CAPÍTULO 5. UNGIDA.

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La melodía no dejaba de extenderse por su cabeza. Siempre la misma cadencia, falta de simetría y trastornada por una desolación, que no le consentía conciliar el sueño; todo ello, mientras su abdomen se ensanchaba día tras día. Edda se quedaba quieta mientras sus sirvientes, sus títeres, sus muertos vivientes, la agasajaban con las mismas carnes crudas para el desayuno que fueron ofrecidas durante la preliminar cena.

Era el décimo embarazado malogrado de los dos últimos años; su organismo, mortificado debido al esfuerzo, enseñaba los estragos no solo del tiempo, sino también de la falta de sueño y vigor. Las ojeras se amontonaban; era posible menear sus paletas frontales con la punta de la lengua; los huesos rabiaban considerablemente y odiaba el arqueamiento que se establecía en sus falanges.

No conocía hombre que la acariciara, siempre custodiada... siempre celada por las sombras que devastaban aquel mundo circense. Todo se imaginaba una alucinación vulgar, una pesadilla de la que no había evasión, ya no física, sino mental. La simiente más allá de lo que cubría su almilla, la misma que se dañaba justo cada quince días, subsistía como un virus y volvía a reproducirse, abriéndose paso entre sus costillas y el útero. La larva no conquistaba su función, o tal vez no quisiera lograrlo; y el bisbiseo de una voz femenina cantaba junto a la música de fondo, adherida a la tapa trasera de su cráneo:

Las niñas compasivas

quieren jugar conmigo,

una abejita reina

encerrada en su castillo.

Ella quiere ver el sol

y bañarse en su brillo,

yo quiero verte, arañita

cuando juegue contigo.

En contadas ocasiones, desaparecía en el jardín exánime y seco, en donde prosperaban malas hierbas entre los caballitos de tiovivo y los vasos de refresco deslucidos por la crudeza de la época. Eso apaciguaba a la voz, que ronroneaba hasta silenciarse por varias horas, indemnizada, como si ese hubiera sido su aspiración desde el principio.

La gemela Edda había fabulado mil formas de escaparse, anudándose en su interior una cuerda imaginaria que la aferraba a esa mansión tétrica, junto al demonio que la había encerrado años atrás. Cuando era más joven, recién llegada, ocupaba sus pensamientos con la efigie de su madre, de la vieja nana, incluso de su hermana. Comparadas al padre que la manipulaba como conejillo de indias, aquello le parecía una vida más grata y acertada, aunque en verdad no lo fuera.

Ansiaba creer que estaba viviendo una quimera, que lo que veía no era lo que le esperaba; pero sabía, igual que una planta percibe que debe germinar para desarrollarse y florecer, que su cuerpo no frenaría los cambios en su interior hasta que "aquello" emergiera y se diera a conocer. Era su propia enemiga, no necesitaba la asistencia de un insólito padre para ello. Y este se comenzaba a inquietar, suplantando las últimas sonrisas con miradas de suspicacia y desprecio.

Por su parte, quizá se hubiera equivocado de gemela; ¿había sido tan estúpido? Weia parecía querer conservarla con vida, y lo que debería haber llevado unos cuantos meses tras la primera menstruación, se aplazaba por años. Conversar con la pretérita reina era labor nula, porque ella no pertenecía a aquel mundo presente, por lo que le quedaba solo espacio para elucubraciones. Sus pensamientos se tornaban sombríos a la par que titubeaba su criterio, su providencia, su arrogancia para restituir algo que ya no existía. Su poder le indicaba que ella estaba ahí dentro, pero se negaba a exteriorizarse. ¿Qué motivo habría?

La alborada en que cumplía diecinueve, mientras Ebba abría sus hilos y desplegaba su figura infantil en otro mundo, Edda transpiraba dolorida, acurrucada en una esquina del cuarto vacío en el que había dormido de manera habitual. Algo -o alguien- se entretenía rasguñando la puerta del dormitorio, golpeando las paredes, aguijoneando los cristales... y la sensación de ser observada le picaba tras la nuca, aunque nunca veía nada, solo escuchaba. Hubiera deseado quedarse sorda. Prisionera, su corazón desbocado no paraba de aporrear el pecho; un tambor, detonaciones, la sensación de echar un vistazo al cielo y notar oscuridad. ¿No había más camino que ir hacia ella?

-¡Basta! ¡Para de una maldita vez!

Los arañazos se interrumpieron y su respiración se aminoró. El bajo vientre comenzó a darle punzadas bien hondas, necesitando abrazarse y doblarse por la cintura para dominarlas. Lo único que poseía era la oscuridad, el negro era todo suyo, añadiendo la desesperación.

Se puso en pie a la par que Ebba se encontraba con las hadas del bosque; salió de la habitación mientras agredía a los seres zombificados que zigzagueaban, poseídos, sobre el piso, dejando en su grácil repliegue vestigios de sangre y piel sobre la puerta. La voz no hablaba, estaba afónica; Edda se sentía atiborrada de fuerza, no resistía ni un minuto más aquella atmósfera saturada, la podredumbre que la sitiaba. Como serpientes, quebrados en puente y las cabezas colgando, sus "perros" la mortificaban, rozando algunas veces los pies de Edda con sus ásperas lenguas, incluso alguno osó intentar morderla; quedó en mero conato.

Juris, o "erizo"-como era llamado por Edda-, la examinó descendiendo las sinuosas escaleras con el tropel de alimañas, algunas salivando por su sangre en los escalones, otros gateando adheridos a las paredes, mientras masticaban su aroma ardiente y mágico. El arlequín se agachó como un gato antes de embestir, esperando su llegada con un trozo de carne descompuesta entre los dientes. Se lo había arrancado a sí mismo, puesto que le faltaba parte del muslo. Cuando estuvieron uno junto al otro, Juris le convidó, alargando la lengua hasta la mano de Edda.

-¡Suelta eso! -Iama chilló con voz penetrante desde la entrada-. ¡Fuera de aquí! ¡Largo, joder!

Revoloteando al igual que insectos, se cerraron en órbita alrededor de Edda, cegada por la única vía que le había quedado como escapatoria. Con una lágrima rodando por su mejilla, recordó hasta dónde le había hecho llegar ese monstruo, el temor que había soportado, la vida que crecía y agonizaba en su cuerpo, casi decrépito. Cualquiera que la hubiera visto, hubiera osado llamarla señora y ofrecerle la mano, para que guardara el equilibrio. Era una vieja de sobresaliente barriga, extraviadas toda la pubescencia y frescura de las que sí gozaba Ebba.

-¿Qué pasaría?

Le arrancó la carne de la boca con la mano, curioseando. No se sentía como ella, aunque al menos, su corazón palpitaba con valor y el entusiasmo de sus adjuntos oscuros. ¿La estaban protegiendo? ¿Por qué ahora? ¿Por qué? ¡Por qué a ella!

Una nueva punzada, fulminando su columna, vislumbraba y adelantaba el futuro que estaba corriendo en otra parte de los múltiples universos creados su hermana. El tiempo corría de diferente manera, mucho más vertiginoso en el mundo mortal que pisaba Ebba que en el onírico que odiaba Edda. Por lo tanto, para cuando el filo sesgó la vida de la primera, la segunda, como la otra mitad de aquel amuleto, del mismo cuerpo engendrado a la vez, se hundió en las profundidades abismales.

Su cuello se giró rudamente hacia atrás, emitiendo un sonido desagradable y primitivo desde las entrañas. La sangre corrió bajo sus piernas y las fieras sin conciencia se lanzaron hacia ella, probando el rojizo y pegajoso fluido.

-¡No! ¡No! ¿Qué has hecho?

Iama se echó contra la marabunta, aquellos que se habían salvado gracias a su mano, aquellos a los que había dado un hogar. No recogió el mismo trato, ya que le devolvieron los golpes, las dentelladas, los zarpazos, los mordiscos... La sangre que habían tomado les había hecho dueños de una cólera irreprimible en los primeros minutos, ávidos de aquella carne celestial que pretendía dañar a su ama.

La grotesca escena concluyó con los pocos restos de huesos y tendones que dejaron del arcaico dios, devorado por sus hijos, mientras que Edda resplandecía, envuelta en una luz apabullante. La sangre de aquel aborto había llenado las bocas de cada uno de los acólitos, y a poco tardar, una vez saturados los estómagos, comenzaban a recobrar las conciencias extraviadas. Sus cuerpos se transformaban, sus ojos se oscurecían, dejando atrás el velo que los nublaba y dándoles de nuevo el don de la palabra, cuando antes solo había existido el gruñido.

Con el trozo de carne que Juris le había cedido ya en su garganta, los hombres y mujeres resucitados, los antiguos niños y los pasados ancianos se postraron en sus rodillas, mirando a Edda mientras lanzaban los brazos a sus pies, clamando:

-¡Que los dioses protejan y honren a nuestra Reina! ¡Los dioses la guarden! ¡Los dioses la guíen!

Febriles, se creían liberados de la tormenta.

Ingenuos, solo habían cambiado de Diablo. 

ARAÑA ROJAWhere stories live. Discover now