Capítulo 1

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El joven Hugo Aguilar era un ser algo peculiar. No por presentar características físicas que resaltara o algún gusto excéntrico.
No.
Lo que verdaderamente hacía que destacara era que el joven, con casi treinta años y una larga lista de pretendientas (y algún pretendiente) a la espalda, no creía en el amor.
Si, tal cual.
Ojo, esto no quiere decir que la falta de fe se extrapolara a todos los tipos existentes. No, en absoluto.
Al amor al que le tenía aversión era al romántico, ese que es pasteloso y provoca diabetes a quien esté cerca de su rango de actuación.
Para Hugo era ridículo y no dudaba ni un segundo en decirlo con la boca llena y con orgullo llegando a criticar, e incluso atacar, a quién le llevara la contraria o hablara de ello en su presencia.

Sus compañeros, tras años de convivencia, habían aprendido a sobrellevar la situación callando cuando debían y hablando solo cuando sabían que no merodeaba cerca. Eran dos reglas básicas que todos seguían a rajatabla para garantizar el bienestar del grupo. Todos... menos Clara Marín.

La chica era todo lo contrario a él.
Como abanderada autoproclamada del amor, Clara se dedicaba a cuchichear con sus compañeras sobre la vida amorosa de los demás, dar consejos sobre relaciones y, para su desgracia, parlotear sin parar sobre su maravilloso novio siendo esta la actividad que más sacaba de sus casillas a Hugo. No porque fuera una pesada al estar todo el día con el nombre del chico en su boca, sino porque sabía quién era él en realidad y a qué se dedicaba.

Pero Clara era ajena a todo esto y él, en el fondo, debajo de ese caparazón de tío gruñón que tenía puesto, no podía evitar sentir lástima por ella al vaticinar que, más pronto que tarde, la burbuja de corazones y rosas en la que vivía explotaría. Por ello, y porque tenía una conciencia peleona que no lo dejaba en paz, más de una vez había intentado que abriera los ojos. Sin éxito, claramente.
Principalmente porque chocaban todo el tiempo. También el hecho de que no tuviera mucho tacto al decir las cosas había podido influir en ese resultado. Uno que se convertía en una batalla campal a raíz de un simple comentario.

Como ahora.

—Pero mira que eres ciega —dijo Hugo con voz pausada.

—¡Me da igual lo que digas! —le espetó Clara con enfado mientras rellenaba el servilletero.

—Si de verdad te diera igual no te pondrías así, chata.

Con la cara roja como un tomate, la joven soltó el objeto con fuerza sobre una mesa y se acercó a él dando zancadas. Hugo se dedicó a seguir limpiando la máquina de café mientras silbaba como si nada.

—¡Eres insoportable! —le gritó cuando estuvo a su lado.

Él se encogió de hombros.

—Qué original... —después, se giró para dejar el trapo húmedo sobre la barra, pero un dedo acusador se interpuso en su camino.

—¡Y un idiota! —Hugo rodó los ojos ante las dulces palabras que le dedicaba—. ¡Una cucaracha que se dedica a fastidiar la vida de los demás!

—Aja...

—¡Así que te advierto de que como no dejes de molestarme te vas a enterar!

Él arqueó una ceja.

—¿Me estás amenazando?

—Sí.

Ambos se miraron a los ojos durante largos y silenciosos segundos. Clara arrugó el ceño al ver la sonrisa ladeada en la boca del chico.

—De acuerdo... —el joven dio un paso atrás y levantó las manos en señal de rendición—. Tú ganas. Me estaré calladito.

—Muy bien.

—¡Clara! —ambos dieron un pequeño salto en el sitio cuando escucharon el grito—. ¡Ven y échame una mano!

Tras lanzarle una última mirada, la chica dio media vuelta y se alejó.

—¡Pero si al final te deja tirada házmelo saber! —le dijo con burla.

Un gritó de pura rabia se hizo eco por todo el local.

Hugo soltó una carcajada seca mientras se pasaba una mano por la cara.

—Madre mía...

—Esta vez sí que se ha liado —dijo su mejor amigo quien se había sentado en la barra.

—No ha sido para tanto, Lucas...

—Nooo... —refutó con tono divertido el otro—. Para nada.

—Piensa lo que te dé la gana —el joven se dio media vuelta y se centró nuevamente en la máquina de café—. Encima que me preocupo por ella —murmuró con molestia.

—Lo sé, tío —Lucas se levantó de su asiento y se colocó al otro lado de la barra para ordenar las tazas—. Pero resulta que ahora está cabreada como una mona... —y añadió—: y esperate a que no le dé el bajón.

—No vas a conseguir remover mi conciencia, Lucas —respondió.

Al notar la seriedad de sus palabras, Lucas sonrió. Tras colocar la última taza en su sitio se giró quedando frente a su espalda tensa.

—Bueno..., es posible —colocó su mano sobre su hombro y lo apretó ligeramente. Los ojos de Hugo estaban fijos en el botón de encendido—. Pero, ¿no es acaso esa conciencia tuya la que te impulsa a hacer lo que haces?

Al escuchar esas palabras, Hugo le miró con los ojos entrecerrados. Lucas simplemente negó con la cabeza ante su reacción y, tras darle un par de palmaditas en la espalda, se adentró en la cocina.

MÁS AMOR, POR FAVORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora