CAPÍTULO 4. PROSCRITA.

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La niña había crecido con una belleza sin parangón, destacando de su madre que, a cada paso que daba, envejecía negligentemente. Ya no cuidaba su imagen externa como de costumbre, sino que se ocultaba tras las sombras y existía de noche, deponiendo en manos de Ebba el trabajo de la finca y el cuidado de los sirvientes. Por tanto, la autocracia de la joven se había hecho ley, y nadie podía transgredir sus llamados o contradecirla, aunque sus disposiciones estuvieron arruinando la esplendorosa vida preliminar.

Brisella se había sometido, no solo a la vejez, también a su vástago; y en donde antes no hubo afecto, ahora había histeria, cólera, un fuego fatuo que le hacía buscar desesperada a la hija perdida para intercambiar a las gemelas. Sabía que Ebba era muchísimo más poderosa, pero su arbitraria ambición se tornaba más macabra, saboreando los placeres de atormentar hasta la muerte a una criada por haber vertido el té demasiado caliente en su taza, o guillotinando a los caballos de las cuadras para ver las lágrimas de impotencia del que los había criado.

Estaba claro que Ebba no se sentía atraída por la idea de crear, sino por arruinar todo lo que la rodeara. La veterana esfera que hubiera compartido con su hermana, junto con las reyertas que había generado entre ambas, había quedado casi descartada para la práctica de maldades, por lo que la sociedad que había creado Edda prolongaba su rumbo, dichosa de contar con ciertos años de paz y unión. Esto no significa que la joven no la recordara, sino que, de vez en cuando, visitaba la pequeña sociedad, desatando cualquier calamidad para ver cómo la gran mayoría de la población sucumbía. Cuando veía satisfechos sus deseos, dejaba un porcentaje exiguo de vidas para reaparecer en su entorno.

Brisella había tomado una decisión. En su mundo no sería capaz de lograr éxito; sin embargo, no por nada había sido Creadora de vida. No por nada, había resistido a la vehemencia demoníaca que masticaba las almas de los últimos entes superiores de aquel universo.

En su decimonoveno cumpleaños, Ebba despertó con una alegría inusitada, sabiendo que era hora de entrar en su encantadora esfera, de vagar por los parajes que tanto le gustaba asolar; como un dragón que no se veía sediento de sangre virginal y devoraba también a madres y ancianas en los cuentos. Sentada en su recámara, dejó caer una vez más los hilos de araña sobre su creación, trasladando su esencia al cuerpo con el que solía visitar los mundos. Había aprendido que, floreciendo con la forma de una niña pequeña, aquellas gentes no temían por su presencia, lo cual jugaba a su favor.

Resuelta, viajó a través de los cielos, de las estrellas, de los planetas, hasta quedar embelesada por la vegetación de uno de sus bosques favoritos. ¡Cuánto habían crecido las hiedras! Los fastuosos prados que había inundado hacía unas cuantas generaciones, ahora se abrían paso como un formidable bosque, atiborrado de robles y magia ancestral: residuos de lo que su hermana había dejado, por lo que se alineaba como un recoveco de armonía en la desolación.

-¿Princesa?

Sorprendida ante la voz angelical que había surgido tras un tronco quebrado, lo rodeó buscando la fuente. Ante su asombro, tres criaturillas aladas la recibieron con ojos de expectación.

-¿Qué sois? -Estiró su rechoncha mano para tocarlas, pero huyeron unos cuantos pasos hacia atrás-. No tengáis miedo, solo soy una niña perdida.

Sus casi imperceptibles alas temblaron. Podía ser el cuerpo de una niña, pero la voz era más grave de lo esperado para ellas

¿Tal vez fueran dríades las guardianas de aquellos árboles ancestrales?

-¿Cómo os llamáis? ¿Tenéis nombre?

-¿Nombre? -La dríade se acercó, pensativa-. ¡Ah, claro! Preguntáis por nuestros emblemas. Yo soy Cilene, y ellas son mis hermanas menores, Arcadia y Rea. Vigilamos el camino hacia la casa de la bruja de Aberdeen.

ARAÑA ROJAWhere stories live. Discover now