Punto ciego

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Las expediciones al exterior de la ciudad se hicieron cada vez más frecuentes. Es que había que proteger lo que se encontraba en su interior: un racimo de humanidad que sobrevivió a la llegada de seres extraterrestres. Una especie de cápsula reforzada desarrollada por la NASA que impedía que los forasteros colonizaran la totalidad del planeta Tierra. Por esta razón, el afuera era una palabra casi impronunciable; el recuerdo de que alguna vez los expertos en someter fueron condenados a ser sometidos. Quien se atrevía a superar esa división de fuego sabía a la perfección que su vida tenía un valor igual a cero o, como pensaba la soldado Levi, que era la oportunidad perfecta para reventar un cuerpo intruso con un balazo de los suyos.

Estas criaturas nacían de un huevo y aún no estaban formadas del todo ya que todavía le faltaban un par de piernas y los órganos reproductivos. Tras varias fugas de piel, adquirían los órganos faltantes. Las hembras, que eran las que salían a cazar, utilizaban sus ocho piernas para treparse a la rama de un árbol cualquiera, con el fin de alcanzar suficiente altura como para dejarse caer sobre cualquier ser humano descuidado que camine por debajo. Careciendo de ojos encontraban su camino hacia su torre de guardia mediante una fotosensibilidad general de su piel; para detectar la proximidad de su presa, estos salteadores de caminos, ciegos y sordos, se encomendaban a su sentido del olfato.

Levi se preparaba para su expedición matutina. Roció sobre su cuello un perfume cuya composición química era capaz de esconder el olor humano y dejar un aroma a pinos y a otros árboles silvestres para confundir a las criaturas saltadoras. Luego, se colocó en su espalda una mochila negra de forma rectangular que, además de contener los víveres necesarios para la excursión, funcionaba como un arma de primera defensa. Con tan solo apretar un botón que se adaptaba al pulgar, unas espinas metálicas y muy puntiagudas se extendían al instante. Bastaba con echarse al suelo, hacerse bolita y, en menos de tres segundos, cualquier paracaidista espeluznante sería agujereado por todas partes. Por último, la soldado recargo su revólver y se lo enganchó a la cintura. Ella, que era una experta a la hora de tirar al blanco, conocía el punto débil de las criaturas: una brevísima zona del abdomen, cerca de su primera pierna de la derecha. Un disparo en aquella superficie era letal; a los pocos segundos caían al suelo moribundos.

 Un disparo en aquella superficie era letal; a los pocos segundos caían al suelo moribundos

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Los primeros pasos del escuadrón se alternaban sobre superficies de hierba y tierra seca. Se escuchaban menos sonidos animales cada vez; solo un pájaro piaba por pura soledad y ya ni rastros de los últimos perros salvajes que siempre venían a saludar. Levi estaba hambrienta y no precisamente de comida. Se había vuelto una obsesión para ella llevar el conteo de sus muertos: novecientas ochenta y cuatro. Si comparamos esta cifra con las millones de vidas humanas que se perdieron desde hace medio siglo, cuando llegaron los invasores, cualquiera podría considerarla un chiste. Pero para Levi significaba el vivo testimonio de que no había sido una inútil, de que ella valía tanto o más que un médico de emergencias, un ingeniero nuclear o cualquiera de los líderes de la urbe que se habían destacado, según los archivos oficiales que el gobierno difundió desde los comienzos de la nueva era.

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