A través del universo

5 1 0
                                    

Recuerdo aquel día como si fuese ayer, aunque ya hayan pasado más de quince años.

Antes del mediodía, papá llegó a la casa en la que yo vivía con mamá —ellos estaban separados— con medio kilo de pan, jamón y queso para hacer sándwiches. Me resultó extraño que me viniera a visitar. En ese entonces, papá tenía tres trabajos en los que pasaba no solo el día, sino también la noche. Eran contados los momentos que teníamos para vernos. Eternos y silenciosos encuentros.

Yo era una adolescente muy callada y solitaria. Introvertida, me autodescubrí años después. No era tímida, pero no me interesaban las grandes multitudes porque eran un gasto de energía. Tampoco era tartamuda, aunque a veces los nervios me jugaban una mala pasada y mi voz resbalaba como un niño que cae por un tobogán. A mamá le molestaba que no fuera más sociable, pero a papá no. Porque él era igual a mí. O yo era igual a él, ya que es así como se da la magia de la genética. Por eso me resultó raro que, ese día, él hablara más de la cuenta. Parecía un agricultor que preparaba minuciosamente el suelo para recibir a los cultivos. Me quería decir algo, pero daba muchas vueltas para llegar al grano. Ni pista alguna tenía yo.

Cuando estaba anocheciendo, comenzó a guardar en un bolso grande algunas cosas suyas que todavía quedaban en casa: una campera de invierno de color amarillo, unos lentes que usaba poco y un libro mediano y desgastado que nunca antes había visto. Yo miraba sus movimientos de reojo, sin que se diera cuenta, mientras mojaba unas galletitas dulces en té con leche. «Se irá y no me dirá nada», me dije. Titubeó unos segundos, miró la hora en su reloj pulsera y luego suspiró. Yo hice como que no escuché nada, pero en mi interior me pregunté si los suspiros tenían alguna especie de lenguaje universal, porque el de aquel día me sabía a desasosiego.

De pronto, sus pies comenzaron a andar. Transitaron el comedor entero y atravesaron el ventanal para salir al exterior. Yo lo seguí, como por inercia. Sin indagar siquiera si me había invitado a hacer el recorrido juntos. Pasamos por el patio pequeño y techado de casa, que contenía una escalera que daba a una terraza. Para mí era como una escalera al cielo, porque era extensa y empinada; apenas subías unos peldaños y el firmamento se abría ante tus ojos. Todavía recuerdo cuando nos sentábamos allí a esperar que una estrella fugaz se dignara a aparecer en un cielo de ciudad. Una vez, vimos un halo brillante que cayó transversalmente. Nos miramos conmocionados, pero al mismo tiempo, dubitativos. Yo pedí un deseo, por las dudas.

A tres escalones del final, papá se sentó. Yo hice lo mismo a su lado. Mis cabellos enmarañados eran el juego preferido de una brisa previa a una noche fría. No me dejaban ver muy bien a papá. Por más que los metía detrás de mis orejas, se zafaban al instante. Él todavía permanecía en silencio. Cuando pude encontrar un hueco visual, lo observé contemplar el cielo profundo, como si tuviese ganas de saltar a una gran pileta azul. «¿Acaso hoy hay lluvia de estrellas y no me enteré?», pensé. No, papá estaba mirando más allá de las estrellas, más allá de la luna que se asomaba por el horizonte. Segundos después, descubriría que también miraba más allá de mí. Ese fue el día en el que me convertí en un punto diminuto dentro de su vista panorámica. Lo supe cuando, sin tapujos, escupió lo que durante todo el día estuvo atorado en su garganta.

Chicas distópicasWhere stories live. Discover now