Three.

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En estos tiempos no resulta fácil dirigir un pequeño cine de repertorio, es decir, un cine que intenta ante todo vivir de la calidad de sus películas y no de la publicidad y la venta de palomitas.La mayoría de las personas ya no sabe mirar con atención, ha olvidado lo que es dejarse llevar durante dos horas en las que se plantean los temas más importantes de la vida, sean tristes o alegres. Sin necesidad de comer, beber, mascar chicle o sorber por un sorbete.

Cuando tras mi regreso a París estuve en uno de los grandes cines Multiplex de los Campos Elíseos tuve claro que tal vez mi idea del espectáculo cinematográfico, hacia el que hay que mostrar un cierto respeto, se había vuelto algo anacrónica. Y, a pesar de que acababa de cumplir veintinueve años, en ese momento me sentí bastante demodé y desplazado en todo ese bullicio de voces y ruidos que había a mi alrededor.

No me extrañaba que las películas de hoy en día sean cada vez más rápidas y ruidosas. En realidad las grandes producciones y las películas de acción de Hollywood, que en Europa también atraen a millones de espectadores, tienen que acallar a todo el alboroto que reina en las salas de cine y luchar contra la creciente falta de atención del público con atracciones siempre nuevas.

"-¿Es que aquí no hay palomitas?"- , es la pregunta que oigo una y otra vez en mi cine. La semana pasada un niño gordito que iba de la mano de su madre no paró de refunfuñar y ver El Pequeño Nicolas sin tener nada que llevarse a la boca le parecía algo inaudito.

-¿No hay palomitas? - repitió atónito, dislocándose el cuello en busca del mostrador correspondiente.

Yo sacudí mi cabeza y con ella se movieron mis rulos.

-No, aquí solo hay películas-.

Aunque esa pregunta siempre me produce una cierta sensación de triunfo, a veces me preocupa el futuro de mi cine.

François, un estudiante de la escuela superior de cinematografía, me ayudaba en las proyecciones, y mandame Clément, una mujer de cierta edad que antes trabajaba en Printemps, se sentaba por las tardes en la taquilla cuando no era yo mismo quien vendía las entradas.

Cuando volví a abrir el Cinéma Paradis vino mucha gente que ya conocía el cine antes. Y también vino muchos que sentían curiosidad porque varios periódicos habían publicado alguna pequeña nota sobre la reapertura.

Durante los primeros meses todo marchó bien, luego vino una época en la que solo se llenaba la mitad de la sala, y no siempre. Madame Clément solía indicarme por señas cuántos espectadores había esa tarde, y a veces le bastaba con los diez dedos de las manos.

No es que yo hubiera pensado que un pequeño cine fuera una mina de oro, pero mis ahorros se habían visto muy mermados y tenía que pensar en algo. Así se me ocurrió añadir todos los miércoles una sesión de noche... en la que proyectaría esas viejas películas que tanto me habían fascinado.

Lo especial de este concepto era que las películas cambiaban todas las semanas y que todas sin excepción eran películas románticas, si bien en un sentido amplio. Lo llamé Les amours au Paradis y comprobé encantado que las sesiones de noche de los miércoles empezaron a llenarse. Y cuando después de los créditos finales abría las puertas de la sala y veía a las parejas que abandonaban el cine muy acaramelados y con los ojos brillantes, o que un hombre de negocios se olvida el maletín entre las butacas por la emoción, o que una mujer mayor se acercaba a mí, me daba la mano y me decía con mirada nostálgica que esa película le recordaba los tiempos en que todavía era joven, sabía que tenía la profesión más bella del mundo.

Aquellas noches había una magia muy especial en el Cinéma Paradis. Era un cine, que regalaba sueños a los espectadores, tal como decía siempre el tío Bernard.

Pero desde que el joven del abrigo rojo empezó a ir a todas las sesiones de noche de los miércoles y cada vez que se acercaba a la taquilla me lanzaba una tímida sonrisa, fui yo mismo quien empezó a soñar.

Abrigo rojo. - Larry StylinsonWhere stories live. Discover now