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A eso de las cuatro de la mañana, luego de haber echado, muy a su pesar, un sueño corto en la Casa Albatros, Valentino regresó a su hogar. El cansancio y la desesperación lo tenían algo aturdido, le costaba pensar con claridad.

Lo primero que hizo fue descolgar la ropa del tender. Centrifugada y con el calor de enero, se había secado en unas pocas horas.  Buscó el canal «Noticias veinticuatro» en el televisor y, mientras escuchaba, dobló y acomodó las prendas, las del Loro y las propias, y las guardó en el armario como si todas fueran suyas. Ni una mancha de sangre se evidenciaba a simple vista, lo que le provocó un sentimiento de orgullo hacia su infravalorada pero innegable inteligencia.

La estridente musicalización del «último momento» le hizo desviar los ojos hacia la pantalla: «Feroz incendio en Los Estorninos», decía el graph.

«Tres dotaciones de bomberos trabajaron arduamente hasta la medianoche para apagar el fuego que, por causas aún desconocidas, se desató en un galpón en las afueras de Los Estorninos. Hasta el momento, ni los bomberos ni la policía han informado si el siniestro se ha cobrado alguna víctima. Ampliaremos», indicó el periodista.

Valentino sintió una oleada de pánico. Sabía, por Cucho, que por más entrometida que pudiera ser la prensa había cosas que la policía mantenía ocultas para no alertar a los criminales. Si habían descubierto el cuerpo del Loro o los de los perros, intentarían mantenerlo en secreto hasta saber algo más. Averiguarían detalles y, tarde o temprano, buscarían la dichosa camioneta. De pronto ya no parecía tan buena idea habérsela llevado. Se reprochó a sí mismo por no haber pensado mejor, podría haber regresado caminando y dejar que se prendiera fuego junto con lo demás.

Eso tenía que hacer. Incendiarla también. Pero debía darse prisa. 

Con el corazón en un puño, se vistió con ropas oscuras, metió un par de guantes de lana y un encendedor en el bolsillo de la bermuda; se aseguró de tener encima la llave de la camioneta y el celular, y salió con cautela; llevaba una bolsa con basura en la mano. Si veía el Renault 12 en las cercanías, dejaría la bolsa en el contenedor y volvería a entrar, en tal caso se vería obligado a buscar otro medio para llegar a su objetivo.

Por fortuna no había nadie a la vista. Solo algunos grupos de muchachos y chicas tomando cerveza en las esquinas. Nadie que le prestase atención. Por las dudas, en lugar de ir hacia la avenida, tomó Quintana. Al llegar a la veinticuatro se detuvo. Allí mismo, a pocos metros, vivía Cucho, el comisario, y su casa tenía cámaras de seguridad. Dobló, abriéndose una calle más, rogando que las lentes no tuvieran suficiente alcance. Aún era de noche, por lo que resultaría difícil reconocerlo en una grabación, pero, había visto en CSI la innumerable cantidad de recursos que tiene la policía para identificar a las personas. Preferible alejarse.

Cuando llegó a las inmediaciones de los arbustos que ocultaban la camioneta, se parapetó tras unas piedras, apagó la linterna del celular con la que había alumbrado el camino y aguardó unos instantes. Todo era silencio y oscuridad. El único sonido era el de su propia respiración entrecortada. 

La camioneta estaba exactamente donde la había dejado, solo tenía que llevársela lejos, a algún lugar remoto, y prenderle fuego. Se calzó los guantes, abrió la portezuela y subió con cuidado, metió la llave en el encendido y giró. El vehículo ronroneó como si rezongara el tener que despertar tan temprano. Valentino entornó los ojos, llenó sus pulmones con el aire fresco de la madrugada y volvió a girar la llave. El motor volvió a responder con un sonido agonizante, repetitivo. Golpeó con furia el volante y volvió a intentarlo. No arrancó. ¡Hasta la puta camioneta estaba en su contra!

—¡Está bien! —gritó, ya descentrado por completo—, ¿querés quedarte acá? ¡Pues acá será!

Buscó una rama de arbusto más o menos larga, desenroscó la tapa de la entrada de nafta, ató los dedos de los guantes a la varilla y, ayudado con esta, los sumergió en el tanque hasta empaparlos por completo, los colocó en el borde de la boca y accionó el encendedor. Se alejó lo más rápido que pudo hasta que escuchó la explosión y vio la lengua de fuego izarse, caótica y prepotente, hacia el firmamento. Sonrió. Ya no quedaba una sola huella suya entre las pertenencias del Loro. Ahora, debía ocuparse de encontrar a Matías.

La desaparición de Matías MelchorWhere stories live. Discover now