Capítulo 11

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Con la cabeza apoyada en el cristal del autobús, me quedé mirando el paisaje de forma distraída. Iba escuchando una canción a la que no prestaba atención, y las dos personas que tenía delante iban manteniendo una conversación que no me interesaba en lo más mínimo. Y, aun así, prefería estar ahí dentro que en el entrenamiento.

Porque, vamos, ¿quién querría entrenar después de la paliza del otro día?

Yo no.

Llegué al gimnasio a la hora que tenía planeada, por lo menos, y bajé del autobús sin mucho ánimo. Los demás estaban ya en el vestuario, cambiándose; yo dejé la bolsa en uno de los banquillos y me metí en la cancha directamente.

Ventajas de llegar con el uniforme puesto.

El entrenador, para mi sorpresa, estaba presente. Se había sentado en las gradas y, básicamente, se dedicaba a quitarle los trozos de tomate y lechuga a un wrap de carne. Ni siquiera se dio cuenta de que estábamos llenando el gimnasio. Y, cuando estuvimos todos, no se molestó en levantar la cabeza.

Tal y como había esperado, por cierto, los ánimos estaban bastante por los suelos. Oscar se sentó a mi lado con un suspiro, y los demás no tardaron en hacer lo mismo. Al final, el único que quedó de pie fue Víctor, que iba dando vueltecitas con las manos en las caderas en modo desesperación.

Es una mamá pato frustrada.

—Lo del otro día fue un desastre —empezó entonces.

—Cuántos ánimos... —murmuró Eddie por ahí atrás.

—Tiene razón —opinó Marco sin inmutarse—. Sois pésimos.

—Inclúyete en el pack —mascullé sin mirarlo

—Cállate, Ally.

—No. —Víctor lo detuvo con un gesto y con el ceño fruncido—. Ellie tiene toda la razón. El problema no es de ninguno de nosotros, sino de todos. ¿Cómo puede ser que seamos tan buenos por separado y tan malos cuando jugamos juntos?

—¿Porque nos odiamos? —sugirió Oscar.

—Yo no odio a nadie —dijo Tad, confuso.

—Porque tú eres un amor —le expliqué—. Los demás, en cambio...

Todos empezaron a protestar a la vez, y Víctor se masajeó las sienes con impaciencia y desesperación. Estaba peligrosamente cerca de empezar a arrancarse los pelos a puñados.

Estuve a punto de abrir la boca y protestar para echarle una mano. A punto.

Y entonces él separó las manos y gritó:

—¡YA BASTA!

Todos nos callamos de golpe, incluso el cansino de Marco, y lo miramos con los ojos muy abiertos. Él pareció darse cuenta de lo mucho que había subido el tono y de lo agresivo que había sonado, porque suspiró con pesadez y trató de recuperar un poco de compostura.

—Está claro que el problema reside en la unión del grupo —dijo en un tono más calmado—. Así que, lógicamente, deberíamos intentar remediarlo por ese camino.

—¿Quieres que hagamos un pacto de sangre? —sugirió Oscar con media sonrisa.

—Es una opción, pero prefiero algo más sanitario: vamos a conocernos un poco mejor, ¿qué os parece?

Dudaba mucho que quisiera oír la respuesta a esa pregunta, porque las caras de los demás reflejaban bastante bien lo que les parecía.

Víctor pasó de nosotros y se acercó para sentarse entre Oscar y yo. Nos miró uno a uno y, cuando llegó a mi altura, me dio la sensación de que hacía especial hincapié en abrir mucho los ojos de forma significativa.

Las luces de febrero #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora