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Caminamos con pasos pesados de vuelta al tren. Ninguno de los dos se atreve a decir una palabra más, ¿y para qué?, si ya sabemos lo que debe hacerse. Haymitch me escolta hasta mi compartimiento, y cuando llegamos, me da una palmadita en el hombro y dice:

—Sé que no es ideal, pero podría ser mucho peor.

Después se va, llevándose consigo el hedor a vino.

Yo me quedo parada frente a la puerta, con la mano en la pequeña ranura que me permite abrirla, incapaz de entrar. Pienso en el dulce chico durmiendo del otro lado y en cómo mi noticia lo afectará. Peeta me conoce demasiado bien para venderle la idea de que estoy tan enamorada que no puedo aguantar un segundo más sin ser su esposa. Debo decirle. Debo contarle sobre la visita del presidente Snow y la rebelión en los distritos, aunque no hay nada que detestaría más. Y sé que casarnos por obligación, y no por deseo, lo destruirá.

Apoyo la frente en la puerta, dando un suspiro y dejando que mis brazos cuelguen libremente. Todo lo que ha dicho nuestro mentor es cierto: las expectativas del Capitolio, mi futuro con Peeta e incluso su último comentario antes de irse. Por supuesto que casarme con él no es lo peor que podría pasarme, ni mucho menos, aunque esa no es la cuestión. Ni siquiera le hemos puesto nombre a lo que hay entre nosotros, pues decidimos que lo mejor que podíamos hacer era disfrutar el uno del otro sin restricciones, sabiendo que de esas ya teníamos bastantes. ¿Cómo podemos casarnos y vivir una vida ajena sin arruinar lo que ya tenemos?

Decido entonces que no puedo entrar y me dirijo al último vagón del tren, donde las ventanas traseras se introducen en el techo para dejarte viajar al aire libre y observar mejor el paisaje. Hay pequeñas ranuras en el vidrio que dejan que el frío de la noche se cuele en la habitación, ayudando a que en verdad te sientas fuera del tren. Luego de retirarme la bata y los zapatos, empapados por la nieve, tomo una felpuda manta de una de las sillas y me envuelvo en ella, acomodándome en una esquina del sofá que abarca tres de las cuatro paredes del vagón y estirando las piernas en el mismo. Mientras me fijo en el cielo nocturno, me pregunto si el presidente Snow nos presionará para que tengamos hijos. Un escalofrío me recorre la espalda al pensar en lo emocionante que sería para la gente del Capitolio presenciar cómo seleccionan y envían a los juegos al hijo de no uno, sino dos vencedores. Ya ha sucedido antes, y la gente usualmente comenta que la suerte no está de parte de la familia, sin embargo, ocurre muy seguido para que se trate de simple mala racha. Considerando todos los problemas que he causado, cualquier hijo mío tendrá garantizado un sitio en los juegos, muy probablemente en cuanto cumpla los 12.

Fuera del vagón, en el estrecho pasillo, puedo escuchar que alguien se aproxima. Al principio está tan lejos que pienso que no es más que un ayudante del Capitolio viniendo a ofrecerme algo de comer, pero una vez se acerca y puedo escuchar los pasos con claridad: torpes, ruidosos y apresurados; sé que se trata de Peeta. Limpio rápidamente la lágrima solitaria que recorría mi mejilla y pretendo no haberlo escuchado.

Él desliza la puerta con fuerza, logrando asustarme, y al verlo entiendo el porqué. Su frente brilla por el sudor, su pierna está mal puesta y sus manos tiemblan. Ha tenido una pesadilla. Me siento terrible por dejarlo solo, imaginando lo desconcertado que se ha sentido al despertar por los horrores de sus sueños y encontrarse con una cama vacía. Frunzo el ceño y le pregunto:

—¿Pesadilla?

Me mira de la misma manera que lo hace un ciervo cuando estás a punto de ponerle una flecha en la sien y asiente, sin moverse. Yo abro los brazos, indicándole que se acerque, y él lo hace con gusto. Toma la manta y se recuesta en medio de mis piernas, luego de quitarse la propia, dejando que lo envuelva en un abrazo a la vez que nos cubre a ambos.

—¿Tú igual? —me pregunta.

Yo niego, pasando mis dedos por su cabello rubio.

—No podía dormir y no quería despertarte dando vueltas en la cama. El tren se detuvo así que salí por un poco de aire, luego vine aquí. —Odio mentirle, pero decido darnos una última noche de tranquilidad antes de tener que arruinarlo todo entre nosotros.

Una historia diferente | En llamas y SinsajoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora