la enseñanza. Luego de una hora y media de escucharla dialogar y crear escenarios para comprender al máximo su criterio, en los últimos treinta minutos dejó la siguiente actividad... en pareja: crear un poema el cual intervenga la persona que tengamos en frente. «Usen cada rasgo que observen y creen romance» había dicho y los nervios iniciaron a crisparme al sentir la mirada de Cielo, aquella chica que se me había presentado hace unas semanas atrás y ya no volvimos a conversar. Aparte de que se ausentaba muchas veces, era también la primera en dejar el salón al finalizar la enseñanza. No se me puede culpar no haberle dirigido la palabra una segunda vez.

MULIERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora