13 de noviembre.

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Cuando el sol estaba al caer, a dos pasos de sumergirse en el agua y echarse a dormir bajo las sabanas del océano, Conway continuó trabajando en la comisaria, yendo de aquí para allá con el papeleo en la mano y la porra en la otra, no muy contento de los acontecimientos que habían transcurrido durante ese día. 

Toda la comisaria lo sabía, todo aquel con dos oídos y dos dedos de frente, sabía que, cuando la vena del cuello se le notaba desde Cuenca, lo mejor que se podía hacer era echarse dos pasos hacía atrás y evitar decir alguna salvajada que diera mecha a una paliza por parte del Superintendente. 

Porque no había ser humano que fuera capaz de dar tregua y apagar la llama que parecía mantener en movimiento a Conway. Ni siquiera su mano derecha, aquel con el que había pasado otras mil penurias antes que esta, era capaz de recuperar al Superintendente.

Nadie era capaz. Nadie menos dos personas. 

Michelle, ya que no le faltaban huevos, o ovarios, para enfrentarse a ese perro sin bozal y engancharle la correa sin salir herida en el proceso.

Y Gustabo, la nueva persona que había entrado de lleno a la vida de Conway, sin permiso ni llave, derrumbando la puerta de una patada... o con una ganzúa.

Porque, una vez que Conway pasó por delante de la recepción y vio con su vista periférica una mancha tan roja como un puto semáforo, no pudo evitar apagar de imprevisto esa hoguera y girar sobre sus talones para encontrarse al mismísimo Gustabo García hablando con uno de sus comisarios, Greco, y uno de sus oficiales, Leónidas.

Inconscientemente sus hombros se destensaron y recuperó la postura que habitualmente tenía en su día a día. Su primera reacción fue fruncir el ceño y después arquear una ceja, sin entender todavía qué era lo que hacía Gustabo en comisaría, ya que no era habitual en él y porque se suponía que hoy debía de estar trabajando, pues ya le habían aceptado después de llamar a decenas de propuestas de trabajo.

Así que, con curiosidad, Conway se acercó lento hasta ese trío, captando rápidamente la atención de sus dos subordinados, que, al verle, automáticamente se tensaron y se alejaron varios pasos, creyendo que los regañaría por holgazanear. 

Gustabo, por su parte, observó extrañado la reacción de los dos hombres, que parecía habían visto un fantasma, e inspeccionó dónde es que estaban mirando, dándose la casualidad de que era justamente detrás de él. Invadido por su curiosidad, decidió girarse y ver qué tenía tan asustados a los dos policías.

Y cuando vio al Superintendente de Los Santos, lo entendió todo. 

Inconscientemente sonrió como un bobo.

— Hombre, Conwaaay.

Ladeó la cabeza y alzó los brazos con alegría.

— ¿Qué haces aquí?

Pero Conway preguntó tosco, sonando más bruto de lo que quería realmente sonar. Aunque eso tampoco atemorizó a Gustabo.

— ¿Y para qué más, abuelo? Para visitarlo, por supuesto. ¿O es que acaso no puedo ver cómo está? 

Conway hizo una mueca. — A ver, sí, pero no me refiero a eso, capullo. Digo que qué haces aquí, ¿No se suponía que estabas trabajando? — Preguntó mientras su mirada se deslizaba hasta la tabla de skate que llevaba a un lado.

Este siguió los ojos de Conway, entendiéndolo. — Ah, sí, es que yo ya he terminado mi turno, Conway. Para ser dependiente de un supermercado no hay que trabajar necesariamente 14 horas diarias, no soy un adicto al trabajo como usted.

Until the end | Intenabo AUWhere stories live. Discover now