β. "𝖴𝗇𝖺 𝗆𝖺𝗅𝖽𝗂𝖼𝗂𝗈́𝗇"

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Dejó el plato sucio en el fregadero después de que terminó de comer, mientras oía los pasos apresurados de su madre ir de un lado a otro en la planta de arriba. Exhaló con pesadez, siempre era así: tan pronto como su rut pasaba, ella se iba. No se quedaba ni un día más ni un día menos.

Lo meditó un rato, hasta que al final se decidió por lavar el plato después. No habría nadie en la casa que le exigiera que lo hiciera. Se aventó al sillón de la sala y esperó a que Chikage bajara.

Ignoraba (tampoco le interesaba) qué era eso tan importante que la esperaba en Europa. Era completamente conciente sobre las zonas turísticas y gastronomía, pero ¿qué más podría haber como para que su madre extrañara tanto el volver a ese lugar?

A veces le dolía el pensar que, tal vez, solamente no quería estar con él. Pero lo prefería así, sin ella, no había nadie que lo hostigara para marcar a Aoko, que le recordara que tenía veintiún años. Kaito dejó de soñar con ser feliz a lado de un Omega desde hace muchos años, sus deseos cambiaron. Él cambió.

Pero eso Chikage no lo entendía, parecía más deslumbrada que él y eso le era fastidioso.

Los tacones resuenan en los escalones de madera, el ruido incrementando al paso de los segundos, advirtiendo a Kaito de que su madre está apunto de partir. Rezonga y se acuesta boca arriba.

—Es hora de irme, ya llegó el taxi por... —calló cuando no vió a Kaito a la vista—. Hijo —llamó Chikage, confundida. Baja el último escalón y se dirige al sillón, encontrando al castaño viéndola con el ceño fruncido, aún recostado. Ella sonríe ante el vago recuerdo de un Kaito de siete años, quien está enfadado porque su padre va a viajar y no puede llevarlo—. El taxi está afuera —informa, él resopla y se levanta de un salto.

—Que tengas un buen viaje —murmura con desapego y haciendo un vago gesto de despedida, mientras se dirige hacia la cocina y saca un frasco de chocolate en polvo.

—Es un compromiso, pero no le tengas miedo, Kaito —dijo ella, tratando de sonar comprensiva, sabiendo que él sabe a lo que se refiere. Cualquier otra palabra fue cortada abruptamente cuando Kaito azotó el frasco contra la encimera.

—Nos vemos dentro de seis meses —masculló con dificultad. Debería de hablar, decirle lo que sentía, pero ¿eso qué cambiaría? Posiblemente lograría que su madre dejara de presionarlo y el sentimiento de ser un fracaso dejaría de perforarle, pero el lazo seguiría ahí. Nada cambiaría, un problema menos mientras la maldición seguía intacta.

Se había excedido, le duele cómo le responde Kaito, pero no esperaría menos después de haberle sugerido algo tan fuerte como el que marcara a Aoko aún cuando sabe que le es difícil recordar su lazo. Fue insensible y lo lamenta—. ¿No la amas ni un poco? —murmuró con seriedad, vacilando sobre la decisión de irse.

—... No.

—Lo único que quiero es que seas feliz, Kaito —dejó caer ambas maletas al suelo, mientras se acercaba al castaño, quien se aferraba con desespero a la encimera, dándole la espalda. Ella lo abrazó por detrás, tratando de calmarlo con sus feromonas aún cuando sabía que no sería suficiente—. Perdóname, es que sólo que...

—Haga lo que haga nunca podré deshacerme de ella —espetó con desagrado.

—Calla, no digas eso —regañó—. Quería con tantas fuerzas el que vivieras el cuento de hadas que querías de niño, mantener tu sonrisa mientras eras feliz con la persona que amaras. Sin embargo... Lo único que logré es que te sientas miserable. Intenté disminuir tu culpa y dolor, pero no lo logré.

 β𝗅𝗈𝗈𝗆𝗂𝗇𝗀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora