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El cliente se marchó feliz con su mesa reciclada. Tras despedirlo, Valentino cerró la puerta y volvió a contar el dinero, guardó algunos billetes en un bolsillo y arrolló el resto abrazándolos con una banda elástica. Luego caminó hasta la cocina y sacó, de uno de los estantes de la alacena alta, un pote de cartón. Su padre solía comprar el envase de tres kilos de dulce de leche en la Cuaraba, con intención de que les alcanzara para todo el mes, pero nunca duraba tanto; entre tortas, bananas, flanes y tostadas, la exquisita golosina volaba en un santiamén. El dulce venía en una bolsa plástica termosellada al vacío que se colocaba dentro un tacho cilíndrico de cartón duro color marrón. Su madre amaba aquellos recipientes, solía pintarlos o forrarlos con telas y puntillas y regalárselos a sus amigas, incluso, había llegado a vender algunos. Para su hermana Sofía también resultaron un tesoro cuando empezó los estudios de magisterio, los usaba para guardar todo tipo de cosas, desde témperas y pinceles hasta su ropa interior.

Valentino solo conservaba tres. Al primero lo usaba de guardatodo en el garaje, tuercas, tornillos, clavos, todo lo que fuera pequeño y no tuviera otro sitio establecido, iba a parar allí. Un segundo estaba en su dormitorio repleto de fotos viejas y, el último, pintado con muy buen gusto por su madre, era el que acababa de sacar de la alacena; en él coleccionaba bolsitas con condimentos sin usar y, debajo de estas, tapadas con un cartón oscuro que establecía un doble fondo perfecto, almacenaba gordos rollos de billetes verdes a los que envolvía primero con una hoja de papel blanco y luego sujetaba con una goma elástica. Allí acopiaba sus ganancias convertidas a dólares. Allí estaba lo que aún le quedaba de la indemnización. Dolarizar le había parecido una gran idea, así, cuando necesitaba, se acercaba a una casa de cambio y el dólar siempre valía un poco más que cuando había comprado. En un principio, la idea de juntar tanto dinero norteamericano como le fuera posible tenía por finalidad emprender un viaje por el mundo. Amaba Canalejas y quería morir allí, pero también se sentía deseoso de conocer nuevos sitios. Hasta había soñado hacer el viaje con Isabel. Ahora sus pensamientos estaban en Matías. Si alguien lo estuviera reteniendo en contra de su voluntad, pagaría lo que fuera para rescatarlo.

Una vez que la alacena volvió a estar acomodada, tomó el teléfono y buscó el nombre del chico que tantas veces imaginó, sería su hijo, y se quedó viéndolo por unos segundos, abstraído. No podía llamar. Si la policía encontraba, algún día, el aparato y veía un llamado suyo, lo interrogarían. Y no sabría qué responder. Como para distraerse, pensó en llamar a Enrico, a ver si lograban acelerar lo del negocio en la web, pero sabía que no podría concentrarse, su cabeza no estaba para eso. Decidió, entonces, ir un rato a la playa, el único lugar que le permitía alcanzar un poco de calma. Entonces sonó el celular con una notificación de mail. Por inercia apretó la M de colores y leyó el encabezado, sin abrirlo. «Laboratorios Medisur». El corazón le dio un vuelco. Lo había olvidado por completo pese a que eso se había transformado en la razón de su existencia durante los últimos veinte años. Dejó caer el peso de su cuerpo sobre la silla más cercana sin atreverse a mirar el contenido del envío. Medisur era uno de esos laboratorios pagos donde las cosas se hacen con la más absoluta discreción. Uno envía las muestras, tal como detalla la página web, hace el pago por internet y a la semana, tiene el resultado en el correo. Sin nombres, sin números de documentos. Solo una casilla de mail, dos muestras y un pago. Y nadie sabrá jamás quién consultó qué.

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La desaparición de Matías MelchorWhere stories live. Discover now